Sofi (8): La mujer casada

Capítulo 40 de Las rosas de Abril.

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Ángeles fue la primera persona por la que sentí que podía perder el control, y eso me asustaba. No recordaba haber experimentado una sensación similar desde mis años de confusión en materia de orientación sexual. La adolescencia fue particularmente difícil.

No lograba ver a los chicos como algo más que mis amigos o compañeros de clase, mientras que las chicas se pasaban el día hablando de ellos y coqueteando. Me esforcé por encajar, así que pasé por el aro cuando alguno me propuso que nos liáramos. Todo era muy mecánico, desangelado, falto de un mínimo de entusiasmo. No estaba en sintonía con ellos, que cerraban los ojos mientras introducían su lengua en mi boca y me tocaban el trasero y los juveniles pechos aún por formar. Y parecían disfrutar con ello, lo que yo no hacía cuando me animaba a palpar aquellos peculiares tubos de carne.

Mi primera vez fue con Cristian, un chico del barrio, con casi 17 años. En la pandilla habíamos alquilado una casa deshabitada para celebrar las fiestas de Navidad. Cristian estaba por mí y habíamos tonteado, en mi caso, más por seguirle el rollo y hacerme deseable para los otros chicos y chicas. Por encajar. Hasta que una tarde de domingo me agarró de la mano y me guio hasta una habitación vacía de la casa. Por cama no teníamos más que dos bolsas de basura de las que habíamos usado para cubrir las paredes de la fiesta. Y, con el único preámbulo de unos besos mal dados y mis propios huesos clavados contra el suelo, me penetró. Con condón, claro.

Me provocó dolor, pero, al margen de algún sonido sordo que podría haberse confundido con un gemido de placer, no me quejé. Orgullosa y obstinada, no quería que Cristian saliera de allí diciendo que había hecho gritar a la Sofi. Porque lo diría, claro que lo diría. Tenía que hacerse el gallito con los chicos del barrio.

A mí bien poco me importaba lo que dijeran los tíos, y menos lo que las tías dijeran sobre lo que ellos me hacían o dejaban de hacer en la oscuridad de los callejones. Lo que sí me importaba, y me atormentaba, es que yo no me moría por un beso de Cristian, de Fran o de Ángel. Yo deseaba que me besaran esas chicas que estaban por ellos, y de las que ellos pasaban como de la mierda. A las que, cuando prestaban atención, era solo para tratar como a pedazos de carne. Tati, quien luego se hizo novia de Cristian, fue la primera chica de la que me enamoré. Quise evitarles a toda costa, lo que Sole interpretó como celos hacia ella por estar con el chico que me lo había hecho por primera vez. Pero no, mis celos eran hacia él.

La universidad y el contacto con gentes de estilos de vida muy diferentes fue un soplo de aire fresco. Hablaban con tanta naturalidad de relaciones de pareja y sexo homosexual, sin escatimar en detalles, que por fin pude normalizar lo que sentía y dejar de autocensurarme. Tras enrollarme con Pepa durante una barrilada en primero de carrera, estuve preparada. Fue una liberación hablarle a mis amigos y mi familia sobre mi orientación sexual. Y no porque estuviera obligada a salir de armario alguno, sino por dejar de sentir que ocultaba algo importante de mi identidad.

Tuve mis primeras relaciones sexuales con mujeres por entonces. Tenía prisas por explorar, porque me sentía inexperta en aquellas lides, y el sexo con chicas era muy diferente a lo que sea que tuve con chicos. Con ellas eran más caricias y miradas, una conexión más sensorial y emocional. Ellos se recreaban más en lo visual, con su falo siempre como elemento central del proceso. Cuando me dieron placer a mí fue a modo de transacción, de mero prolegómeno. Porque el propósito era siempre meterla.

Siempre he tenido fijación por mujeres hetero o "heterocuriosas", qué puntería la mía. Durante la carrera me enamoré de Lucía, que después pasó a ser una gran amiga. Ella debió darse cuenta de algo, porque se le ocurrió organizarme un casting de pretendientes hombres para darme largas. Claro, como supuestamente yo era bisexual, también ellos debían de gustarme. Pero Lucía me clavaba una aguja en el talón, cuyo recorrido de dolor se extendía hasta el pecho, cada vez que me sugería el nombre de un tío con el que me podía liar.

Mi segunda salida del armario fue ante Sole. Porque le estaba contando mis movidas con Lucía, mientras mi prima no paraba de interrumpirme para explicarme no sé qué cosa con no sé qué tío.

—El tío me ha regalado una pulsera de Pandora. Pero es que a mí ni me gusta ni nada, ¿le estoy dando pie a algo si la acepto? —me contaba Sole.

—No. Lo que te quiera regalar es cosa suya —decía yo por otro lado. —Pero Sole, te estaba hablando. Te estaba diciendo que me gusta una chavala de mi clase, y que no quiero nada con los tíos que me quiere presentar porque… Bueno, porque...

—¿Qué pasa? Que eres bollera y no bi, ¿no?

—Ssssí. Sí —confesé, sorprendida.

—Ya lo sabía, hija, me había dado cuenta. Ahora díselo a ella. Y ayúdame con esto, joder, que me trae de cabeza. ¿Qué hago con este tío?

Mi prima no solo disipó en un segundo la angustia que yo llegué a sentir, sino que la naturalidad con la que se lo tomó me dio confianza. No volví a sentir inseguridad o confusión por asuntos amorosos hasta Ángeles, como decía.

Durante el verano apenas habíamos podido deslizarnos a hurtadillas a algún rincón en el que disfrutarnos, por las vacaciones de los niños, del marido y su prolongada estancia veraniega en Conil. Pero la vuelta a la rutina de septiembre vio renacer nuestro deseo, que, lejos de apagarse, solo se había contenido.

Me di cuenta enseguida que, para ella, nuestros encuentros suponían un balón de oxígeno en la sucesión de días con sus hábitos repetitivos. Pero, para mí, eran mucho más. Enamorada como estaba, tenía ingredientes suficientes para montar en mi cabeza la obra completa: que mi rubia vivía bajo el yugo del convencionalismo más conservador, el de las apariencias y el miedo al qué dirán; que estaba harta de su padre, por señalarle con insistencia el carril de un estilo de vida que no debía dejar; y también cansada de su marido, con el que se casó más por agradar a su familia que otra cosa, y que se había convertido en otra figura masculina que la sometía. Por supuesto, en aquella narrativa que yo me había creado, Ángeles también estaba enamorada de mí y deseaba escapar conmigo. Si no me lo decía, porque no lo hacía, era por temor a que sus hijos perdieran bienestar y privilegios.

Solo los gemidos, los jadeos y las obscenidades del sexo sucio cortaban nuestros silencios cuando follábamos. Pero después, acurrucadas una contra la otra, mujer contra mujer, ella no pasaba de temas de conversación generales. Y yo intentaba llevarla a un terreno pantanoso que consideraba que debía atravesar, para luego tomar la senda dichosa de la liberación personal.

—Te conservas muy bien para tener casi 37 —le dije con sorna en uno de nuestros encuentros, pasándole un dedo por el abdomen.

—Mi trabajo me cuesta, no te creas —respondió.

—Estás como un tren y me pones muchísimo —confesé.

Ella sonrió.

—Pero… No me gustaría que los disgustos estropearan esta preciosa cara y este cuerpazo —dije, adentrándome en temas escabrosos.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella, poniéndose en guardia.

—Bueno, a que… A que las “amargaeras” te afecten física y psicológicamente. A que te condenaras a ti misma a aceptar lo que no quieres por miedo a…

—Sofi, no. No vayas por ahí, por favor. Sabes que no.

—Vale, vale —contesté, resignada de nuevo al ver que se había cerrado, como hace la planta mimosa al tocarla.

Anduve desaparecida por aquella época, sí. No tanto físicamente, porque presente sí que me hacía, pero cuando estaba no estaba. Permanecía desconectada, y todo me parecía demasiado mundano y aburrido. Perdí interés en problemas ajenos, aun cuando algunos de ellos asolaban a personas que, para mí, eran sagradas: mi familia. En mi fuero interno, llegué a culpar a Lola por lo mal que estaba terminando con David, por haber aguantado tantos años con él. Y, aunque no se lo dije, también cuestionaba a Lara por haber iniciado una relación de pareja en el momento cumbre de su carrera. Había sacrificado media vida para ser la mejor del mundo en lo suyo. Y ahora, en lugar de saborear las mieles del éxito, se andaba debatiendo entre ceder o no ceder ante un hombre que ni de coña tendría que renunciar a tanto como ella.

En cuanto al Alameda Magazine, en aquella etapa sentí que no teníamos techo. Obviamente lo había, pero yo no podía vislumbrarlo, y eso, a veces, me agobiaba. Hacía unos meses que se había estrenado la nueva web, que me encantaba. Combinaba un estilo sobrio con uno juvenil, muy acorde con el grupo que conformábamos Fredi, Pepa y yo. Queríamos trasladar seriedad y ecuanimidad con nuestro trabajo, pero también un estilo fresco y joven con textos que, además, se fijaran especialmente en lo que hicieran las nuevas generaciones.

Nos repartíamos la agenda como podíamos entre los tres, además de tareas administrativas y de marketing y publicidad. Estas últimas las teníamos un poco más descuidadas, así que mi hermano me puso en contacto con la agencia de comunicación de unos amigos suyos que podían ofrecernos una solución y un presupuesto a medida. Actuarían como comerciales, lo que implicaba llevarse un piquito de las ventas por publicidad, y tendrían al día nuestras redes sociales. Suponía un gasto, claro, pero tener a personas especializadas en la tarea nos daba seguridad: la parcela no quedaría descuidada, se podrían explotar nuevas oportunidades y, sobre todo, nos dejaba más tiempo para hacer lo que realmente nos gustaba y se nos daba bien. Que era hacer preguntas, escribir y todo lo que conllevaba hacer periodismo cultural.

Tan bien llevábamos el proyecto entre los tres y tan conocidos éramos ya en los eventos de la ciudad que ABC nos propuso trabajar desde la redacción, lo que nos proveía un lugar de trabajo. Un paso más después de encomendarnos la revista especial de los viernes.

Tras las crisis económica, el periódico remodeló la plantilla. Vamos, que despidió gente, así que había bastante espacio. Nosotros nos habíamos constituido como pequeña sociedad corporativa especializada en servicios informativos culturales, así que no suponíamos nóminas ni seguros que pagar. Sabían que no teníamos sede oficial y, para compensar la mala imagen que siempre acarrean los despidos, nos propusieron usar su sitio cuando quisiéramos.

Aquello me costó más de una provocación de Javi, mi hermano.

—Fíjate, ella, que se pasó media adolescencia dibujando ases de “Anarquía” metidas en círculos. Y ahora trabajando para un periódico monárquico —me decía.

—No trabajo para ellos, sino con ellos. No son mis jefes, son mis iguales.

—Ya, en el extremo opuesto.

—Son quienes me han dado la oportunidad. La verdad es que la política me importa un pie. Yo solo quiero prosperar e instruir a las masas.

Javi rio ante lo último, con lo que lógicamente estaba bromeando.

—Tú sabes que todo es política. Seguro que Fredi no piensa igual. Además, te pueden dar igual las siglas de los partidos, pero los principios no se deberían perder nunca.

A mí hermano le gustaba picarme y eso era lo que hacía. En cuanto a Fredi, que sí que tenía ideas progresistas muy definidas, la idea no le pareció mal siempre que lo dejaran escribir tranquilo. Pero a mi amigo le pasó como a la inmensa mayoría de periodistas que trabajan para los medios del establishment, que terminó por someterse a la autocensura. Si era consciente de que lo hacía, nunca lo reconoció, pero el medio no dejaba de tener una línea editorial que debía respetar. Y sus textos gustaban mucho porque Fredi era muy bueno escribiendo, así que le propusieron realizar semanalmente la crítica de cine en el papel. Que debía ser exclusiva, claro, porque en la web de Alameda Magazine teníamos la nuestra propia.

A esas alturas, el medio ya nos generaba una cantidad de ingresos digno de un redactor con varias años de experiencia. Y todo con un proyecto que nació como algo mío, que yo misma había trabajado, que ahora empleaba a otros dos compañeros y que, en definitiva, no podía proporcionarme más orgullo.

Pero lo personal opacaba lo profesional, y yo aquellos días no tenía asiento para nada. Me mata que se me acuse de falta de rigor o de profesionalidad, pero por entonces anduve sobrevolando ciertas líneas rojas que contravenían mi integridad y mis principios, entre los cuales estaban la disciplina y el trabajo duro.

Ángeles se metía en cada recoveco de mi mente, poniendo en un brete mi capacidad de concentración. Lograba adentrarse entre los blancos y negros a los que intentaba llevar mi cabeza cuando el tiempo apremiaba y había crónicas, reportajes o artículos a medio escribir. Varias veces tuve que pedir ayuda, aunque afortunadamente mis compañeros y amigos se mostraban muy empáticos conmigo. Y, en cierto modo, me veían como la jefa.

—¿Estás bien? ¿Crees que necesitas unas vacaciones? ¿Desconectar? Es normal que estés agobiada, Sofi —me preguntó Pepa en cierta ocasión.

—No, no. Es que se me ha atragantado la crónica de la exposición del Santa Inés.

—Bueno. Déjame tu libreta. Entre lo que anotaste y la nota de prensa, algo podré sacar. Te la paso luego para que la revises y la publiques.

—Gracias, Pepa. Muchas gracias.

Pepa no solo se había demostrado eficiente y profesional, sino que nos vino bien su personalidad dulce, amable y candorosa para contrarrestar mi, a veces, exceso de carácter. Se había convertido en amiga, más que solo en compañera de clase y luego de trabajo, aunque alguna vez levantó mis suspicacias al alabarme. “Eres genial, Sofi, de verdad. Una luchadora nata”, me repetía de vez en cuando. Se me pasó por la cabeza que fuera peloteo o, por insólito que pareciera, que Pepa tuviera los besos furtivos que nos dimos en aquella barrilada más presentes que yo.

Pensaba en Ángeles por el deseo de estar con ella, pero también por la inquietud que me producía nuestra relación. Todo era perfecto durante el sexo, pero, saliendo de lo puramente carnal, me daba una de cal y otra de arena. Mi parte racional me decía que debía conformarme con ello, y me instaba a asumir que, para Ángeles, yo era puro entretenimiento. Pero mi parte emocional, la enamorada, se negaba a creerlo y se revelaba. Así que no solo tuve movidas con mi amante, sino, peor aún, conmigo misma.

Una de aquellas mañanas de otoño, cuando quedamos después de insistirle mucho, Ángeles me dijo que no podríamos vernos las próximas semanas. Lo hizo cuando las dos retozábamos sobre su cama después del sexo.

—Estamos a punto de abrir un restaurante nuevo, esta vez en Cádiz. Tenemos que reunirnos con los de la inmobiliaria, albañiles, decorador, proveedores… Voy a tener mucho lío.

—¿Y no se ocupa de eso tu marido? —pregunté.

—En esto tenemos que estar los dos. Es mucho trabajo. Además, la heredera del negocio soy yo.

—En teoría, claro. Luego, en la práctica, es otra cosa —dije.

—Bueno, lo que sea. No tienes nada que opinar de esto, Sofía. Son cosas mías. De mi familia.

—Ya, pero me estás apartando. Y eso me jode, ¿sabes? Tú quieres jugar al Risk con tu restaurante y conquistar no sé qué tierras, y a mí me estás dando de lado. Y luego me volverás a llamar y yo volveré a estar ahí —protesté.

—Las dos disfrutamos con esto. Vienes porque quieres, Sofía. Si dijeras que no, lo entendería.

—Pues ya no puedo decir que no. Me gustaría, pero no puedo —confesé.

Ángeles suspiró. Después se quedó en silencio, como intentando atrapar alguna dosis de paciencia que anduviera flotando en el ambiente. Se levantó y, con toda la calma que pudo reunir, comenzó a vestirse.

—Será mejor que te vayas, Sofía.

—¿Que me vaya? ¿Me estás diciendo que no vamos a poder vernos en semanas, puede que meses, y quieres que me vaya ya? —pregunté, levantándome de la cama para enfrentarla.

—Creo que deberíamos aprovechar este tiempo para… para… Bueno, para terminar con esto.

Me quedé lívida y, por un momento, sentí que el edificio entero se había caído sobre mi pecho. Y, entre los escombros, casi podía distinguir a una Ángeles ilesa y exultante, con vestido ceñido y zapatos de tacón, como las femme fatale. Entre la tristeza, la frustración y la ira, elevé el tono para dirigirme a ella.

—¿Estás terminando conmigo?

—Puede que sea lo mejor, Sofi. Cada vez estás más pillada y esperas más cosas de mí. Yo no puedo darte más de lo que te doy, y ya me expongo mucho. Lo siento.

—¿Que te expones mucho? ¿A qué? ¿A la ira de tu marido?

—No supongas nada. No lo conoces, no sabes cómo es.

—A él no, pero a ti sí. Sientes más de lo que dices. Lo sé, lo he visto.

Ángeles no contestó, pero yo me agarré al hecho de que no lo hubiera negado y obvié que tampoco reconoció que sí, que sentía algo más. Intenté tranquilizarme.

—No voy a pedirte nada. No te voy a pedir que nos fuguemos juntas… por ahora. Lo único que te pido es que me dediques tiempo y que no me apartes de tu vida por grandes e interesantes que sean tus proyectos.

Exageré el tono al decir “grandes e interesantes”, lo que Ángeles interpretó como una forma de hacer de menos sus proyectos. Viéndolo con perspectiva, reconozco que mis maneras destilaron mucha toxicidad.

—Ya te dedico tiempo, ¿vale? El que tengo. No puedo hacer más —dijo.

—Sí, migajas, es lo que me das. Migajas entre las horas con tu bonita familia bien, que tan bien queda en todos sitios, tu “trabajo” (o lo que sea que tengas) y las horas y horas que le dedicas a tu imagen personal. ¿Para qué? ¿Para gustarle a tu marido? ¿O a las flamantes personalidades con las te juntas?

Me arrepentí al momento de algunas de las cosas que dije e hice, como las comillas que dibujé en el aire al mencionar la palabra “trabajo”. A mi carácter, ya de por sí áspero y mordaz, se había sumado el enfado y la frustración. El despecho.

Ángeles se quedó mirándome, con la mandíbula apretada y los ojos achinados, esperando a que terminara. Luego dijo:

—No te voy a permitir que me cuestiones, ¿te enteras? Que te quede claro que lo tú y yo hacemos es follar, FOLLAR. Más allá de mis gustos sexuales, no sabes nada de mí, ni de mi historia, ni de mi familia. Si te has pillado, es únicamente tu problema.

Me dolieron las palabras de Ángeles, por mucho que mi lado racional se hubiera empeñado en hacérmelo ver desde el principio. Me sentí utilizada, ninguneada, humillada, reducida a una mera cortesana a la que la reina llamaba de vez en cuando a su alcoba para divertirse. Se me puso un nudo en la garganta, pero mi orgullo no iba a dejar que la situación se resolviera prorrumpiendo en llanto y con un abrazo consolador de Ángeles.

Me vestí de manera apresurada, y pude ver por el rabillo del ojo como mi amante relajaba el gesto. Probablemente, ella también había dicho cosas que no quería decir. Al terminar, antes de salir por la puerta, dije:

—Tienes razón, es mejor terminar. Me voy. No hace falta que me saludes cuando me veas por ahí. Céntrate en guardar las apariencias de señora bien.

En el trayecto hasta la puerta, deseé con todas mis fuerzas que Ángeles me detuviera y me fustigué mentalmente por haber pronunciado la última frase. Quizás haber terminado en una posición de víctima la hubiera forzado a sentir culpa y llamarme.

Casi corrí hasta mi apartamento del Pumarejo, sin ser capaz de contener unos primeros sollozos que me hicieron transitar las calles como dolorosa bajo palio. Y, en la soledad de mi piso, lloré hasta quedarme sin fuerzas.

Evité a mi familia y amigas en los días siguientes, y apenas entablé conversación en la redacción de ABC con mis compañeros. Es más, desaparecí un par de veces con la excusa de trabajar mejor desde casa, lo que creo que ellos agradecieron. Porque, irascible como estaba, me mostraba especialmente borde.

Me recluí en la soledad tras la ruptura por no dar explicaciones, lo que hubiera supuesto tener que contar toda mi historia con Ángeles. Se me agotaban las excusas para no quedar y, aunque temí que el aislamiento me acabara haciendo vulnerable, me juré no llamarla. Incluso borré su número de la agenda y todas nuestras conversaciones, para no rememorar momentos con ella, aunque no fui capaz de bloquearla.

Una semana después de nuestra pelea, ya casi decidida a continuar con mi vida, recibí un mensaje de Whatsapp.

—Se tapea muy bien en Casa Valeriano.

Se trataba del bar de debajo de casa y, aunque la foto de perfil no la mostraba, supe de inmediato que era ella. Desde el balcón se veían la mayoría de las mesas de la terraza, y en una de aquellas estaba Ángeles. Me estremecí al verla, con su pelo rubio suelto, unas enormes gafas de sol, jersey y pantalón negro y gabardina camel. Tan sofisticada y tan sexy como siempre.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

—Baja, te invito a algo y te lo digo —contestó ella.

—No. Lo dejaste claro la última vez, era mejor terminar. Y yo ahora también lo creo.

—Quería pedirte disculpas. Me pasé. No te traté bien.

—No, no lo hiciste.

Camuflada detrás de las cortinas de uno de los dos balcones que daban a la plaza, observé a Ángeles teclear en el móvil. La conservación continuó.

—No fui honesta contigo, ¿sabes? —escribió ella.

—Ya lo sospechaba —contesté, mordaz.

—Para mí también era más que follar.

Sentí un revoltijo de emociones atravesarme el tronco entero, desde el estómago a la garganta, dejando calor instalado en mi pecho. Una parte de mí quería bajar tal y como estaba, con sudadera, leggins y zapatillas de andar por casa. Quería besar a Ángeles con toda la pasión, sin importar quién estuviera mirando, y coger su mano para guiarla hasta mi cama. Pero me contuve.

—Es tarde para que me lo digas, ¿sabes? Quédate con tu marido. Yo estoy intentando olvidarte.

—Yo no creo que lo haga. Porque no quiero hacerlo.

No volví a contestar. Me quedé de pie detrás de la ventana, con el móvil en la mano y mirando si Ángeles continuaba tecleando. Supongo que esperaba que lo hiciera yo, porque se limitaba a observar la pantalla. No lo hice, así que ella lo bloqueó y lo dejó sobre la mesa. No miró hacia arriba en ningún momento, pero estoy segura de que sabía que la estaba observando.

Se me había secado la boca por unos nervios que sentía tan densos que casi era capaz de masticarlos. Miles de preguntas me asaltaban: ¿por qué había venido? ¿Por qué ahora? ¿Quería recuperar su juguetito, que era yo? ¿O es que también ella estaba enamorada? ¿Debía ir en su búsqueda? ¿Debía dejarlo estar?

Todas las preguntas quedaron respondidas en una acción muy concreta, que realicé de manera casi involuntaria. Minutos después de dejar el móvil en la mesa, Ángeles volvió a cogerlo para guardarlo en su bolso e hizo el gesto de pedir la cuenta. Nelson, el camarero, volvió instantes después con el tique en la mano y se lo tendió sobre un platillo plateado, y mi adorada rubia depositó unas monedas, agarró su bolso y se levantó.

Fue entonces cuando yo, poseída por no sé que espíritu, abrí el balcón y salí a la mañana de noviembre para gritar:

—¡Sube!

Varias cabezas se giraron, pero prosiguieron su camino cuando vieron que mi mirada solo estaba posada en una persona. Ella emprendió los pasos hacia mi portal.

Corrí al rellano para pulsar el botón que abría la puerta del portal y abrí la del apartamento. Enseguida escuché un rítmico sonido sordo, el de las botas de tacón de Ángeles subiendo las escaleras del edificio. La imaginé con el bolso colgando de su antebrazo y apenas deslizando las yemas de sus manos suaves por el pasamanos. Y fue así, justamente, como la vi unos instantes después, cuando llegó a mi descansillo. Me sonrió.

—Mi edificio no tiene tanto glamour como el tuyo —dije.

—Es perfecto solo porque tú vives en él.

Ángeles ni siquiera se esperó a que estuviéramos en el piso, y me besó cuando aún estábamos en el rellano. Yo di unos pasos atrás para guiarla dentro y cerré la puerta detrás de mí, mientras ella me seguía sin separarse. No sé si fue su perfume, su tacto o su sabor, pero algo me alertó, me detuve y me separé.

—No quiero esto. No quiero, lo siento —dije.

Ella me miró y suspiró. Asintió muy lentamente, y luego se giró en dirección a la puerta. Le agarré un brazo para retenerla.

—Lo que no quiero es que vengas, me deshagas entera y luego te vayas de nuevo. Porque tú puedes seguir con tu vida y tu rutina, pero yo no puedo dejar de pensar en cuándo volverá a pasar. Te quiero, Ángeles —dije.

Ángeles me dedicó una mirada felina, con ojos muy abiertos y penetrantes. Después dijo:

—Yo también te quiero, Sofía. Y también me cuesta dejar de pensar en ti. Por eso he venido. Y para pedirte perdón por…

No la dejé continuar. Me abalancé sobre ella con premura, agarré el óvalo de su rostro y la besé, para retomar la tarea donde la habíamos dejado, empujándola suavemente hacia el sofá. Y luego lo de siempre, pero como nunca: los ojos cerrados, la boca abierta, las manos prestas a desnudar a la otra, a acariciar su piel, a explorar su interior. Sus pezones entre mis labios, mis labios sobre los suyos, la lengua codiciosa en su boca y en su sexo, los dedos adentrándose en las cavidades. Las prisas del deseo, el placer, el éxtasis, la veneración y, esta vez, la plenitud de saber que ella sentía lo mismo que yo. Quizás por eso sentí el orgasmo más intenso que había experimentado con ella, casi partiéndome en dos, casi abriendo mi pecho en canal para que mi corazón se saliera y entregárselo.

Todavía jadeábamos cuando, abrazadas sobre el sofá, mi cuerpo sobre el suyo, le pregunté:

—¿De verdad me quieres?

—Sí. Pero tienes que dejarme espacio y tiempo, por favor. Ten paciencia, cariño —respondió, acariciando mi pómulo con el pulgar.

—La tendré —dije, decidida.

En aquel momento, no me pregunté por el entorno de Ángeles, ni por su marido, ni por sus hijos, ni por su padre. Lo cierto es que ninguno de ellos me importaba los más mínimo, pues para mí todos eran, incluyendo a los niños, elementos que me alejaban de Ángeles. Brazos oscuros que se empeñaban en rodear su cuerpo, que era el mío, para arrastrarlo a ese mundo de sombras en el que la obligaban a permanecer.

Pero, aunque yo me empeñara en ignorarlo, el mundo de Ángeles seguía ahí y no tardaría en colisionar con él. Sucedió una noche de viernes, durante la inauguración de una exposición en el ICAS a la que me comprometí a acercarme. La autora era una sevillana bohemia que, pese a sus orígenes humildes, había demostrado habilidad en las relaciones sociales y se había ganado a la jet. Alguna que otra figura notoria se dejaría caer por allí, aunque Ángeles no me había dicho que fuera a ir.

Me comprometí a cubrirlo para darle a Fredi tiempo para ponerse al día con el máster, pues mi amigo había decidido hacerlo en dos años para atender bien sus compromisos profesionales. Pepa, por su parte, quería pasar el fin de semana en Tomares con su familia, que no atravesaba una buena situación.

Mi Ángeles no apareció por el ICAS aquella noche, pero sí lo hizo alguien que podía utilizar el posesivo “mi” con más derecho: su marido. Llegó cuando ya había comenzado la presentación. Yo estaba de pie en las últimas filas y, al sentir unos pasos detrás de mí, me giré y lo vi. Nos cruzamos una mirada de sorpresa inicialmente, que luego pasó a ser fría. Lo cierto es que me atravesó una sensación gélida y paralizante que contrastaba mucho con lo que sentía cuando veía a Ángeles.

Terminadas las presentaciones de rigor, me sumí en la visión de los cuadros que tenía ante mí y casi me olvidé de Julen Millán Gil. La sala era enorme y yo, probablemente evitando cruzarme con él, había comenzado por el extremo opuesto a aquel en el que se concentraba el público. Estaba tan absorta en los trazos de un rostro sobre uno de los lienzos que ni oí unos pasos acercarse. Si los oí no reparé en ellos, porque la sala estaba llena de gente.

—Así que tú eres Sofía, ¿no? —dijo una voz masculina.

Me giré para comprobar que se trataba de Julen, y me resultó curioso que lo conociera a él en un contexto muy similar al que conocí a su mujer. Mi amante.

Lo miré y asentí brevemente, seria, antes de volver la vista al cuadro.

—Ángeles me ha hablado mucho de ti.

Volví a dirigirle mi mirada, sorprendida por la afirmación y preguntándome si sería verdad.

—Me ha dicho que lo pasáis muy bien las mañanas en casa, y que también conoces el chalet de Conil.

Me quedé de piedra, pero lo disimulé. Quería mantener una expresión neutra, por el contexto y por mi total desinterés en mantener una conversación con él. Ya la pediría explicaciones a Ángeles sobre aquello. Me dirigí hacia uno de los lienzos más grandes, situado a unos metros, con tal de poner distancia respecto a Julen. Fue en vano, porque lo escuché venir por detrás, se acercó por la espalda y me dijo:

—Alguna vez me gustaría divertirme a mí también.

Lo hizo susurrándome al oído, con su pecho casi pegado a mi espalda y una mano disimulada en mi cintura.

La repulsión que sentí fue tal que no pude evitar darle un codazo en las costillas y espetarle un “¿Qué haces, cabrón?” que retumbó en las paredes de la sala e hizo que varias cabezas alrededor se giraran. Él disimuló, y yo agaché la cabeza para evitar hacer contacto visual con alguien, y me dirigí a otra zona casi desierta de la sala.

Apenas pude concentrarme en el resto de la exposición, y me devané los sesos para averiguar cómo iba a salir de allí sin tener que encontrármelo de nuevo. Me sentía asqueada desde lo más hondo, no sé si por el tacto de Julen, por lo repulsivo de su proposición o por no saber cómo conocía la información que me acababa de trasladar. ¿Se lo había contado Ángeles? ¿Había sido en un contexto sosegado de intimidad o de presión y deseos de sometimiento? Con aquella sensación, tampoco pude evitar preguntarme dónde coño me había metido.