Sofi (7): Lo que pasó en Turín
Capítulo 35 de Las rosas de Abril.
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De mi grupo de amigas, sin duda, yo era la más reservada. No tan abierta como Sara, Patri o Ro, y menos aún tan indiscreta como Sole. Más en la línea de Lola, aunque sospecho que su mutismo era más bien autocensura. Simplemente, prefería evitar hablar de su novio.
De la mitad de tías con las que me iba ni siquiera se enteraban. Solo cuando consideraba que mi encuentro debía transcender por algún motivo, como me sucedió con Melisa, hablaba sobre ello. Pero ya que Sole ha sido tan impertinente, contaré lo que pasó en aquella final de la UEFA Europa League de Turín.
El partido estaba a punto de comenzar en el estadio de la Juventus cuando, entre palmas y cánticos, yo distinguí una cabeza rubia tres o cuatro filas por debajo de la nuestra. Pelo oxigenado, largo, liso, puntas hacia dentro. Se giró, me miró y vi el rostro moreno de Ángeles, la mujer que quiso enseñarme su colección de joyas familiares en su casa del centro. Aquella con la que acabé teniendo una sesión épica en la cama que hubiera merecido otro buen reportaje. Estaba junto a un hombre al que, de espaldas, no reconocí.
No sabía de dónde había salido. Llegamos a Turín el martes por la tarde, llevábamos más de dos días en la ciudad. Habíamos saludado a prácticamente todas las personalidades desplazadas hasta allí, y compartido buena parte de la fiesta previa con ellas. A Ángeles no la había visto en ningún momento, y menos aún me la había cruzado por los palcos del Sánchez-Pizjuán en algún partido anterior.
Traté de concentrarme en el encuentro, pensando en que lo único que me faltaba para estallar de los nervios era haber hecho contacto visual con aquella divinidad rubia. Se la veía elegante desde detrás, con pantalón vaquero ceñido, chupa de cuero negro y la bufanda del Sevilla liada en su contorno, a modo de cinturón. Jugada que miraba sobre el césped, movimiento de Ángeles que distinguía en la grada. Mi mente quería estar en el juego, pero mis ojos se dirigían hacia ella casi sin recibir la orden, de forma involuntaria.
A ella debía de sucederle algo similar, porque nuestras miradas se cruzaron varias veces pese a que, en su caso, eso implicaba girar la cabeza. No podía soportar más la tensión, así que tras alguno de aquellos cruces, dije a mis primas que iba al baño y salí apresurada buscando el más cercano.
Entré brevemente en uno de los cubículos, dudando entre vomitar o mear. Salí al lavabo para lavarme las manos, y me estaba poniendo agua en la nuca cuando oí unos pasos detrás de mí. Levanté la vista y, a través del espejo, vi que se trataba de Ángeles. Me giré para observarla, sin decir nada, y ella tampoco necesitó usar las palabras vanas de las introducciones. Ni “hola”, ni “no esperaba verte por aquí”, ni “cómo estás”.
—He estado a punto de llamarte mil veces —dijo. —Me mataban las ganas de volver a verte.
No me moví. La observé mientras permanecía apoyada en el lavabo, intentando tomar aire. Ella dio unos pasos en mi dirección, lo que sirvió para que me llegara el olor de su perfume y escuchar el sonido sordo de sus botas de tacón pisando el suelo.
—No sabes las veces que he deseado estar, al menos, así de cerca —dijo.
Y luego se quedó mirándome, esperando deseosa a que fuera yo quien dijera algo.
—Joder, Ángeles.
Fue todo lo que salió de mi boca. Acto seguido, me acerqué a ella y la empujé al interior del cubículo mientras la besaba, de forma impetuosa, sin darle tiempo a reaccionar siquiera. La puerta resonó detrás de mí cuando la cerré con brusquedad, para que nadie viera todo lo que quería hacerle a Ángeles.
Ella me miraba con la respiración agitada, nerviosa pero dispuesta, con la boca entreabierta. Me avivó su sumisión. Le quité la bufanda que llevaba anudada y le desabroché el pantalón, sin que ella opusiera resistencia alguna ni entonces ni cuando se lo bajé hasta los tobillos. Hice lo mismo con sus bragas, y después la puse contra la pared para besarla de nuevo mientras le acariciaba el vientre, la vulva e introducía por fin mis dedos en lo más hondo de su cuerpo esbelto. Ella gemía, pero los sonidos que emitía quedaban ahogados por miles de voces que, al otro lado, protestaban no sé qué falta o se lamentaban por no sé qué gol que no entró.
—Oh, Sofi.
Estaba absorta en el cuello de Ángeles y recreándome en una cavidad carnosa cuya profundidad quería afanarme en explorar. Que dijera mi nombre me sacó del trance, así que la agarré por los hombros para dirigirla al váter y que se sentara sobre él. Abrí sus piernas a todo lo que daba la anchura y hundí mi nariz en su vulva, con el deseo de quien quiere comer algo que le encanta y la fiereza de toda la tensión acumulada entre el juego y la cercanía de Ángeles.
Me recreaba en su exquisito clítoris, repasaba su abertura vaginal con la lengua, encajaba mis dedos en su interior. Y, de en cuando en cuando, miraba su rostro demudado por el placer, con los ojos cerrados y la boca entreabierta.
—Oh, Sofi —repitió entre susurros.
Y fue otra llamada. Esta vez hasta su pecho, al que llegué cuando le arranqué la chupa y la camiseta que llevaba puesta. Con la pericia de quien suele usarlos, desabroché su sujetador para descubrir sus turgentes pechos, con los pezones largos y duros. Quise sentirlos entre mis labios de inmediato, así que los chupé mientras mis dedos se resistían a abandonar el interior de Ángeles.
Me aparté para mirarla un segundo y recrearme en su visión. Permanecía frente a mí sentada, desnuda, abierta, entregada, rendida. Aguardando, ya casi vencida, a que yo terminara de deshacerla por completo en el placer más intenso. No quise hacerla esperar. Volqué en ella toda la pericia que hubiera podido reunir en los encuentros sexuales cosechados hasta entonces, y me esmeré en la exquisita Ángeles con fervor casi religioso.
Quería hacerla gritar, que nos oyera hasta el último aficionado consagrado a los lances del juego, ajeno a lo que tenía lugar en apenas dos metros cuadrados ocultos en las entrañas del estadio.
Acobardada por unos pasos cercanos, que afortunadamente pasaron de largo, no gritó. Pero sí gimió. Gimió dejando escapar ni nombre con voz entrecortada cuando se corrió.
—Oh, Sofi, Sofi, Sofía.
Y escuchar mi nombre en su boca, salido de lo más hondo de sí misma, para mí fue más que suficiente.
En cuanto recuperó el aliento, sujeté el óvalo de su rostro con las manos y le di un beso lento, como intentando que mi esencia se quedara en sus labios.
—La próxima vez, no te lo piensas tanto y llámame. Te voy a estar esperando —dije.
Acto seguido, salí del cubículo y me refresqué brevemente en el lavabo con idea de volver a las gradas. Iba recreándome en los detalles de aquel memorable encuentro cuando me sobresaltó la figura de alguien en medio de una zona de acceso a las gradas desierta. Subí la mirada y vi al hombre que, por su ropa, supe que era quien había estado junto a Ángeles durante el partido. Ahora también, al verle la cara, identifiqué al hombre que aparecía en la foto de la mesita de noche de mi deidad rubia. Era su marido.
No le dije nada, él a mí tampoco. Le sostuve la mirada mientras pasaba a su lado, y tentada estuve a emitir una sonrisa de suficiencia y decirle: “¿Tú también la haces gemir como yo?”. Me contuve y, altiva, me alejé. No me hizo falta estar saciada para volver satisfecha junto a mis primas, a las que me limité a decir que estaba demasiado nerviosa como para concentrarme en el partido. Vi a Ángeles y a su marido volver a sus localidades ya en el descanso, que el árbitro pitó poco después. No nos volvimos a mirar ni una vez.
Ninguno de los dos estuvo en la fiesta postpartido, así que no pude fijarme en si saludaban a Lara. Le hubiera preguntado a ella con disimulo, pero me tocó hacer la investigación por mi cuenta. Julen, se llamaba él. Traía ganas de saber quién era aquel tipo de apariencia ruda, pero no mal parecido, desde que volvimos de Turín.
Julen Millán era vasco y estaba emparentado con la línea principal de herederos de Siderometalúrgica Mayor de Vizcaya. Su tío fue el fundador del grupo industrial e inmobiliario más importante del país, Millán Gil, era íntimo del Rey e hizo también carrera en la política. Con el último gobierno franquista, más en concreto, y a partir del 76 se incorporó al grupo político que acogió a todos los huérfanos de la dictadura. Vamos, que como otros tantos en España en aquella época, se acostó una noche siendo un fascista y se levantó reconvertido en demócrata al día siguiente.
Siderometalúrgica Mayor de Vizcaya fue la mayor empresa española del siglo XX, resultado de la unión de varias compañías de comunidades como el País Vasco, Cantabria y Asturias. Entre ellas, alguna del bisabuelo de Ángeles, el que se casó con una sevillana obsesionada con las joyas que ilustraron el reportaje del Alameda Magazine. Todo queda entre unos pocos cuando se trata de élites económicas. Y no era este el caso, pero en ciertas esferas se alcanzan niveles de endogamia preocupantes para la salud.
El padre de Julen se ocupó de algunos negocios de su hermano, aunque nunca ostentó el poder de aquel. Exactamente igual que el padre de Ángeles no permaneció en la línea directa de sucesión de su bisabuelo, el indiano. Aún así, estaba claro que cuidaban sus compañías y sus uniones matrimoniales, con tal de conservar unos cuantos privilegios ya más simbólicos que otra cosa. Algunos nombres propios pesan tanto que determinan las vidas de todos los que lo ostentan.
Tres días tardó Ángeles en llamarme, tres. Aterrizamos en Sevilla desde Turín un viernes a mediodía, momento en que mis primas se dispersaron cada una en sus quehaceres. Que, básicamente, consistían en trabajar y cuidar sus demandantes relaciones de pareja.
Era lunes por la mañana. Julen estaba ocupado con los proveedores del Luján y con algún negocio más que la familia tenía entre manos. Los niños estaban en el colegio, y Ángeles había decidido ocupar su mañana conmigo. Yo estaba trabajando en casa cuando me escribió, redactando el reportaje de una jornada sobre arte sacro que había tenido lugar el día anterior. Despaché el texto como pude para reunirme con Ángeles, a quien agradecí haberme sacado de aquel tedio, y me planté en su casa de la calle Santo Tomás en una hora.
Me abrió sin que tuviera que anunciar mi nombre. Subí sin hacer ruido, como si temiera que mis pisadas fueran a adelantar a algún vecino información inapropiada sobre lo que iba a pasar a continuación. A Ángeles, en cambio, no parecían importarles otros residentes en absoluto. Estaba apoyada en el quicio de la puerta llevando un vestido lencero burdeos, con tela satinada y encajes en el pecho y en los bajos. En lugar de su clásico estilismo de pelo liso y puntas hacia dentro, se había hecho unas ondas suaves. “Joder, qué buena está, la hija de puta”, pensé al verla.
Me acordé del ímpetu con el que había actuado en nuestro último encuentro, y esta vez quise ser yo la que se dejara dominar. Ni siquiera contesté al “Hola” de Ángeles. Me la comí con los ojos desde que entré, pero dejé que ella llevara la iniciativa. Me dio la mano para guiarme hasta la habitación y, sin decir nada, se quitó el lencero para dejar ver su cuerpo esbelto y bronceado, que no llevaba nada más encima. Después se tumbó en el centro de aquella cama inmensa mientras yo la observaba, y se abrió de piernas ya intuyendo que el deseo me estaba consumiendo.
—Dime qué me vas a hacer —dijo.
—Te voy a comer la boca mientras te magreo entera y por donde yo quiera, eso para empezar. Luego te voy a chupar esos pezones duros que tienes, y los voy a morder. Tranquila, no te va a doler, pero vas a gritar.
—¿Y qué más? —preguntó, con mirada sugerente.
—Después te voy a lamer de arriba a abajo, de las tetas al coño. Ahí me pienso recrear, porque lo tienes tan blando, tan suave y tan rico que voy a querer hartarme.
—¿De verdad?
—Sí. También te voy a meter los dedos en lo más hondo, y voy a mirar la cara de zorra que pones cuando lo hago como sé que te gusta.
Ángeles suspiró.
—Empieza ya.
—No. Antes voy a desnudarme. Y, mientras tanto, quiero ver cómo te tocas tú. Quiero ver cómo te disfrutas.
Ángeles obedeció mientras yo me desnudaba. Sentí la zona genital a punto de explotar viendo cómo movía los dedos sobre su clítoris, de manera rítmica y suave, completando círculos. De su carne rosada sobresalía el color coral de las uñas, cuidadas con una manicura impecable. Ángeles era elegante, femenina y muy sexy. Mi estilo desenfadado, incluso descuidado, era muy diferente al de que aquella señora bien que invertía buena parte de su tiempo en lucir perfecta.
Le hice todo lo que le había anunciado, claro, punto a punto, sin saltarme una sola coma. Más bien introduciendo cosas que no le dije que le haría. Y luego ella me hizo lo que quiso a mí. Y repetimos, al menos hasta dos veces. Seguimos intercambiando movimientos acompasados, caricias, lametones y mordiscos. Seguimos comiéndonos. Y cuando ya estábamos exhaustas, cuando parecíamos haber intercambiado toda nuestra saliva, nuestros fluidos y nuestro aliento para quedar vacías, nos tumbamos una junto a la otra sobre el colchón. Ángeles se colocó de costado, yo hice lo mismo. Pasé las yemas de mis dedos por sus labios, los mismos que acababa de repasar con mi lengua.
—¿Va a ser algo habitual esto? Que me llames cualquier día entre semana para follar mientras estás sola en casa, digo —le pregunté.
—Mientras tú respondas, sí.
Respondí en las siguientes ocasiones, claro. Porque, para entonces, Ángeles me generaba verdadera fascinación. Quizás solo fuera una atracción física que ella sabía explotar bien no solo cuidando el envase, sino generando interés al expresarse cuando hablaba y utilizaba su lenguaje corporal. Quizás es que la erigí sin querer como referente. Porque, si bien yo no envidiaba nada de sus convencionalismos, he de reconocer que llamaba mi atención esa vida de aparente éxito: atractiva, bien posicionada, con contactos, con ocupaciones y con metas.
Su casa de Santo Tomás se convirtió en una base clandestina en la que desplegar todas nuestras armas de seducción. Estuve allí muchas mañanas mientras su familia era retenida por la cotidianeidad, aparentemente ajenos (o indiferentes) al romance de la esposa y madre. Muy pocas veces me crucé con algún trabajador del servicio doméstico, que actuaron como si yo fuera invisible. No mirarme era como no saber, y en las casas de gentes adineradas es mejor no saber cuando no eres miembro de la familia.
Nadie podía atisbar siquiera que, fuera de los eventos culturales en los que pudiéramos coincidir, Ángeles y yo compartíamos intimidad. Debíamos ser neutrales en los saludos, incluso distantes, pero nuestra pasión sí conoció otros escenarios fuera de Sevilla.
A finales de mayo, Lola, Sole y yo viajamos a París para acompañar a Lara en Roland Garros. Mi prima progresó con solvencia en las rondas previas, pero su aventura no duró mucho más. Cayó en cuartos de final, lo que le costó críticas de propios y ajenos, tanto miembros de su equipo como la prensa. En cierto modo, compadecía a Lara. Sabía que ella sentía que el tenis le había robado mucha vida personal, aunque también le había dado otras tantas satisfacciones. Se debatía constantemente entre continuar con su férreo compromiso con el deporte o ir cosechando proyectos profesionales y personales más allá del tenis. Estaba determinada a encontrar un equilibrio que nunca parecía ser suficiente, pues en su entorno no hacían más que “tironearla” de un lado a otro: su equipo para que no fallara, su novio para que se comprometiera más con la relación, la familia para que nos dedicara tiempo.
Mirando atrás, siento que debería haber prestado más atención a mi familia en aquella época, pero yo tenía otras cosas en las que pensar. Un fin de semana de principios de junio, ya cuando habíamos vuelto a Sevilla desde París, los suegros de Ángeles, los abuelos vascos, reclamaron a los niños en Bilbao. Que tenían ganas de verlos, que aún quedaba mucho para agosto y para que ellos pasaran unos días en el piso que su hijo y la nuera tenían en Conil. Allá fueron los tres, los dos niños y su padre, mientras Ángeles se quedaba en Sevilla maquinando un plan. Una escapada a Conil con su amante, más en concreto, solo con el deseo de variar el escenario. Por ver si otro sitio nos inspiraba tan buenas mañanas, tardes y noches de amor como la casa principal de Sevilla.
Me escabullí como pude. A mis amigas les conté que visitaría algunos lugares de la costa sola, para desconectar, y aprovecharía para hacer un reportaje que pusiera en valor el atractivo cultural de las localidades más visitadas en verano por los sevillanos. Solo le conté la verdad a Fredi, mi socio, para que me cubriera y sin dar muchos detalles sobre mi compañía.
No hace falta profundizar, solo decir que esa Ángeles comedida, prudente y distinguida que se dejaba ver en público era un volcán en la cama. La seguí a donde quiso llevarme, dentro o fuera del chalet, hipnotizada por el contoneo de sus caderas que, aquel fin de semana, supe que podían llevarme donde quisieran. Pero no fueron sus andares ni sus jadeos lo que me hizo sentir que estaba perdida. Siempre son peores las palabras.
La estaba besando tras una de nuestras gloriosas sesiones cuando le dije:
—¿Sabes que me encantas, verdad? Que me gustas muchísimo.
—Tú a mí también —contestó ella.
—Bueno, en realidad… Es más que eso —confesé.
Ángeles frunció el ceño.
—¿Estás enamorada? —preguntó.
Lo pensé unos instantes, y luego respondí:
—No lo sé. Pero quiero que esto siga pasando. Quiero seguir viéndote.
—Me seguirás viendo.
—¿De verdad? —insistí.
—Sí, cariño. Nos seguiremos viendo porque me encanta estar contigo. Y porque te tengo en alta estima.
Ser consciente de que hubiera preferido un “Te quiero” me provocó una punzada de angustia. Algo me decía que aquello no estaba bien. Alguna vez se me encendió una alerta que me indicaba que, temeraria, me estaba asomando a un abismo. Y que Ángeles aún no me había dado signos de que fuera a agarrarme de la mano para saltar conmigo. Que en el último momento se aferraría a la cuerda que le tendería su marido y a mí me dejaría caer sola.
Días después de aquella escapada de amantes, Sole me llamó al móvil. Que donde andaba, que estaba perdida, que llevaba muchos días sin verme.
—Pues hija, lo mismo te digo. Eres tú quien está “encoñá” —dije, obviando el hecho de que yo también lo estaba.
Mi prima ignoró la pulla.
—Sofi, tenemos que vernos hoy. Tengo que contarte algo que ha pasado, y es muy fuerte.
Sole tendía al drama, pero su tono de voz me alarmó.
—¿Ha pasado algo grave? —pregunté.
—No es muy muy grave, pero ya no podemos esperar más. Tenemos que actuar ya.
—¿Es algo que te ha pasado? ¿Algo con Arturo? ¿O de la familia? ¿O de las amigas?
—Es sobre mi hermana. Ha superado todos los límites.

