Sofi (6): Melisa
Capítulo 30 de Las rosas de Abril.
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No era consciente del altísimo impacto que podía llegar a causar Lara hasta aquella gala de los Oscar a la que asistió con Harry. Yo evitaba hacer peticiones expresas a mi prima, que bastante tenía ya con la turra que le daban miembros del equipo, patrocinadores, fans y otras gentes que se querían aprovechar de su visibilidad. Su familia tenía que ser un oasis para ella y Sevilla un lugar en el que sentirse como en casa, a salvo, sin necesidad de dejar de ser ella misma en favor del personaje que mostraba en los medios.
Pero tampoco podía obviar que los Oscar eran uno de los eventos culturales más importantes del año y no era frecuente que un sevillano o sevillana pisara esa alfombra roja. Jamás había mencionado a Lara hasta el momento en la revista, pero aquello no podía dejarlo pasar.
Cuando mi prima comunicó en nuestro grupo de WhatsApp todos los pormenores de su asistencia, contestando a las preguntas más aleatorias de Sole, le pedí, como quien no quiere la cosa:
—Pues a ver si me cuentas, que una sevillana en la gala de los Oscar es buen contenido para mi página.
—¡Claro! Te hago un vídeo allí y luego, cuando pase todo, te envío un audio y te cuento. O me llamas si quieres hacer algo más largo. Como quieras.
El mismo día del evento, Lara me envío un vídeo antes de pasar al interior del Dolby Theatre de Los Ángeles, en el que se la veía a ella misma sujetando el móvil. Decía:
“Hola, paisanos. Me alegra mucho que elijáis el Alameda Magazine para estar informados sobre temas culturales de nuestra ciudad. Os mando un abrazo desde la previa de la gala de los Oscar y os enseño un poquito de lo que se cuece por aquí”.
Después giraba la cámara para hacer un barrido y captar lo que tenía a su alrededor. Al fondo se veían gentes del cine posando en la alfombra roja con una nube de fotógrafos enfrente, disparando sus flashes. Fuera de la visión de las cámaras, había pequeños grupos de personas charlando, entre ellos, varios actores y actrices muy cotizados. Yo solo reconocí a los top, pero Fredi me recitó todos los nombres. En el último plano aparecía su novio, de perfil y hablando con un tipo que luego Lara me dijo que era su representante. Mi prima volvió a girar la cámara en el último segundo para mandar un beso y terminar con su brillante sonrisa.
Lara también me envío un par de fotos exclusivas con Harry. Una de ellas era un plano general de los dos, mirándose y sonriendo mientras él la sujetaba por la cintura, y en la que se apreciaban tanto su química como sus atuendos. La otra era un plano medio corto en la que ambos miraban a cámara y tiraban un beso.
Hasta entonces, mi récord de visitas a un post del blog había estado en 12.372, y la media estaba muy por debajo de esa cifra. Aquel post, titulado con un aséptico “La sevillana Lara Martín asiste a la gala de los Oscar”, sobrepasó las 150.000 visitas en solo un par de horas. Habrían sido más si el vídeo y las fotos no se hubieran viralizado en redes, pero yo casi me pensé eliminar el post cuando vi la cantidad de comentarios que debíamos revisar.
Muchos de ellos eran de sevillanos orgullosos de que una paisana estuviera en un evento como aquel, y no cualquiera, sino la mejor deportista del mundo. Otros muchísimos enviaban a la pareja bendiciones, pero también había bastantes criticando a alguno de los dos, sobre todo a ella: que si el maquillaje, que si el peinado, que si el outfit, que si necesitaba tonificar no sé qué parte del cuerpo, que si él hacía mejor pareja con Hanna Jordan… En los peores, que ni siquiera aprobé, la catalogaban de ridícula, hortera y otras lindezas.
Acostumbraba a tratar a Lara con la familiaridad de siempre, y a que ella no hubiera cambiado ni un ápice de su forma de ser con nosotros, pero aquello me hizo sentir vértigo. Yo no era más que la administradora y creadora de un blog local de contenidos culturales, no podía ni imaginarme lo que era tener la exposición de Lara. Agradecí a mi prima el detalle que tuvo con nosotros, claro, porque, además de las visitas, nos llovieron ofertas de contratos publicitarios.
—Lo que quieras, cariño, ya lo sabes —me dijo ella.
Si Lara se convirtió en la enamorada del año en cuanto supimos sobre su relación con Harry, ese título lo ostentó Sole unos meses después. Mi prima pasó de hacer bomba de humo en bares y pubs para consumar el deseo con cualquiera que fuera su conquista de la noche, a que le tuviéramos que rogar que nos hiciera hueco en una agenda copada por el bueno de Arturo. Un chico que me caía muy bien, por cierto.
—Madre mía, Sole. Quién te ha visto y quién te ve —le decíamos.
Sara me sermoneó acerca de mis continuas provocaciones.
—No le des tanta caña, Sofía, por mucha confianza que tengas con ella. La chiquilla está ilusionada por una vez, déjala.
—Sí, ya. Yo solo digo que ella no está acostumbrada a eso y se va a empachar.
—Bueno, eso es cosa suya.
Mis amigas iban cayendo como moscas en las pegajosas telarañas del amor. Sara andaba por entonces con un compañero de clase, dos o tres años menor que ella. Patri, que trabajaba en un gabinete de estética en un centro comercial, encandiló a un repartidor que la vio un día a las puertas de su establecimiento, repartiendo folletos con ofertas. Y Ro acababa de irse a vivir con su novio, un madrileño afincado en el barrio de Bami al que conoció en el hospital, donde ambos trabajaban. Y a ellas se unían Lola y Sole, la primera incapaz de salir del laberinto tenebroso en el que David la tenía encerrada, y la segunda neófita en los términos que exige la monogamia. Es extraño cómo todos renegamos de las relaciones en algún momento, arguyendo que restan libertad y demandan sacrificio. Pero, a la vez, buscamos el abrigo y el soporte de un compañero o compañera que nos quiera y nos entienda tal y como somos.
Advertí a mis amigas por activa y por pasiva que dejaran su actitud caritativa conmigo. Como yo era la única soltera por entonces, se veían en la necesidad de buscarme novia a toda costa, y lo cierto es que desde mi salida definitiva del armario aún no había tenido una relación seria y duradera. Lo único que les pedí fue que hicieran lo posible por no encerrarse por completo en sus cuartos cerrados de encoñadas crónicas, y dedicáramos al menos un día a la semana a reunirnos.
—Me parece estupendo que cuidéis a vuestros “chorbos”, pero las amigas son las amigas. Y aún estamos en la veintena, ya tendréis tiempo de hacer vida de casadas.
No fallaron, pero tampoco me podía quejar de falta de planes por entonces. Lo más parecido a una pareja que tenía en aquel momento era Fredi, mi compañero, amigo y ahora también socio en el Alameda Magazine. Siempre que podíamos, íbamos juntos a todos los eventos a los que nos invitaban, que cada vez eran más: preestrenos de películas, estrenos de teatro, inauguraciones de exposiciones, exhibiciones de flamenco, conciertos y un largo etcétera. También compartíamos libros y sus aprendizajes sobre arte y cultura, y cada vez me sentía más segura, con más criterio, más solvencia y más autoridad para escribir. Me estaba creyendo mi papel de periodista y eliminando algunos miedos y complejos. Cada vez era una firma más consolidada.
Tanto era así, que antes de las fiestas de primavera de aquel año, el ABC nos hizo un encargo estelar. Conocedores de nuestra seriedad profesional y del éxito que estábamos alcanzando, fruto de ese buen hacer y esa determinación, nos propusieron llevar el Alameda Magazine a un encarte semanal los viernes. Sería una pequeña revista de 16 páginas que regalarían con el periódico, contando portada y contraportada, y lo único que nos pidieron fue incluir una agenda con lo más destacado del fin de semana.
—Lo demás es cosa vuestra —nos dijo el director. —Aunque bueno, en la medida de lo posible, conviene que respetéis la línea del medio. Si entra alguien que quiera hacer piezas pagadas os pasaremos el contacto, pero eso también será cosa vuestra.
Consideramos que las condiciones eran buenas porque, a cambio de ver nuestra revista impresa, tendríamos una compensación económica de 300 euros cada uno más el 50% de la publicidad que lograra atraer la publicación. Y a ello se sumaban los ingresos de la web, que seguiría siendo enteramente de nuestra propiedad.
Para hacer frente al nuevo periodo del Alameda Magazine, mucho más exigente, Fredi y yo contratamos a otra redactora. Se trataba de María José, Pepa, una antigua compañera de la universidad a quien nos recomendó nuestra amiga Lucía, también excompañera de clase. Andaba buscando trabajo en Sevilla, según nos informó, y acababa de terminar un contrato de prácticas en Diario de Sevilla. En la sección cultural, precisamente.
Tuve mis reticencias, porque Pepa fue la primera persona con la que me enrollé después de declararme bisexual. Fue durante una barrilada en primero de carrera. No quería que las relaciones personales, influyeran en mi trabajo, ni siquiera la posibilidad de una o las esporádicas que hubiera habido en el pasado. Pero Lucía nos explicó que la chica estaba pasando un mal momento, porque los escasos ingresos de su familia y los meses atrasados de hipoteca los tenían al borde del desahucio. Accedimos porque había sido nuestra compañera y por las credenciales que presentaba.
Los ingresos regulares de la revista, que ya nos reportaban nóminas nada desdeñables, me permitieron hacer frente en solitario a los gastos del apartamento del Pumarejo. Le tenía mucho cariño a aquel piso y me gustaba el sitio en el que estaba ubicado. Conseguí mudarme en segundo de carrera, cuando para hacer frente a mi parte de alquiler y suministros básicos tuve que compaginar trabajos de camarera con los estudios. Dejé la hostelería para dedicarme por entero a la revista cuando le vi futuro y, hasta tener ingresos que me permitieran vivir, iba tirando de ahorros. Pocas veces, muy pocas veces, le pedí ayuda económica a mis padres o a mi hermano. Eso sí, aceptaba los táperes que me mandaba con rigor semanal la buena de Esperanza Navarro, mi abnegada madre. Sus guisos tenían un valor mucho más alto que el dinero que me ahorraba en la cesta de la compra y el tiempo que no tenía que invertir en cocinar.
Fredi, Pepa y yo trabajábamos desde nuestros domicilios particulares cuando no teníamos que cubrir algún evento, pero mi piso del Pumarejo se había convertido en una suerte de sede oficial. Porque, si hasta entonces lo había tenido que compartir siempre con otras dos personas, ahora podía asumir los gastos en solitario, para lo que agradecí las facilidades que me dio la casera.
La tarde de jueves que Pepa se reunió conmigo y con Fredi para cerrar los detalles de su contrato, salimos de mi piso para celebrar el crecimiento de la revista y las buenas perspectivas de futuro que se aventuraban. Al principio estuvimos en el bar de abajo, pero luego, como siempre que la cosa se alargaba, terminamos en el sitio que le daba nombre a nuestra revista: la Alameda.
Continuamos con la cerveza, que pasaron de ir en vaso de caña a botellines. Algún que otro chupito de tequila también cayó, mi licor favorito para ese formato. Y, como los únicos sólidos que llevábamos en el cuerpo eran los altramuces, las aceitunas y las patatas fritas de bolsa que nos había puesto el camarero del bar de debajo de casa, a eso de las 9 nos entró hambre y paramos a pillar unos trozos de pizza.
Yo estaba achispada y, cuando eso se sucede, se me suelta la lengua. Si habitualmente actúo de manera seria y distante con los desconocidos, me basta un poco de alcohol en el cuerpo para convertirme en mi madre, que acostumbra a hacer amigos en sus breves trayectos en el metro.
Había dos chicas intentando seleccionar los sabores de sus pizzas en el escaparate, y una de ellas me llamó la atención. Era alta y de cintura estrecha. Su pronunciado escote dejaba ver su pecho operado y su faldita, que casi no dejaba lugar a la imaginación, coronaba unas piernas larguísimas. Mi tita Amparo, la madre de Lola y Sole, le habría soltado aquel protocolo suyo que nos recitó a mis primas y a mí hasta la extenuación cuando éramos adolescentes: “Si enseñas por arriba, no enseñes por abajo”.
—La cuatro quesos es la mejor de aquí, en mi opinión —dije. —Y la prosciutto también está muy buena. La de york y queso no me la pediría. Casi siempre les queda seca.
Era una cara conocida por allí y Edgar, el chico que atendía tras la barra, solo pudo poner un gesto entre la complicidad y la reprobación impostada, para no ser desleal al negocio.
Mis compañeros y yo nos sentamos en la acera de enfrente para dar salida a nuestros tentempiés, y a pocos metros se sentaron las chicas a las que había aconsejado minutos antes.
—Nos alegramos de haberte hecho caso. Están buenas —dijo una de ellas, la de pelo cobrizo.
—Vengo todas las semanas —afirmé para validar mi criterio.
—¿Sois de por aquí? —preguntó la pelirroja.
—Hispalenses de pura cepa. Bueno, yo de San Pablo, él de El Pedroso y ella de Tomares. Pero bueno, de aquí.
Las chicas sonrieron. No tenían acento sevillano, ni siquiera andaluz, así que supuse que todos aquellos lugares les sonaban a mandarín. Resultó que ellas eran Inma y Melisa, del área metropolitana de Barcelona y que estaban pasando unos días en Sevilla, así que nos estuvieron contando lo que llevaban visto de la ciudad y buscando nuevas recomendaciones. Como yo tenía mucho que contarles y las pizzas no dieron más de sí, se vinieron con nosotros a Tantra para continuar la conversación. Y claro, una cosa llevó a la otra y terminamos hablando del trabajo, los estudios y otros pasajes de nuestra vida personal.
Melisa, la chica más alta y que me había llamado la atención en la pizzería, era aficionada al flamenco. No muy entendida, según ella misma confesó, pero me resultó curioso.
—Es que mis abuelos paternos son andaluces —dijo.
Yo andaba por entonces tratando de instruirme en aquel arte tan nuestro que yo respetaba mucho, y que disfrutaba. De pequeñas, el abuelo nos llevó a algún recital de verano. Mis primos y mi hermano, los que vinieran, acababan correteando por el recinto, pero yo me quedaba a escuchar incluso los palos más “jondos”. Hasta que, ya rendida por el sueño, mi abuelo tenía que juntar dos o tres sillas para que pudiera dormir mientras el recital terminaba, con una chaqueta por encima.
—Hombre, a ver, el flamenco no es lo que era —dijo Melisa. —Ahora incluso en los festivales con más trayectoria se busca lo comercial.
—Ya, bueno, también es normal. Pero oye, a mí no me parece mal que se mezcle. De hecho, es una manera de que perviva —opiné.
—Sí, pero se pierde la esencia.
—Bueno, no tiene por qué. La esencia se conserva en sitios como Jerez, Utrera o Mairena. Hay muchos sitios aquí en Andalucía con mucha afición.
—Y esperemos que no se pierda —apostilló la catalana.
En algún momento, aún en la terraza, Melisa me cantó unas alegrías de Cádiz con una ejecución más que aceptable y un nivel notable de interpretación. Pero resultó muy ecléctica en cuanto a gustos musicales, porque, en cuanto sonó su favorita de reguetón en el interior del local, empezó a perrear hasta el suelo.
La forma en que se movía acaparó las miradas de propios y ajenos. Ahora deleitaba con el twerking, ahora meneando las caderas, ahora haciendo movimientos disociados de cintura que, de cuando en cuando, hacían que se le subiera la camiseta. El reguetón no era mi género, aunque lo toleraba más de lo que mis amigas aguantaban el tecno, pero confieso que ver a una chica atractiva moverse con tanta sensualidad me hace verlo de otro modo.
Supongo que Melisa se dio cuenta de mi babeo figurado, porque quiso sacarme a bailar. Yo me negué enérgicamente, como siempre, así que ella se vio forzada a usarme como barra de pol dance mientras yo permanecía apoyada en la pared. Mis amigas hacían lo mismo con frecuencia cuando querían que entrara en ambiente, pero ni se movían tan bien ni llegaban a excitarme, dada nuestra relación casi fraternal. Melisa, en cambio, me estaba poniendo mala.
En algún momento, con mi lengua suelta por el alcohol, le dije con intención de tantear el terreno:
—Como sigas moviéndote así tan cerca, no sé si me voy a resistir a meterte mano.
Y ella, sin dejar de moverse, se tomó un segundo para susurrarme al oído:
—Yo te dejo hacerme lo que tú quieras, cariño.
Creo que toda la sangre de mi cuerpo se concentró en mi zona genital en aquel momento.
Acabamos enrollándonos, claro, porque Melisa intensificó sus claras provocaciones una vez que yo le confirmé que estaban funcionando. Así que, en algún momento, la cogí por la cintura, hice unos leves movimientos de cadera a modo de transición, solo por recortar distancias, y la besé. Una, dos veces, tres, no sé cuántas fueron. El caso es que yo estaba cada vez más caliente, Pepa cada vez más borracha y Fredi cada vez más cansado. A Inma solo le preocupaba saber cómo llegaría sola al hotel, que estaba cerca, pero mis compañeros se prestaron a acompañarla. Porque todo indicaba que su amiga no pasaría la noche con ella.
Salimos del bar todos al mismo tiempo, aunque en diferentes direcciones. Melisa me dio la mano y emprendimos el camino hacia mi piso, pero me había puesto tan a tono con sus libidinosos movimientos, que quise aprovechar la primera esquina solitaria para meterle la lengua hasta la campanilla, mientras tocaba su trasero por debajo de la falda.
—Espera un poco, cariño, espera —me frenaba ella.
Para cuando llegamos, no se me había bajado ni medio grado de la calentura que llevaba encima. Estaba deseando excavar en toda la hondura flamenca de Melisa, ya me entendéis, pero ella puso una mano sobre la puerta cuando estaba a punto de meter la llave en la cerradura del portal.
—A ver, espera, espera un momento —dijo.
—¿Qué pasa? —pregunté sorprendida, al ver su gesto serio. Hasta el momento, creía que ella se lo estaba pasando tan bien como yo.
—Mira, antes de que sigamos, porque veo que vamos a seguir, tengo… Tengo que ser sincera contigo y decirte algo.
Levanté una ceja de suspicacia y la miré. Ella miró a los lados para estudiar el escenario, se acercó a mí y dijo, bajito:
—Es que soy trans.
Me dejó descolocada. Fruncí el ceño y pestañeé varias veces, como intentando filtrar todas las preguntas que habían comenzado a asediarme internamente.
—A ver, a ver, a ver —atiné a decir. —Te refieres a que eres trans…
—Transfemenina. Quiero decir, que nací con atributos típicamente masculinos, pero soy mujer.
Me quedé de piedra. No voy a entrar en roles de género y de cómo estos marcan incluso nuestro lenguaje corporal, pero hay pistas puramente biológicas que tampoco había visto en Melisa durante la noche. Su voz no era más grave que la de cualquier otra chica y en el cuello no se le intuía nuez. Sus caderas no eran prominentes, pero tenía la cintura marcada, incluso más que yo misma. Y sus piernas se podían contar entre las más bonitas que había visto en mi vida en una mujer.
Caí entonces en la cuenta de que, aunque Melisa me había refregado todas las partes de su cuerpo durante sus bailes, no había pegado su pelvis. De hecho, se había negado expresamente a hacerlo durante el trayecto, cuando yo ya quería empezar a explorar.
—A ver —volví a decir. —No quiero pecar de poco tacto, pero, esos atributos masculinos… Mmm…
Mi murmullo se alargó mientras hacía gestos con la cabeza y con las manos, intentando que ella intuyera lo que quería decir sin tener que decirlo. No lo hizo, o sencillamente quiso que lo dijera yo.
—Quiero decir… ¿Siguen ahí?
—Sí. Los tengo aún, sí. No he transicionado del todo.
Asentí. Luego me quedé mirando al suelo, intentando averiguar cómo iba a salir de aquello.
—A ver, Melisa. Es que verás, yo soy bollera, ¿sabes? Quiero decir, me gustan los coños. He probado pollas a lo largo de mi vida, sí, pero no…
Seguí haciendo gestos con la mano para no tener que decir lo que estaba pensando.
—Joder, lo sabía. Es que siempre igual, de verdad, qué asco.
—A ver, eres una tía increíble, salta a la vista, pero, si vamos a follar… Bueno, tú me entiendes.
—Pues no, no te entiendo.
Melisa había pasado de un tono pedagógico y condescendiente a uno enfadado. Supuse que era porque estaba vislumbrando la posibilidad de quedarse sin follar, pero no. No era eso.
—Eres una tránsfoba —me espetó.
De milagro no tuve que recoger mis ojos en la acera, pues los notaba salidos de las órbitas. En los conflictos yo era más bien echada para delante, pero esa vez me contuve. No por nada, sino porque, durante mi proceso de aceptación de la orientación sexual, había descubierto cuántos conceptos equivocados nos inculcaba la educación heteronormativa. Mejor dicho, cisheteronormativa. En su momento asumí la responsabilidad de desaprender para volver a aprender, así que pregunté:
—¿Qué es exactamente lo que me hace tránsfoba?
Mi duda era genuina y, de hecho, ya estaba sintiendo la culpa de haber dicho algo indebido y haber hecho sentir mal a Melisa.
—¿Pues qué va a ser? Que no quieres follar conmigo porque soy trans.
—¿Qué dices? ¡No! A ver, Melisa, no es eso. Me has atraído desde que te he visto en la pizzería. Me lo he pasado bien contigo. Y creo que me podrías llamar “tránsfoba” si no hubiera querido seguir hablando o bailando contigo de haber sabido antes que eres trans. Pero te estoy diciendo que, bueno, que ya no, justo cuando vamos a intimar.
Melisa me miraba asintiendo con gesto de cansancio y una mano en la cintura. Seguramente, había escuchado mil veces aquel argumento.
—Me estás discriminando por tener polla. Yo pertenezco a un colectivo oprimido y tú me estás rechazando por tener características que definen a ese mismo colectivo, así que eres tránsfoba.
—Pero vamos a ver, Melisa, que yo no te rechazo. Que te repito que eres fantástica y me lo he pasado muy bien contigo, me da igual que seas trans o no. Simplemente, no quiero follar contigo porque no me gustan las pollas.
—A ver, coñofílica. Ni tu orientación sexual ni la de nadie se dirige hacia los genitales. Te atraen las personas de género femenino porque eres bollera, sí, como te he atraído yo antes de que supieras lo que tenía entre las piernas. Te he atraído yo porque soy mujer. Mi pene está en un cuerpo de género femenino, no masculino.
Me iba a explotar la cabeza en aquel momento, así que levanté una mano para que ella me dejara tiempo, cerré los ojos y suspiré.
—A ver. Pero esto es como decirle a una mujer hetero que es homófoba por no querer acostarse con otra mujer.
—Oh, Dios, pero qué vistas estáis. En ese ejemplo que estás poniendo, estás tratando a la mujer como una mujer. A mí no me das ese trato. A mí me estás rechazando por no ser cisnormativa.
—Joder, ¿tengo que pedir perdón porque no quiera que me penetre un nabo?
—¿Dónde pone que follar conmigo implique que te vaya a penetrar? ¿Por qué asumes eso? No sé qué es el sexo para ti, pero para mí se basa en el consenso.
—Ya, para mí también, pero… —dije.
—Das por hecho que te voy a querer penetrar porque me ves como un hombre cis, y no como una mujer. Y eso es transfobia.
Nuevamente, sentí que me iba a explotar la cabeza y solo pude quedarme con la boca abierta. Melisa me miraba con una sonrisa de suficiencia, pensando que su argumento era irrebatible.
—Perdona, ¿me estás haciendo sentir mal por no querer follar contigo? —dije, sobrepasada.
—No, cariño, no seas absurda. Ahora soy YO quien no quiere follar contigo. Nadie te está obligando a nada, no soy una violadora en potencia. Y verme así también es transfobia.
—Y dale con la puta transfobia.
—Mira, nena, te lo voy a explicar tan clarito que hasta tú lo vas a entender. Tú estás rechazando mis genitales porque estás educada en la cisnormatividad, como todes. No has interiorizado tu supuesta aceptación hacia las personas trans, porque no te entra en la cabeza que un pene pueda estar en un cuerpo de mujer. Me estás negando mi identidad. Y mira, mi dignidad no tiene nada que ver con el valor que tú le des a mis genitales, ¿te enteras?
—Pero, a ver, que yo…
—Mira, chica, yo me voy a dormir, que me estás dando mucha pereza ya. Ahora no me voy a poner a explicártelo todo.
—¿Me acusas varias veces de tránsfoba, haciéndome sentir mal, y no te detienes a explicar con paciencia? —repliqué, indignada.
—Mira, no estás obligada a acostarte con nadie. Nunca jamás. Y si te acuso de tránsfoba no es para que te sientas mal. Todes somos un poco tránsfobes, hasta yo me descubro a veces siéndolo, porque la sociedad es radicalmente cisnormativa. Solo te sugiero que te lo plantees, nada más. Lee un poquito, hija, que siendo periodista y del colectivo ya te hubiera pegado hacerlo. Ahí te quedas, guapa.
Dicho esto, Melisa se giró y me dejó en mitad de la calle, ojiplática y con la cabeza a punto de estallar. La observé alejarse con la boca abierta, y solo cuando desapareció de mi vista logré reaccionar. Subí hasta mi piso tratando de procesar toda la información nueva que acababa de recibir. Cada argumento que, según Melisa, venía a confirmar que era una tránsfoba.
Si ella tenía razón o no, no lo sabía en aquel momento. Pero estaba claro que, además de formarme en temas culturales, tenía que seguir instruyéndome en cuestiones de identidad, sexo, género y orientaciones sexuales.

