Sofi (5): Ángeles
Capítulo 24 de Las rosas de Abril.
17 min read
La segunda mitad del año fue incluso más estresante que la primera, pese a que en aquella se me acumularon los exámenes. El blog cada vez me daba más trabajo. Las visitas habían experimentado un crecimiento exponencial desde el principio, y aquellos días superé las 500 diarias. Supe que era buen momento para explorar nuevas vías de monetización y profesionalizar la web. Ya no quería que fuese un blog asociado a una única firma, la mía, sino toda una revista cultural.
Me aterraba la idea de bajar el listón, pero sabía que era muy probable que eso sucediera si no repartía tarea. No podía llegar a todo, y si exponía demasiado mi salud mental, iba a tener que cerrar. Supe de inmediato a qué persona quería embarcar en el proyecto: mi amigo Fredi, excompañero de la universidad. Aunque él era oriundo de la Sierra Norte, continuaba afincado en Sevilla para hacer su máster en Guion. Sabía que mi proyecto le gustaba, que le vendría bien algo de dinero y, sobre todo, que teníamos una relación excelente.
—Fredi, tienes que ayudarme. Quiero decir, si te apetece, pero necesito tu ayuda. El blog se me está yendo de las manos —le dije una tarde que me acerqué a la Facultad de Comunicación para tomar café con él.
—Dime, ¿qué tenías pensado?
—Necesito otro redactor. Uno como mínimo. Yo sé que estás ocupado con el máster, pero bueno, nos vamos repartiendo la tarea.
—A mí me encantaría echarte una mano.
—Bueno, en realidad, estaba pensando en algo más que echarme una mano.
Fredi me miró expectante, así que continué.
—Lo que me gustaría es que te implicaras en las decisiones sobre línea editorial, agenda y contenidos tanto como yo, y también en la parte financiera. Ya sabes, ingresos y gastos.
—Tsss… No sé, Sofi, yo te puedo ayudar, pero ya tanto…
—A ver, escúchame. Los ingresos fluctúan. Desde que estoy ganando dinero, el mes que más he sacado han sido 600 euros, y el que menos unos 250. Pero estoy sola. Si redoblamos esfuerzos y profesionalizamos la página, sé que podrían ser más.
—Ya, ya.
—Mira, querría hacer algunas inversiones, por ejemplo, tener una web profesional que me monte una empresa especializada. Eso lo veo urgente, y ya he pedido varios presupuestos. Mi hermano me puede echar un cable. En los próximos meses, una cantidad será para inversiones. El resto, nos los repartimos a medias.
La sorpresa se hizo con el gesto de Fredi.
—¿A medias? —preguntó.
—Sí —contesté.
Fredi frunció el ceño.
—¿Pero estás segura?
—Completamente. De otro modo, no puedo hacerlo.
—¿Pero lo que me estás proponiendo no es… ser socios?
—Sí. Aunque yo mandaré un poquito más que tú.
Fredi rio. Mi amigo era una persona peculiar, diría que diferente a lo que acostumbraba a tratar. Se salía de lo estándar. Era muy inteligente, culto, con una memoria privilegiada y bastante capacidad para los números. De repente te hacía una cuenta de cabeza para la que el resto hubiéramos usado la calculadora del móvil, o te sorprendía con alguna palabra académica que parecía estar desfasada desde hacía siglos. Tenía el carácter más noble que había conocido en mi vida. Generalmente era amable y generoso muy por encima de la media, no le costaba nada dar. Si necesitabas unos apuntes, una explicación de conceptos, un ratito de desconexión o un hombro para llorar, podías contar con Fredi. Siempre estaba de buen humor y, cuando se enfadaba, pasaba del 0 al 100 en un segundo. Pero con la misma facilidad recorría el camino inverso, de manera que no importaba lo enfadado que lo pudieras ver: la siguiente vez que lo miraras, estaría sosegado de nuevo y sin ningún rencor en su interior.
Me preocupaba su despiste crónico, eso sí, a lo que se unía un modo de conducir paupérrimo y una habilidad nula para ciertos trabajos manuales. También tenía que mejorar en fluidez al hablar, porque divagaba, aunque en cinco años de carrera había habido un cambio significativo. Pero era tan trabajador, tan buena persona y con una personalidad tan amoldable que sabía que era el adecuado para hacerle una propuesta como aquella. Además, la calidad de su escritura era sobresaliente.
—Entonces, ¿qué? —dije. ¿Empezamos una nueva era en el Alameda Magazine? La era de Sofi y Fredi —añadí pomposamente.
—Bueno. Pero con una condición —accedió Fredi.
—¿Cuál?
—Que haya sección especial de cine y la lleve yo.
—¡Eso por descontado! —respondí con alegría.
Tras las clases, esperé a Fredi en la Alameda para hablar sobre el proyecto y sellar el acuerdo. Estando allí me escribió Lola para preguntarme dónde estaba, que necesitaba despejarse. Mi prima estaba en una situación complicada. Se había enterado de que su novio le ponía los cuernos de la peor manera posible, pero seguían compartiendo el piso que habían comprado a medias en Viapol. No hacían vida en común, aunque él no dejaba de mandarle mensajes para que volviera. Ella no quería coincidir con él, así que se pasaba las tardes entre el piso de Sole, el mío propio o cualquier otro sitio para ganar tiempo hasta que David se acostara.
Estaba con Fredi cuando llegó ella.
—Lola, te acuerdas de Fredi, ¿no? —dije.
—Sí, claro. Tu mejor amigo de la universidad —contestó mi prima.
—¿Qué tal, Lola? ¿Cómo estás? —preguntó Fredi, amable.
—Bien, bien.
Fredi y yo seguimos hablando mientras Lola se limitaba a escuchar. Mi amigo actuaba con la naturalidad de siempre, soltando sus palabrejas, haciendo comentarios aleatorios que parecían no venir a cuento y arrancándose con algún bailecito de brazos al ritmo de la música que sonaba de fondo. Se despidió de nosotras un rato después, con el pretexto de estudiar.
—Tu amigo es un poco particular, ¿no? —dijo Lola cuando se marchó.
—Sí. Lo es. Eso forma parte de su encanto, todos lo adoramos. Le acabo de proponer que sea algo así como mi socio, y él ha accedido —dije.
—¿En serio? Vaya, pues debes de confiar mucho en él.
Estuvimos hablando sobre mi proyecto, hasta que no pude más y pregunté:
—Bueno, no hablemos más de mí y de mis cosas. Cuéntame, ¿qué tal lo llevas?
—Pfff… Mal. Me manda mensajes a diario, ¿sabes? Te los puedo enseñar, si quieres.
—No, no hace falta —dije enseguida.
Leer los mensajes de David me despertaba una ilusión a la altura de la fosa de las Marianas.
—Me dice que me quiere, que fue una tontería, que cómo vamos a tirar seis años por esto. Que está enamorado de mí, que soy la mujer de su vida y yo qué sé cuántas cosas más.
—Ya…
—Tsss… No sé qué hacer, Sofi, de verdad.
—¿Cómo que no sabes que hacer?
—A ver. Yo sé que Sole y tú no podéis ni ver a David. Sara y Patri tampoco lo tienen en alta estima, precisamente, la única que es amable con él es Ro.
“Porque tiene un criterio lamentable con los hombres”. pensé, aunque no se lo dije.
—Ha sido un cerdo, lo sé, y un mentiroso y un cretino. Pero estábamos bien. Bueno, con tiras y aflojas, como todas las parejas, pero bien.
—Define “bien” —dije, suspicaz.
—Bien. Nos queríamos, compartíamos nuestra vida, no sé. Igual hemos descuidado la relación.
—A ver, a ver, a ver. ¿Qué has hecho tú para descuidar la relación?
—Él dice que el hotel me tiene absorbida —dijo mi prima.
—¿Y tú estás de acuerdo? —pregunté.
—Yo he estado pasando mucho tiempo allí, ha sido mi principal preocupación desde que Lara y yo nos hicimos con él. Le eché en cara que ni siquiera nos hubiéramos ido de vacaciones juntos durante la discusión, ¿sabes? Pero la verdad es que fue un alivio para mí no tener que hacerlo, porque en el Muy Sur había mucho trabajo.
—Lola, eso no justifica lo que te hizo. Me parece alucinante que estés sintiendo culpa tú, ¡tú! Es increíble.
—A ver, es que yo no creo que aquí haya malos malísimos y buenas buenísimas. Todos hacemos cosas bien y mal, y todo tiene su efecto. El otro día vino a verme su madre, ¿sabes? Que qué nos pasaba, que veía muy mal a su niño, que nunca lo había visto tan triste y no sé qué más. Le dije que no estábamos bien, pero no le di detalles.
—Ya. A lo mejor deberías haberlo hecho, que se diera cuenta del cerdo que tiene por hijo.
—No podía hacer eso, Sofi. De todas formas, no creo que hiciera falta —dijo Lola. —Ella reconoce los errores de su hijo.
—Pues claro que los conoce. Y viene a convencerte de que sigas con él porque ni se cree la suerte que tiene, el hijo de puta. Que siendo un burro, porque es un puto burro vestido, tenga comiendo de su mano a una chavala como tú. Que no solo tienes muchas cualidades, sino que eres una de las empresarias del momento.
Mi prima agachó la cabeza. Supuse que estaba en algún punto entre el enfado por las cosas que dije de David y el agradecimiento por los halagos que le dediqué a ella. Eran sinceros.
Se pasó el resto de la conversación usando un tono exculpatorio para con David, y duro con ella misma. Supe entonces que Sole tenía razón: era muy probable que no lo dejara. Yo ya me había comprometido con ella a no ser demasiado dura con su hermana, y Sara nos había dado muchos detalles ilustrativos de que no es fácil dejar las relaciones tóxicas. Me contuve, y juro que hice un esfuerzo titánico para hacerlo. Porque no me preocupaba que David estuviera en nuestras vidas, ya que se trataba de reducir el contacto al mínimo. Se trataba del temor a que mi prima formara una familia con aquel ser.
—A ver, no os vengáis abajo —nos dijo Sara durante una conversación en la que no estaba Lola. —No te acuestas un día enamorada y al otro queriendo ser Sole. Es muy complicado. Después de todos estos años, ella ha llegado a pensar que su relación con David es lo normal. Realmente, ella no sabe lo que es estar bien en una relación de pareja, no sabe lo que es que tu novio sea un compañero y un amigo. Tiene una relación… de las de antes.
—¿Y cuándo va a abrir los ojos? —preguntó Sole.
—Vamos a confiar en que todo lo que ella va sabiendo y le vamos diciendo irá calando en su mente poco a poco. Hasta que un día su cabeza termine de hacer clic.
Así que la estrategia ahora era ser sincera, pero solo cuando Lola me lo pidiera y en su justa medida.
En noviembre afronté el primer trabajo de la nueva “era Frefi” del Alameda Magazine. Era así como nos gustaba llamar al tándem que componíamos Fredi y yo. Me tocó cubrir la inauguración de una exposición en la sede de la fundación de un banco, en el centro. Era jueves por la noche y, aunque no me apetecía mucho, tenía que ser profesional.
Me echaba para atrás el nombre del autor, Salvador García. Provenía de una familia sevillana bien, una de esas que había cosechado tanto patrimonio a costa de explotar a otros que sus descendientes podían dedicarse a cualquier cosa menos a trabajar. Y no porque el arte no implique trabajo, no, porque necesita disciplina y esfuerzo. Pero lo que había en las obras de las gentes de la jet era esfuerzo mínimo, una manifiesta falta de talento, deseos de aparentar un espíritu bohemio (bien cubierto con millones en el banco) y mucho, mucho peloteo. Alguna vez, cuando expuse mi opinión a algunos compañeros de la carrera, se rieron. Que yo también era de una familia adinerada, decían.
—La millonaria es Lara, no yo. Y ella no es como esa gentuza.
El comisario de la exposición hizo una larga introducción llena de palabras pomposas y rimbombantes.
—Salvador García se mueve entre el documental y la ficción para ilustrar historias. Historias de transformación personal, de apariciones y desapariciones de lo que damos por hecho y lo que no esperamos. Podrán verlo en dibujos, vídeos e ilustraciones con una composición excepcional, donde destacan los trazos que figuran entre lo inacabable y lo que el espectador debe imaginar, con entidades fijas y aisladas.
“Madre mía, le falta chuparle la polla aquí mismo”, pensé. “Qué rollazo y qué manera de hablar sin decir nada”.
Como era de esperar, el presunto artista fracasó al encontrar el equilibrio entre dar a valer su obra, pero con humildad, o pecar de exceso de soberbia. La balanza se inclinó hacia lo segundo, lo que a mí terminó de hincharme los ovarios.
Lo mejor de la velada fue el champán, como casi siempre. Lo bueno de los pijos es que se esfuerzan por parecerlo y no caen en lo cutre, que eso es cosas de nuevos ricos. Quien tiene patrimonio tiene buen gusto, o eso piensan ellos.
Tenía una copa en la mano y estaba admirando una de aquellas “obras”. Se trataba de una cabeza hecha en cerámica vidriada en cuya cara el autor había querido imprimir un gesto de sufrimiento, como si en Sevilla no tuviéramos bastantes cristos ya. A su lado, compartiendo pie, había una ristra de objetos entre los que figuraban naipes, portadas de periódicos y algo que parecía una corona de flores de tanatorio.
Estaba parada delante de aquello, y preguntándome qué iba a hacer en cuanto saliera de allí, cuando se detuvo a mi lado una mujer que, al parecer, estaba deseosa de compartir sus impresiones.
—¡Vaya! Este hombre cada día me sorprende más —dijo.
La miré. “Otra señora bien de la élite sevillana”, pensé. Tenía el perfil de todas las de su clase: pelo largo de un rubio oxigenado peinado con las puntas hacia dentro, piel muy bronceada en Chipiona o Matalascañas, pantalón de rayas en mostaza y blanco y blusa de satén dorada.
—Me traslada, no sé, el sufrimiento de las personas que se quieren adherir a sus rutinas, pero que también quieren escapar, y lo hacen con vicios y cosas que no les convienen. ¿No te parece?
Contemplé unos segundos más la figura mientras me llegaba olor a Chanel n.º 5. Quizás fue eso lo que me revolvió y me hizo decir:
—Ni siquiera sé qué coño estoy mirando.
Para mi sorpresa, la mujer rio.
—Ya, es que Salva puede ser muy ambiguo. Mira, fíjate en esta de aquí, es de la misma colección. ¿Qué te traslada?
Me guió hasta la figura de al lado, otra cabeza con objetos junto a ella. En este caso, su gesto era alegre y los objetos que se superponían junto a ella eran un teléfono, un ordenador y una copa de vino.
—Esa soy yo contestando emails con toda la cortesía que puedo, mientras pienso que ojalá caiga pronto el meteorito —dije.
Y la mujer rio de nuevo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Sofía. Me llamo Sofía.
—¿Conoces a Salva?
—No. Estoy aquí por el Alameda Magazine.
—¡Ah! Sofía Martín, ¿verdad?
—Eh… Sí.
Me halagaba que me reconocieran, pero sabía que la mayoría de las veces era por mi familia y no por mi trabajo. En Sevilla nos tenían fichados a todos. Sabían dónde trabajábamos y con quién nos relacionábamos, aunque no podía sorprenderme. A mi primo Víctor le gustaba alardear de vez en cuando, si no en los palcos del Sánchez-Pizjuán o del Villamarín, en nuestra caseta de la feria, siempre con un plato de jamón en la mano y ofreciendo a los demás. A él sí le gustaba codearse con la élite, posiblemente con deseos de ganar algo de la inmensa luz que proyectaba su hermana y que a él solo le hacía sombra.
Resultó que mi interlocutora se llamaba Ángeles Álvarez, que era hija del dueño de una cadena de restaurantes de lujo, que ya iba por su tercera generación, y que su marido era ahora quien se ocupaba de su gestión. Ángeles me fue demostrando desde la primera risa que podía ser divertida, interesante y de mente muy abierta. Debía tener entre 35 y 40 años, y tenía una figura espléndida y una cara muy agraciada. Me presentó al artista, del que soy había tomado declaraciones al inicio. Pese a ser su amigo, no cambió mi imagen de él.
—¿Y qué tipo de reportajes hacéis en el blog? —preguntó Ángeles.
—Pues todo lo que tenga que ver con arte y cultura: conciertos, teatros, cine, exposiciones de escultura o pintura, recitales… En fin, de todo. De algunas cosas solo salen notas y de otras hay crónicas y reportajes más completos.
—¡Ah! Veo que estáis ocupados. Es que, verás, tengo en mi casa una colección de joyas familiares muy peculiares. Hace tiempo que le estoy dando la turra a los de Solcaja y a gente del ayuntamiento para que las expongan. La verdad es que están bien valoradas. ¿Tú querrías verlas? A lo mejor, si aparecen en el Alameda Magazine, generan curiosidad.
—Claro, ¿por qué no?
Ya estaba vislumbrando un reportaje sobre el patrimonio que los ricos conservan para nada, y que enlazara con la cantidad de obras de arte que se marchitaban en salones en los que nadie las miraba siquiera. Me presenté en casa de Ángeles al día siguiente con esa intención. Era viernes, me recibió en su inmenso piso de la calle Santo Tomás, junto al Archivo de Indias, y me invitó a pasar con actitud jovial. Estaba sola y llevaba puesto un vestido estampado de corte midi, muy otoñal, en un color burdeos muy acorde con su tono de pelo. Había combinado con botas cowboy, y no pude evitar reconocer que, le viniera de clase o no, tenía estilo.
—¿Qué tal? ¿Cómo se te ha dado el reportaje de Salva?
—Bien, creo. Lo he publicado antes de venir.
—Qué bien, qué diligente. Mira, esto es lo que te decía.
Sobre una mesa del salón tenía desplegadas las joyas de las que me había hablado el día anterior. No eran muchas, solo ocho piezas, pero entre ellas había anillos, pendientes y una tiara. Fue a la que se me fueron los ojos, así que Ángeles comenzó a explicar:
—Esto son diamantes, y esto de aquí es un rubí. La fabricó un joyero parisino a finales de los años 80 del siglo XIX. Y estos son pendientes isabelinos. Están hechos de oro de 18 quilates, diamantes y amatistas.
—Vaya. ¿Cómo tienes esto en tu casa? ¿No tienes miedo de que te los roben?
—Las tengo en una caja de seguridad en el banco. Las he traído hoy mismo para enseñártelas.
Curvé las comisuras de los labios, sorprendida.
—¿De dónde han salido estas joyas? Quiero decir, ¿por qué las tienes tú? Obviamente no soy una experta, pero, por lo que me cuentas, parecen dignas de la alta aristocracia.
—Sí —contestó Ángeles, sonriendo. —Mi bisabuelo era de Ribadesella, en Asturias. En 1880 emigró a Cuba y logró hacer fortuna con el cultivo de la caña de azúcar. Volvió al cabo de los años con mucho dinero e invirtió en la compra de minas en Asturias. Pero, en uno de sus viajes, se enamoró de una sevillana, mi bisabuela, que lo convenció para venirse aquí, aunque no dejó sus negocios allí. Era un hombre con mucha visión. Invirtió en el sector metalúrgico aquí, en Sevilla, y en el químico en Huelva.
—Un indiano —dije.
—Exacto. Como te digo, tenía buen olfato para los negocios, algo que lamentablemente no heredaron las generaciones venideras, pero esa es otra historia. La señora Carmen, su mujer...
—Tu bisabuela —dije, para no perderme.
—Sí. Mi bisabuela era una mujer de su tiempo, ya sabes, una madre abnegada de misa diaria. Pero tenía una perdición, que eran las joyas. Hay registros familiares que vienen a decir, poco más, poco menos, que mi bisabuelo dilapidó la mitad de su fortuna para darle caprichos a mi bisabuela, de la que estaba profundamente enamorado.
—Vaya, curiosa historia.
—¿Verdad que sí? Ya te digo que las generaciones siguientes no invirtieron con tanto tino. Los brazos familiares que surgieron a partir de ahí hicieron lo que pudieron. Mi abuelo compró un restaurante aquí, el Luján. Se quedó como heredero menor, porque fue uno de sus hermanos el que se quedó con la gestión del patrimonio de mi bisabuelo. Con poco éxito, por cierto.
—Ya —dije.
—Mi padre se crió en Luján, viendo a señores poderosos que venían llamados por el buen nombre de la familia. Un restaurante parece poco, en comparación a lo que fueron mis antepasados, pero yo creo que fue un visionario. Vislumbró lo que supondría el sector del lujo y, antes de morir, quiso darle un nuevo enfoque al sitio. ¿Lo conoces?
—Sé que está en Santa Cruz pero, por cuestiones obvias relacionadas con mi presupuesto para ocio, no he ido nunca.
Ángeles sonrió y continuó.
—Mi padre ha sido el encargado de la expansión de Luján. Tenemos dos restaurantes aquí, uno con estrella Michelín, y también en Madrid, Barcelona y Marbella.
“Entonces seguro que Lara lo conoce”, pensé.
Me llamó la atención que no fuera ella quien se ocupara de la gestión de Luján.
—Bueno, ya sabes… Mi padre, al igual que su padre y el padre de su padre, es un hombre muy tradicional. Me quería casada con alguien bien posicionado, como si no hubiera podido hacerlo sola.
Ángeles me siguió hablando de su familia mientras yo hacía fotos y tomaba notas en mi libreta. Me gustaba su modo de expresarse, con esa soltura y esa capacidad de despertar el interés de la otra persona. Cuando alabé su casa, por mera cortesía, comenzó nuevas explicaciones e insistió para que la viera.
—No, mujer, no quiero molestar.
—¡Qué va! Es muy bonita, ya verás, y no me importa en absoluto.
Me guió estancia tras estancia, y lo cierto es que tenía razón: era bonita. Estaba decorada con un estilo muy andaluz, incluso con detalles arabescos, y era enorme. Una de las habitaciones que me mostró era la suya propia, donde supuse que dormía junto a su marido. No creo que tuvieran que tocarse en toda la noche si no querían, de todas formas, porque la cama era inmensa.
Había un conjunto de tres muebles parecidos: una cómoda, una peinadora con espejo y un perchero. Calculé que debían llevar mucho tiempo en la casa. Pasé la mano por algo que colgaba del perchero, que intuí que sería un complemento para el cuello.
—¿Te gusta? Es terciopelo.
—Es bonito.
—Mira, póntelo.
—Ehhh…
Antes de que pudiera negarme, Ángeles había rodeado mi cuello con aquella prenda.
—Te queda bien —dijo.
Por extraño que pareciera, en el espejo de la peinadora no me vi mal con aquello, pese a llevar un simple jersey fino, unos vaqueros y unas botas planas de caña baja que no le pegaban.
—Sí que te queda bien —repitió Ángeles tocando la prenda. Lo hizo tan cerca de mi cara que acarició suavemente mi mejilla.
No me dio tiempo a reaccionar. Se acercó a mí y me besó mientras me sujetaba por los hombros, pero enseguida se retiró.
—Oh, Dios, lo siento, lo siento. Debí, debí…
A continuación fui yo quien la besó a ella, interrumpiendo sus disculpas. Primero fue un pico, luego otro y, a continuación, nos comimos la boca con ganas. El deseo me llevó a agarrarla por la cintura para apretarla contra mí, lo que para ella fue una señal. Comenzamos a quitarnos la ropa, hasta que terminamos desnudas en aquella inmensa cama.
Además de todos los fluidos de su cuerpo, me tragué mis palabras y mis prejuicios. El olor a Chanel n.º 5 que la noche anterior me hizo arrugar la nariz, me lo estaba bebiendo en su cuello sorbo a sorbo. Entre mis dedos se entrelazaban mechones de su pelo oxigenado, que en aquel momento me estaba pareciendo suave como su prenda de terciopelo. Sus largas explicaciones se habían convertido en jadeos, mientras yo admiraba y acariciaba a placer la obra de arte que era su cuerpo.
—Oh, Sofi… —gimió.
Le estaba introduciendo mi lengua en su vagina y subiendo alternativamente al clítoris. Y, cuando se corrió del gusto, me senté sobre su cara para que fuera ella quien me diera placer a mí.
—Oh, me encanta, me encanta, qué bien lo haces —le decía, consiguiendo que ella se esmerara.
Nuestra diferencia de edad era de alrededor de 15 años. Llevé la iniciativa para tomar el control, lo que me excitaba. Me gustaba tener entregada a aquella diosa rubia a la que, en otro contexto, ni siquiera podía aspirar a igualar. Cosas del sexo. Tenemos roles y clases en la vida real, pero en la cama nos quedamos desnudos y abandonamos nuestra posición a cambio de placer. El sexo nos iguala.
Me corrí mientras chupaba sus pezones y rozaba mi clítoris por su muslo, mientras ella me miraba extasiada. Después me tumbé en un lado de la cama, exhausta, y ella se incorporó para acariciarme la espalda y el trasero, sin decir nada.
Reparé entonces en algo en lo que no me había fijado aún. Era un marco de madera con una fotografía, en la que aparecía ella misma rodeada de otras tres personas: a su lado, el que intuí que era su marido. Delante de ellos, dos niños que, según calculé, al momento de la instantánea no tenían más de ocho años.
—¿Eres madre? —pregunté.
—Sí. De Isaac y de Álvaro. Ahora tienen 8 y 10 años.
Me di la vuelta para mirarla a la cara.
—¿Y cómo una señora bien, casada y con hijos, tiene este tipo de encuentros con personas de su mismo sexo?
—No seas cerrada, anda. De vez en cuando le doy algún gusto al cuerpo.
—¿Y sabe tu marido que eres bisexual? —pregunté, directa.
—No soy bisexual, solo me gusta explorar. Y sí, nos permitimos algunos escarceos de vez en cuando.
—Ya veo.
Cuando aún tenía las piernas enredadas con las de Ángeles, caí en la cuenta de que era la segunda vez que me tiraba a alguien que me ofrecía material informativo para mi revista digital. No quería parecer poco profesional, pero no sentí culpa. Había disfrutado e inturía que, con Ángeles, todo quedaría entre nosotras.

