Sofi (9): Sevilla-Madrid
Capítulo 45 Y ÚLTIMO de Las rosas de Abril (incluye notas finales).
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Durante los meses que Ángeles y yo nos anduvimos escabullendo a rincones de intimidad para disfrutarnos, pensar en ella implicaba sentir deseo. En el día a día, tenía que esforzarme para evitar que su imagen se deslizara a cada recoveco de mi mente, impidiéndome hacer cualquier tarea cotidiana. Pero todo cambió después de aquel encuentro con Julen, su marido. A partir de aquel momento, pensar en ella suponía acordarme también de él, y que algo se me revolviera desde las tripas a la garganta. El recuerdo de aquel encuentro en el ICAS no solo me revolvía las entrañas, sino que me confirmaba que Julen Millán Gil era un sujeto de la peor calaña. Repulsivo, vicioso, dominante y, en definitiva, peligroso.
Guardé las distancias con Ángeles después de aquella noche, por miedo. Dejé de escribirle con tanta frecuencia, y a ella, si le extrañó, no dio visos de preocupación o recelo. Se me pasó por la cabeza que ella estuviera al tanto del desagradable encuentro con Julen, pero no. Ángeles me quería, me lo había dicho. Se había presentado en mi casa después de romper conmigo porque me echaba de menos, y porque por fin estaba dispuesta a asumir lo que sentía. Y era que estaba enamorada, como yo de ella, y no estaba dispuesta a dejarme ir. Yo a ella tampoco.
Así que, unas semanas después de la repugnante proposición de su marido, decidí volver a ponerme en contacto con ella. Según pasaban los días, lo veía más y más claro: Julen estaban intentando separarnos. Se había enterado de que nuestro idilio iba más allá de una simple aventura o de unos cuantos escarceos amorosos, y pensaba que era hora de atar a su mujer en corto. Que toleraría que ella tuviera un juguetito con el que divertirse un rato, nada más, y que haría cualquier cosa por proteger su estatus.
Para la gente así, la institución del matrimonio era sagrada y no solo por lo religioso, sino por la sociedad que conformaban sus miembros. Lo que construyen es mucho más que amor y, de hecho, el amor es lo de menos en esos casos. Lo que importa es el vínculo que se crea entre dos familias, remar en la misma dirección por la prosperidad de su pequeño imperio y luchar para que sus hijos tengan, como mínimo, los mismos privilegios. Es la conciencia de las clases adineradas. Saben a qué mundo pertenecen, se sienten por encima de los demás y están dispuestos a cualquier cosa por mantenerse en la élite.
En algún momento, sentí que era hora de iniciar mi propia cruzada para rescatar a mi preciosa Ángeles de aquel mundo maldito. Comencé con llamadas y mensajes. Nos vimos alguna vez, siempre cuando ella quiso. Le bastaba con decirme día y hora, y yo me presentaba en su casa con la presteza de alguien del servicio, que sabe que será despedido si no lo hace. Cuando me daba largas no era porque no quisiera verme, suponía, porque se moría por hacerlo. Era porque su marido mantenía tensa la cuerda en torno a su cuello.
Estaba tan enfrascada en mi propia historia y en la revista que, sinceramente, me vino mal que Lara y Sole anduvieran tan hundidas por entonces. Veía sus historias mucho menos importantes que la mía, claro. Las suyas eran propias de adolescentes, de la que se enamora del chico guapo superexpuesto que le da boleto en cuanto le sale algo que le conviene más, y la de quien no es capaz de reprimir el deseo. Como si, en lugar de ser una mujer racional, fuera una mona en celo.
Sabía que Sole, especialmente, me necesitaba. Pese a nuestras obvias diferencias de personalidad, ella me consideraba su mejor amiga, igual que al revés. Era de las pocas personas que encajaba mis momentos más mordaces, en los que las palabras me salían lacerantes como fusta. Mi prima, después de todo, no era de las que preferían una caricia en el lomo en lugar de unas verdades dichas al momento justo. Pero, aquellos días, se sentía mal. Y no se merecía que la machacaran más.
Fui a visitarla de vez en cuando, pero no con una preocupación genuina, sino porque me sentía obligada a hacerlo. Estaba escuchando su enésimo lamento cuando salté como una bomba.
—¿Tan imposible es perdonar una infidelidad? Yo a él lo perdonaría —dijo mi prima.
—Pero él está en su derecho de no querer hacerlo —respondí.
—Pues no sé qué más hacer. Ya le he pedido perdón llorando, le he suplicado. ¿Qué más…?
—Sole, no tienes que hacer nada más. La has cagado, punto. Ahora tienes que dejarle tiempo y espacio. Ya te ha dicho que no quiere estar contigo, ¿no? Pues no quiere y punto, tendrás que aceptarlo —dije, con tono duro.
—Pero él me quiere. Sé que me quiere.
—Sí, y por eso mismo está dolido. Porque te quiere, confiaba en ti y le has fallado.
—Fue un error, ¡un error! Todo el mundo comete errores, ¿no? —dijo mi prima, con voz temblorosa. Estaba a punto de echarse a llorar.
—Una infidelidad no es un error, Sole. Es una decisión. Tú decidiste tirarte a Nando, porque no le diste importancia a lo que tenías con Arturo.
—¿Cómo puedes decirme eso? ¿Por qué me machacas más?
—Porque estoy harta de escuchar tus lamentos. Porque, después de lo que le hiciste, parece que él te debe algo a ti. ¿Por qué? ¿Porque lo quieres, supuestamente? No te debe nada, Sole. Así que asúmelo, acéptalo y pasa de fase ya.
Mi prima se quedó en silencio, mirando a un punto fijo. Después, ya casi sin poder contener las lágrimas dijo:
—Si has venido a hundirme más, te puedes ir.
Me levanté sin mirarla y me dirigí a la puerta, sin decir nada más. Antes de cerrar, escuché a Sole llorar, pero no me volví.
Desperté al día siguiente sintiéndome mal por la forma en que le hablé a Sole, pero ni le escribí a ella ni intervine en nuestro grupo de Whatsapp con Lara. Lola había preguntado cómo andaban las del mal de amores y ellas expusieron su propia crónica emocional, pero no dije nada. Poco después, además, me habló mi musa rubia. Con solo un “¿Te vienes a las 11 h a mi casa? Tengo muchas ganas de verte, plumilla”, me sumió en un estado gravitatorio, me puso una sonrisa en la cara y disipó cualquier mal sabor de boca que tuviera por culpa de las pesadas de mis primas.
Cuando llegué a su apartamento en el centro, Ángeles me esperaba apoyada en el quicio de la puerta, como era su costumbre. Aquel día se había decantado por un vestido ceñido de punto en beige, que señalaba sus bonitas formas, y unas botas altas de color camel. En lugar de llevar el pelo suelto, se lo había recogido en un moño bajo, y un par de mechones de pelo le caían a ambos lado de la cara.
Hacía dos semanas que no la veía y no pude evitar dejarme llevar por el ímpetu. Ni siquiera llegamos a la habitación, al menos, no para el primero. Me guiaba hasta el dormitorio principal de la mano, pero, al pasar por el salón, tiré de ella y la empujé sobre el sofá.
—Uuuhhh. Vienes con ganas, ¿no? —preguntó.
—De ti, siempre.
Le quité las botas y luego, haciendo uso de toda mi fuerza, moví su cuerpo para que se colocara en cuadrupedia sobre el sofá, con las rodillas y las manos sobre el tapizado. Me puse detrás, lubriqué su sexo con mi lengua mientras escuchaba sus primeros gemidos, y luego introduje mis dedos en su vagina mientras le lamía el trasero. Lo llevaba depilado, así que me recreé. Salía y entraba de su interior para acariciar también su clítoris, sin dejar de lamer. Hasta que, tras minutos de lujuriosa insistencia, oí los gemidos de su primer orgasmo.
—Aullando así, y a cuatro patas, pareces una perra —le dije al oído.
Como respuesta, Ángeles se puso de pie y me besó mientras me empujaba a la habitación. Las dos éramos fogosas y, en nuestros encuentros, siempre nos comíamos con ganas. No recuerdo ninguna ocasión en la que echáramos solo un polvo, y aquel día no fue menos.
No sé decir si me gustaba más ver cómo se corría o enredarme con ella después del sexo. Después de nuestras frenéticas sesiones, me gustaba besar su cuello, recrearme en el tacto de su piel con mis labios y aspirar su aroma. En aquellos momentos, siempre deseaba que me dijera cuánto me quería, pero no lo hacía. En algún momento, mientras acariciaba mi espalda, me daba un par de palmadas en el trasero y me decía: “Bueno, anda, es hora de moverse”.
Yo odiaba ese instante y siempre le pedía que me dejara recrearme en ella un ratito más, como cuando de pequeña te despiertan para ir al colegio. Algunos días despertaba en Ángeles cierta ternura y, sonriendo, accedía. Otros, en cambio, se levantaba para dejarme sola entre las sábanas. Justo lo que hizo aquel día.
—Sofi, venga, sabes que me tengo que ir —dijo.
—¿Cuándo vamos a volver a vernos? —pregunté, molesta y levantándome de la cama.
—No lo sé. En cuanto pueda, ¿vale? —respondió ella, con las dos manos sobre mis hombros.
En aquel momento, miré la fotografía de la mesita de noche, en la que ella aparecía con su marido y sus dos hijos. Me armé de valor y, con todo el sosiego que pude, me dispuse a contarle aquel encuentro con su marido, semanas antes.
—Oye, Ángeles, ¿puedo hablar contigo un segundo?
—Sofi, a los niños les queda poco para salir del colegio, yo…
—Solo será un momento —insistí.
Ángeles suspiró.
—Dime —dijo.
—Verás, hace unas semanas estuve en el ICAS en la presentación de una exposición. Y vi a… a tu marido.
—Sí —asintió Ángeles, extrañada.
—Cuando terminó la presentación, yo estuve viendo algunos cuadros y… él se acercó.
—¿Se acercó a ti? —preguntó.
—Sí. Yo estaba de espaldas y él vino y me preguntó si yo era Sofía. Asentí con la cabeza y sin mirarlo, la verdad es que estaba cortada. Su actitud no me estaba pareciendo muy apropiada, teniendo en cuenta que tú y yo… Bueno… Ya sabes.
—Ya —dijo Ángeles.
—Me dijo que le habías hablado mucho de mí, que sabía que solíamos vernos aquí en tu casa, y que también habíamos estado en Conil.
Ángeles asintió lentamente, pero no dijo nada. Me miraba extrañada y en guardia ante cualquier nueva información que pudiera darle.
—Yo me cambié de sitio porque me estaba haciendo sentir incómoda, ¿sabes? Pero él volvió a venir por mi espalda, me pegó el pecho, me puso una mano en la cintura y, susurrando, me dijo: “Alguna vez me gustaría pasarlo bien a mí también”.
Se le fue el color del rostro en aquel momento, y entreabrió la boca por la sorpresa. Después se quedó en silencio unos instantes, supongo que procesando lo que acababa de decirle, hasta que dijo:
—Ehhh… Bueno… No le prestes atención a Julen. Él es… Es un cachondo, ¿sabes? Probablemente estaba bromeando contigo.
Su respuesta me dejó pasmada.
—¿Cómo? ¿Le estás quitando importancia a que el cerdo de tu marido me moleste así en un lugar público? ¿Con un comportamiento tan poco apropiado? —dije, enfadada.
—Vale, Sofía, tranquila. Creo que estás exagerando un poco.
—¿Exagerando? ¿Tienes idea del asco que me dio? ¿Cuántos años tiene? ¿20 más que yo? Me pega el pecho, me agarra de la cintura, me hace una proposición asquerosa, ¿y tú lo defiendes?
—Conmigo te llevas 13 años, no es para tanto. No quieras ser tan adulta para unas cosas y tan niña para otras.
Estaba tan desconcertada por las palabras de Ángeles que no pude más que ponerme la ropa con rapidez y salir pitando sin decirle nada. Cuando estaba a punto de atravesar la puerta del dormitorio, la oí decir:
—Sofi, por favor, no hagas esto. No te vayas así.
No me molesté en contestarle. Salí de su casa prometiéndome que, la próxima vez que quisiera verme, si sucedía, no acudiría a ella como el perro a su amo, meneando el rabito. Si me había repugnado el encuentro con Julen, la reacción de Ángeles me había parecido mucho peor.
Días después, coincidimos en un recital de flamenco en el Espacio Santa Clara. El cantaor era Manolo Caramelo, un utrerano de solo 23 años que el verano anterior se había alzado con el premio en el Festival Internacional de Cante de las Minas de La Unión. Lo había entrevistado ya por entonces, y lo cierto es que me encantaba escucharlo cantar. Era viernes por la noche y, tras el recital, había quedado con Sara y Fredi para tomar algo por la Alameda.
Al llegar al antiguo convento, vi a Ángeles y a Julen charlando con otra pareja. Sentí un frío en la espalda, pero intenté apartar cualquier mal pensamiento. No había hablado con ella desde entonces, sabía que en cualquier momento se podía producir un encuentro como aquel y no estaba dispuesta a que aquellos dos pijos me dieran la noche. Ocupé un asiento en la última fila, donde me gustaba sentarme para escribir tranquilamente, y no los miré en toda la velada.
Sin embargo, en algún momento Ángeles se levantó en dirección a la salida. No hizo contacto visual conmigo, aunque estoy segura de que sabía perfectamente dónde estaba. Sus pasos se detuvieron de repente justo detrás de mí, y estaba a punto de girarme cuando la oí decir:
—Acompáñame al baño.
Suspiré. Me lo pensé unos instantes, pero, finalmente, seguí a Ángeles hasta el baño del pasillo. Cuando llegué, se estaba lavando las manos en el lavabo, disimulando, y me acordé de nuestro segundo encuentro en el estadio de la Juventus en Turín, el día de la final de la UEFA Europa League del Sevilla contra el Benfica.
—¿Qué quieres? Estoy trabajando —dije, seca.
—Ya, ya, lo sé. Lo siento. Oye, quería pedirte perdón por… mi actitud tan poco empática del otro día. Entiendo que Julen te hiciera sentir mal, pero le quité importancia. Tal vez porque era mejor negar lo que sentías que asumir la incomodidad de saber que lo que hizo estuvo mal —dijo.
—Ya. Pero aquí estás, con él —dije.
—Sofi, es mi marido. Ojalá las cosas fueran de otra manera, pero no lo son.
—¿Y por qué no, Ángeles? ¿Por qué tienes que aguantar en un matrimonio que no te hace feliz? ¿Con un marido que te somete?
Ángeles no se molestó en negarlo, solo suspiró, lo que a mí me insufló energías para continuar la disertación.
—Es hora de que mires por ti, cariño. Me quieres, ¿verdad? —dije, agarrándola por la cintura.
—Sss...sí —contestó ella, titubeando, aunque para mí fue una confirmación en toda regla.
—Pues entonces imponte, Ángeles. No digo que nos tengamos que fugar juntas, pero tu marido tiene que aceptarlo y dejar de inmiscuirse en lo nuestro. Tiene que asumirlo, aceptarlo y dejarnos tranquilas.
Ángeles sonrió y me dio un beso. Después me proporcionó una suave caricia en la cara y, sin decir nada más, salió del baño para volver a la sala donde estaba teniendo lugar el recital.
Manolo Caramelo terminó con la ejecución perfecta de unos tangos de Graná que pusieron al público de pie. Me quedé unos minutos hasta que se vació la sala para hacerle unas preguntas, a las que él respondió gustoso. Después avisé a Fredi y a Sara para que nos viéramos en un bar cercano.
Eran finales de enero y mi amiga andaba ya estudiando para los parciales, mientras que Fredi aseguraba tener trabajo atrasado al que quería dar salida al día siguiente por la mañana. La noche no se alargó mucho y, tras una copa rápida en Tantra, nos despedimos.
Eran las 2 de la mañana cuando llegué a mi portal. Abrí con la llave, entré y, cuando estaba a punto de cerrar la puerta, una mano se interpuso en su trayectoria para impedirlo. Al principio, entre la oscuridad, no me di cuenta de quién era y pensé que se trataba de algún vecino. Pero, en cuanto encendí la luz del descansillo, advertí la figura robusta pero bien parecida de Julen, el marido de Ángeles.
—¿Qué coño haces tú aquí? —pregunté, brusca.
—Tranquila, gatita. Solo he venido para que hablemos —dijo.
—Lárgate antes de que grite —le advertí.
—No, no vas a gritar. Me vas a a escuchar un segundo —dijo él, con tono amenazante y haciéndome retroceder unos pasos, para colocarme contra la pared.
—Ya se os ha acabado la tontería esta que os traéis mi mujer y tú, ¿me entiendes? Vas a dejar de verla.
—Eso lo decidirá ella —dije, desafiante.
—¿Crees que eres la primera zorrita que se pasa por casa para darle placer? Ni siquiera os dais cuenta de cómo os utiliza.
Quise disimular la mezcla de sorpresa y decepción que sentí en aquel momento, así que, con la mirada en el suelo, solo dije:
—Me da igual con quién haya estado antes.
—Ya. Te has mostrado más obstinada que las demás, más insistente. A las otras les bastó con un sustito, pero tú eres una zorrita muy testaruda. Ni siquiera sé qué ha visto en ti, que eres un puto palo de escoba.
—Puedes insultarme todo lo que quieras, pero no voy a dejar de verla —afirmé.
No sé de dónde saqué el valor, porque el espacio cerrado en el que me encontraba, la actitud amenazante de Julen y la manera en que me estaba recluyendo contra la pared me hizo sentir intimidada.
La luz del portal se apagó, pero, cuando estaba a punto de alargar la mano para encenderla de nuevo, Julen interrumpió bruscamente el movimiento. De repente, me vi contra la pared y con una de sus manos sobre mi cuello, aún sin ejercer presión.
—Escúchame, zorrita. Vas a dejar de ver a Ángeles. Me da igual quiénes sean en tu familia de advenedizos, ¿te enteras? Me suda la polla de la de las bolas o la gordita del hotel.
—No hables de mi familia, hijo de puta —dije, reuniendo valor a pesar de la situación en la que me encontraba.
—¿Por qué? ¿Qué me van a hacer? Ten cuidado, a ver si no le provocas a tu prima una lesión que la deje en el dique seco de por vida. O incendias una planta entera del Muy Sur.
Me quedé en silencio, casi llorando de la rabia.
—Así me gusta, calladita. Ya estás avisada, bonita.
El muy cerdo aún tuvo la desfachatez de darme un beso en la mejilla antes de escabullirse fuera del portal, entre las sombras. El corazón me latía con fuerza y me llevé una mano al pecho para contener la angustia que me acababa de generar aquel encuentro. Julen Millán Gil, perteneciente a una de las familias más influyentes de España, acababa de presentarse en mi portal para emitir una amenaza clara.
Varios días pasé sobresaltada. Evité volver a casa sola y de noche y, cuando escuchaba algún ruido en el rellano, repasaba mentalmente los lugares donde tenía objetos con los que podría defenderme, como los cuchillos de la cocina.
Cuanto más procesaba la visita de Julen, menos sentido tenía lo que había pasado. ¿En serio un hombre como él se había tomado la molestia de venir a intimidar a una chica que acababa de cumplir 24 años? ¿Tan amenazado veía su matrimonio?
Puede que Julen solo fuera un machito con mucho ego al que le gustaba marcar su territorio, y que se respetaran sus disposiciones. Pero, como yo no quise plegarme a sus deseos, decidió venir personalmente para recordarme quién mandaba.
Fuera lo que fuera lo que trajo a Julen a mi apartamento aquel viernes por la noche, estaba claro que se trataba de un tipo peligroso. Estaba decidido a separarnos a Ángeles y a mí, costara lo que costara, pese a que, probablemente, nuestra historia era de las pocas cosas que la habían hecho feliz a ella desde que se casó con semejante ser despreciable.
Enamorada como estaba, me convencí enseguida de que debía actuar con valentía y rescatar a Ángeles del yugo de Julen. Sería contravenir su advertencia, y nadie sabe lo que hubiera estado dispuesto a hacer de verdad, pero yo no podía dejarla sola.
Decidí montar guardia en la puerta de su casa uno de aquellos días. Eran las 8 h de la mañana cuando llegué, con el frío de enero penetrándome en los huesos. Me aposté a cierta distancia, entre coche y coche, rezando para que, de salir alguien de la familia, no caminara en mi dirección. Media hora más tarde salieron Julen y los niños, estos últimos con mochilas para el colegio. Cuando la zona estuvo despejada, corrí hacia el portal. Estaba a punto de llamar, aunque me planteé que el miedo impidiera a Ángeles abrirme la puerta si anunciaba mi nombre. Afortunadamente, justo en aquel momento salió una mujer con otros dos niños, también con mochilas para ir al colegio.
—¿Vas a entrar? —preguntó.
—Sí —dije, caminando al interior del edificio.
—¿A qué apartamento vas? —preguntó la mujer, que en el último momento sintió suspicacias.
—Voy al… Al 3ºB.
La mujer me echó una mirada de arriba a abajo antes de apartarse para dejarme paso. Subí las escaleras con prisas, pensando que quizás Julen volviera a casa después de dejar a los niños en el colegio, en lugar de marcharse a trabajar. Cuando llegué, llamé al timbre.
Escuché unos pasos tras la puerta, un leve arrastre de unas zapatillas de andar por casa. Después el instante que dura la inspección a través de la mirilla y, por fin, la puerta abrirse.
—Sofi —exclamó Ángeles. —¿Qué estás haciendo aquí? No es buen momento, tengo que…
—Escúchame, por favor. Dame siquiera un minuto.
—Adelante —dijo ella resignada, sin invitarme a pasar. Nos quedamos hablando en el rellano, como si yo fuera un testigo de Jehová al que hubiera que despachar cuanto antes.
—El viernes pasado, cuando te vi en aquel recital de flamenco… ehhh… —titubeé. No sabía cómo decírselo. ¿Y si no me creía?
—Sí —asintió ella, esperando que prosiguiera.
—Llegué a casa unas horas más tarde y tu marido me estaba esperando en el portal. Me hizo entrar, me puso contra la pared y me amenazó. A mí y a toda mi familia. Corres peligro Ángeles, no deberías…
Me interrumpí porque la expresión de Ángeles me dejó atónita. En su gesto no reflejaba sorpresa alguna, solo se limitó a agachar la cabeza para esperar a que yo terminara.
—Dios mío —exclamé. —¿Tú lo sabías? No puedo creerlo. Lo enviaste tú.
—¿Qué? ¡No! No haría eso, yo no… —dijo. —Escucha, Sofi, hemos tensado demasiado la cuerda. Él ya no está dispuesto a…
—¿De qué hablas, Ángeles? No, no te estoy entendiendo, yo…
—Mira, Sofía, yo no te pido que lo entiendas. No te pido que entiendas la magnitud de lo que Julen y yo tenemos. Y… te pido perdón por haberte arrastrado hasta esto. Lo siento, de verdad que lo siento.
—Sigo sin entenderte. ¿A qué me has arrastrado? Tú me quieres, Ángeles. Me lo has dicho. Por eso viniste a buscarme después de romper conmigo. Estamos enamoradas.
Ángeles volvió a agachar la cabeza y optó por el silencio de los que otorgan. Yo no daba crédito a lo que me estaba diciendo.
—Es verdad lo que me dijo él, ¿no? Que yo no soy la primera a la que tú enredas. No he sido más que tu juguetito, ¿no? El dildo con el que te quitas las telerañas que te deja un marido que no te folla bien, o que no quieres que te toque porque eres una bollera reprimida.
Ángeles levantó la vista.
—No te voy a permitir que me hables así en mi propia casa. No sabes nada de mí, ni de mi vida, ni de mis circunstancias.
—Sé lo suficiente. Sé que me has mentido, que has jugado con mis sentimientos, que me has hecho creer que corrías peligro al estar con un tipo peligroso. Pero no, no es eso. Tú eres igual que él. Los dos sois iguales de despreciables.
—Lo… Lo siento —dijo, una disculpa apenas perceptible que emitió con la cabeza gacha.
—No, no lo sientes. No sientes una mierda. Tranquila, no volveré a molestarte nunca más. Y a vosotros ni se os ocurra acercaros a mis familia, porque no sabes de lo que soy capaz.
Estaba a punto de marcharme, pero, antes de alejarme, le dije:
—La próxima vez, ten al menos la decencia de buscarte a una de tu edad en la que no puedas ejercer tanto control.
No me dio tiempo a ver la reacción de Ángeles, porque me di la vuelta y me marché para siempre de su casa.
Al salir del portal, me temblaban tanto las piernas que tuve que sentarme en la acera unos segundos. Después me levanté para dirigirme a la redacción de ABC, donde me aguardaba una nueva jornada de trabajo.
Me esforcé por no derramar ni una lágrima durante el trayecto. Apreté la mandíbula e intenté mantener alejados de mi mente todos los pensamientos intrusivos que me decían que sí, que Ángeles me quería, que su marido la estaba sometiendo y que, si era capaz de amenazar a una chica de 24 años, era capaz de cualquier cosa. Ya no creía que aquella versión se correspondiera con la realidad. Más bien ellos tenían un pacto indisoluble y se habían estado divirtiendo un poco a mi costa. Incluso amenazarme les habría resultado divertido, y casi podía oír cómo Julen se lo contaba a Ángeles y los dos se partían de risa con la descripción de la escena.
Aunque la versión que yo había creído durante todo aquel tiempo fuera la real, estaba claro que ella había decidido. Y la opción nunca había sido yo.
No llegué a la redacción llorando, pero sí lívida como un fantasma. Allí ya estaba Fredi, diligente como siempre, dispuesto a sacar adelante un proyecto que había hecho suyo, al que le ponía tantas ganas como yo. Me saludó al llegar, antes de que yo ocupara el asiento que estaba frente al suyo. Aún era temprano para que Pepa estuviera allí.
—Buenos días, compi. ¿Te pasa algo? ¿Has dormido mal? —dijo.
Fredi era prudente y evitó decir que traía la cara de las muertas. Yo suspiré y luego quise contarle algo que había estado rumiando durante el trayecto de casa de Ángeles a La Cartuja, y mucho antes.
—¿Podemos…? ¿Podemos bajar a desayunar? Quiero contarte algo —dije.
Fredi me miró asustado. Mi tono lo alarmó.
—Claro. Venga, vamos.
En la mesa del bar donde solíamos desayunar, le conté mis planes de marcharme de Sevilla una temporada.
—Lo he estado pensando y… Quiero irme una temporada a Madrid. Hay una escuela que oferta cursos especializados en periodismo y cultura, y aborda también la gestión cultural, y… me gustaría hacerlo. Son continuos, empiezan con frecuencia, y solo son tres meses.
Llevaba mascullando aquella idea desde la primera vez que Ángeles terminó conmigo. Sabía que lo más sensato era intentar olvidarme de ella y, para hacerlo, era contraproducente saber que podía encontrármela en cualquier evento que tuviera que cubrir. A ella o a su marido. Veía más efectivo poner tierra de por medio, cambiar de aires, involucrarme en nuevos desafíos y, con un poco de suerte, hacer nuevas amistades lejos de Sevilla, donde tenía todo mi mundo.
Como era de esperar, Fredi acogió la idea con suspicacias.
—Pero Sofi, ¿cómo vas a dejarnos ahora? Sabes que la revista da mucho trabajo, tanto en la web como en el papel, que apenas damos abasto. Además, es tu proyecto. Lleva tu firma, nadie lo cuida como tú.
—No quiero dejarlo, ¿vale? Me las ingeniaré para continuar escribiendo.
—Sofi, no sé, no me parece buena idea. ¿Cómo vas a escribir de eventos a los que ni vas, estando a más de 500 kilómetros?
Suspiré. Mi amigo siempre era comprensivo conmigo, y contaba sus favores por cientos desde que lo conocí en la carrera. Pero aquello no tenía ni pies ni cabeza. Sin contarle nada más, Fredi se quedaría con la sensación de que en Sevilla me aburría, que estaba deseosa de aventura y que era tan insensata y tan caprichosa como para dejar atrás un proyecto que iba bien y que, efectivamente, era mío.
—Fredi, tengo que contarte algo, pero me tienes que prometer que no se lo dirás a nadie, por favor. Nunca.
—Dime. Sabes que puedes confiar en mí —dijo mi compañero, a quien mi tono le había puesto en guardia.
Se lo conté todo. Mi primera vez con Ángeles cuando hice el reportaje de las joyas, nuestro reencuentro en Turín, las visitas a su apartamento del centro, la escapada a Conil, cómo me había pillado, cómo me había utilizado y, lo peor, las amenazas tan explícitas de su marido. Terminé llorando, ahora sí, y no por el mal de amores, sino por la rabia. La ira de saber cómo me había dejado utilizar por alguien así, y haber hecho caso omiso a todas las banderas rojas que se me aparecieron en el camino desde el principio.
—Dios, Sofi —dijo mi amigo, abrazándome para intentar tranquilizarme. —Qué fuerte, Dios. No puedes dejar que esto quede así. Tienes que contárselo a tu familia.
—No, ¡no! Esto lo solucionaré yo sola porque ha sido enteramente culpa mía, porque soy una estúpida, y no pienso involucrar a nadie más.
—No eres una estúpida, Sofi. Se han aprovechado de ti, y quién sabe de cuántas personas más. ¿De verdad no quieres contárselo a nadie? Porque yo creo que Lara…
—No. A ella menos que a nadie, bastante tiene con lo suyo.
—Bueno. En ese caso, comprendo tu decisión de marcharte. Y te apoyo. Te cuidaremos mucho el Alameda Magazine, Pepa y yo. Aunque creo que, estos tres meses, deberíamos meter a alguien más. Pero bueno, eso ya lo veremos.
Inicié los trámites para marcharme, incluyendo la búsqueda de un apartamento compartido en Madrid, las conversaciones con la escuela y las entrevistas a periodistas que pudieran aceptar un contrato de trabajo temporal para cubrirme. Solo cuando lo tuve todo atado, se lo conté a mi familia.
Mis padres me dieron las bendiciones, porque vendí la idea de irme como una oportunidad de seguir formándome y prosperar. También conté con el apoyo de Lola y de Javi, mi hermano, no tanto con el de Sole.
—¿Por qué te vas? ¿Es por las discusiones que hemos tenido últimamente? ¿Porque estoy insoportable después de lo de Arturo? —preguntó.
Quise decirle que no todo giraba en torno a ella, pero me contuve. No quería despedirme de mi prima con otra discusión.
—No, esto no tiene nada que ver contigo.
—Llevas meses rarísima, no te creas que no me he dado cuenta. Sé que te vas por algo más que por estudiar. ¿Por qué no me lo cuentas? ¿No confías en mí? —preguntó mi prima.
Suspiré.
—Cuando vuelva, si estoy preparada, te prometo que te lo contaré todo —dije.
—Pero, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Y estaré mejor cuando vuelva. De verdad.
Sole comenzó a llorar.
—Toda la gente que quiero se marcha de mi lado. Todo el mundo se va espantado. ¿Qué voy a hacer aquí sin ti?
—No llores, tonta. Harás lo mismo que conmigo. Ni te vas a dar cuenta de que no estoy.
—Claro que sí. Además, déjame. Me gusta montar el drama y punto —dijo.
Reí y abracé a mi prima. Unos días después, me montaba en el AVE Sevilla-Madrid que supondría, o eso esperaba, un reinicio.
Notas finales
Desde aquella noche en Tokio, Lara amaneció muchos días debatiéndose entre dos creencias: la de que había cometido un error al no dar respuestas a un hombre que las merecía; y la de haberse mantenido fiel a sus sueños y objetivos en pleno auge de su carrera.
Harry pensó mucho en ella y le costó identificar el motivo: ¿era la culpa o era la nostalgia de los días que pasaron juntos? Le escribió a Leo, pero no a Lara. Se disculpó con su entorno por desestabilizarla, pero no con ella por haberse marchado de un modo tan abrupto de su vida.
Lola descubrió la satisfacción que supone dedicarse a sí misma un tiempo que, durante años, había invertido en hacer que funcionara una relación tóxica. Hay vacíos que gestionar, pero tiene voluntad y estímulos suficientes. Es feliz.
Sole volvió a encontrarse con Arturo y sufrió otro ataque de celos, esa vez muy diferente al de aquella noche de hacía meses en la que ambos terminaron confesándose lo que sentían de verdad. Lara le pidió que la acompañara a uno de sus viajes para hacer terapia conjunta, donde tuvo que aprender a marchas forzadas que amar también es saber cuándo dejar ir.
El orgullo no dejó a Sofi aceptar el dolor, y lo necesitaba para poder gestionarlo y superar su historia con Ángeles. Se marchó a Madrid, y anduvo escondiendo su cabeza en cubos de arena, entre estudios que no le estaban generando un aprendizaje significativo y relaciones espontáneas con chicas a las que anunciaba algo antes de empezar: solo será una vez.
Un corazón roto, un alma arrepentida y un espíritu recio y tenaz debilitado por la decepción. Muchas sombras en el clan Martín que no compensan el único final feliz: el de Lola. No podía dejar a las rosas así. Seguirán acumulando sinsabores en la vida, como todos/as, pero no puedo abandonarlas solas en la ardua tarea de recoger sus pedazos. Si estas notas finales te parecen cortas y faltas de respuestas, es porque esto no es un epílogo. No se puede escribir uno para una historia que aún no ha conocido el final.
Porque las rosas volverán.

