Sole (1): Un polvo accidentado
Capítulo 4 de Las rosas de Abril.
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La primavera era mi tiempo favorito del año. En esa época Sevilla huele a azahar, hace buen tiempo y las calles se llenan de ambiente. Me gustaban las fiestas, sí, pero, disfrutaba especialmente las salidas vespertinas y nocturnas de fin de semana. Bares y pubs solían estar abarrotados, pese a la dichosa crisis, y mí me encantaba salir. Y, sobre todo, volver a casa acompañada. Sí, reconozco que yo era libertina, como mi hermana me recordaba de cuando en cuando.
Amanecí un sábado de marzo sola en mi piso de San Francisco Javier. La noche antes salí hasta las tantas con algunas de las chicas: Ro, Patri y Sara. Ni Lola ni Sofi, mi hermana y mi prima, quisieron venir. Las vería más tarde aquel mismo sábado, pero mientras tenía que aprovechar el tiempo. Y es que me había levantado cerca de mediodía, resacosa y, lo peor, cachonda. Llevaba una semana sin follar porque había estado con la regla y, de hecho, aún tenía que ponerme uno de esos tampones de poca absorción para no manchar las bragas. No tenía nada que hacer hasta las 21 h, momento en que me encontraría con Lola y Sofi, así que decidí tratar de buscar plan para la tarde.
Recogí mi larga melena castaña clara en un moño hecho con prisas, y abrí el último cajón de mi escritorio. Allí, cerrado con llave, guardaba uno de mis tesoros más preciados: una agenda con los nombres de todos mis ligues desde que, con 16 años, mantuve relaciones por primera vez. No empecé a disfrutar del sexo hasta bastante después, y la agenda no era más que una tontería de adolescente. Pero lo que comenzó siendo un mero juego acabó convirtiéndose en una útil base de datos. De hecho, con los años empecé también a escribir los teléfonos junto a los nombres de todos aquellos hombres con los que alguna vez estuve piel con piel.
Empecé a repasar nombres y a hacerme comentarios: “Ni de coña”, “Este para cuando esté desesperada”, “La última vez con este no terminó bien”… Y así hasta que di con uno interesante: “Arturo Sevilla Este”. Era todo lo que sabía sobre él, que se llamaba Arturo y que vivía en Sevilla Este. La noche que lo conocí, en una discoteca de Nervión, me la pasé vacilándole. Siempre vacilaba cuando me gustaba un tío.
—Sevilla Este no es Sevilla, chaval. Vives en el extrarradio —le decía.
—A lo mejor esta noche no tengo que llegar hasta allí para dormir —me contestó a la cuarta o la quinta, harto ya de que me metiera con su barrio.
Me gustaban directos, aunque también tímidos, y aquellos que parecían prudentes y perdían los modales con dos comentarios. Fuera como fuera, disfrutaba con el reto que me proponían todos aquellos desconocidos (o conocidos): averiguar la mejor manera de que acabaran desnudos en mi cama. O yo en la suya.
A Arturo me lo había tirado hacía solo tres semanas, y no estuvo mal para ser las 6 de la mañana y llevar muchos cubatas encima. No tenía su teléfono, pero sí su cuenta de Twitter, así que indagué sus últimas publicaciones hasta encontrar una que me podía servir de gancho. En un tuit reciente se quejaba de su equipo, el Betis, que jugaba esa misma noche contra el Valencia. A Arturo no le gustaba la lista de convocados del entrenador.
—No te quejes más de equipo, anda. La culpa es tuya por elegir la senda del dolor —escribí.
—¡Jejejeje! ¿Qué haces, palangana? —contestó él.
—Pues nada, aquí, que me acabo de levantar.
—Qué bien vivís algunas. ¿Saliste anoche o qué?
—Sí, estuvimos por la Alameda. Más tralla de la que esperaba. Me he levantado con resaca.
—Pues pañito y a recuperar fuerzas para la noche.
—La resaca no me preocupa. Me preocupa más… otra sensación.
Intenté llevar la conversación adonde quería, a fin de que aquello no se convirtiera en interminable. El tonteo me gustaba cara a cara, pero por el móvil prefería algo más directo.
—¿Qué te preocupa? -preguntó Arturo.
—Digamos que… No tengo ganas de comer sola y me preguntaba si cierto chaval querría venir desde el extrarradio hasta la civilización para hacerme compañía —respondí, decidida.
—¡Vaya! Se ve que dejé huella en tu casa, ¿eh?
—“Pfff…! ¿Se va a poner gallito”, pensé. —Digamos, más bien que… con la borrachera de aquel día hay cosas que no recuerdo y quiero rellenar lagunas -contesté.
—Pues tranquila, que este chaval del extrarradio estará en tu casa en media hora para hacerte una visita que sí recuerdes.
—¡Jajajaja! Eso espero.
Vaya con Arturo. Arturo Huevos Duros. Ya estaba deseando que me botaran en la entrepierna, pero antes tenía que recoger el caos de mi habitación, comer algo ligero para coger fuerzas, darme una duchita rápida y quitarme la porquería que aún llevaba en la cara por no haberme desmaquillado la noche anterior. Sobre todo, cepillarme los dientes para quitarme el regusto a alcohol que aún se hacía notar.
Arturo me volvió a escribir a la media hora, puntual:
—Estoy abajo. No recuerdo cuál es tu piso.
Bajé para buscarlo. Me había puesto un body de licra blanco con un escotazo de infarto y una faldita negra ceñida. Sin medias. Total, para lo que iban a durar puestas. No recordaba a Arturo tan metalero, pero llevaba barba fina algo descuidada y media melena, y se había puesto unos vaqueros y una camiseta de Iron Maiden. Era, en definitiva, uno de esos tíos que rondaba mi prima Sofi en sus etapas de hetero y bisexual, hasta que logró salir definitivamente del armario como lesbiana.
—Hola, guapa —saludó, con un par de besos.
—Hola. ¿Subimos? —dije.
—Sí, claro. He venido a comer.
—Ya...
Me siguió al interior del edificio. Recordaba a Arturo un poco más retraído, pero se ve que nuestra conversación le había inspirado confianza y me metió mano ya en el ascensor. Bueno, no. Él solo me pasó unos nudillos descuidados por la cadera, yo aproveché para acercarme y él me besó. Me ponía montármelo en lugares en los que corríamos el riesgo de ser descubiertos, pero fue comedido: solo unos pellizcos en el trasero mientras me metía la lengua hasta la campanilla.
Para cuando llegamos al quinto piso, ya estábamos encendidos. La puerta del ascensor se abrió y salimos sin separarnos, atravesando el rellano y el pasillo hasta mi puerta comiéndonos la boca con ganas. Cerré la puerta como pude y empujé su cuerpo hasta el salón, sin dejar de besarlo. Me tumbé sobre el sofá y él se estiró sobre mí para continuar con los besos.
Le quité la camiseta, y él, directamente, me abrió el escote para tocarme las tetas por encima del sujetador.
—Estás buenísima, niña —me dijo.
—Disfruta, esto es lo que vas a comer.
Arturo comenzó a quitarme la ropa con ansias, deseando pasar al siguiente nivel. Pese a las prisas, demostró pericia. Cuando me tuvo desnuda frente a él, me preguntó:
—¿Qué te gusta, preciosa?
—“Vaya, qué generoso”, pensé. —Lo que me gustaría es que me follaras —le dije.
Arturo se quitó las zapatillas, el pantalón y la ropa interior en cuestión de instantes. Se quedó también desnudo frente a mí y observé su polla dura. “En la media”, pensé. Se puso un condón y me penetró gimiendo, mientras yo también lo hacía. Después lo aparté, le pedí que se sentara y me coloqué sobre él para continuar la penetración.
—Sí, sí —gemía, acariciando mis pechos. —Sí, me encanta.
—No te corras.
Hubiera sido una decepción si lo hubiera hecho. Me estaba gustando, aunque notaba unas ligeras molestias en la vagina, y odiaba que me dejaran a medias. Afortunadamente, tras unos movimientos de pelvis más, llegamos al orgasmo prácticamente al mismo tiempo.
—¡Ohh, sí, sí!
Esperé a que mi respiración se calmara y me levanté para ir al baño. No me gustaba el momento postcoito de cháchara, era lo que más odiaba del sexo. De repente, también me arrepentí de haber invitado a Arturo a comer, aun con la perspectiva de echar un segundo polvo.
Estaba meando sentada en el váter cuando mis ojos se posaron por casualidad en la caja de tampones sobre el bidé. Fue entonces cuando me acordé.
—Mierda —dije, y luego me tapé la boca deseando que Arturo no me hubiera oído.
Me acababa de acordar de que llevaba un tampón puesto. Me lo puse unas horas antes, en una de las veces que me levanté medio ciega para mear y vi las bragas manchadas de regla. Ni siquiera me acordé de él en la ducha, y menos aún con el ansia de que Arturo me la metiera cuanto antes.
Palpé la abertura de mi vagina. El hilo, por supuesto, había desaparecido en mi interior.
—Mierda, mierda, mierda -murmuré entre dientes. —¿Qué coño hago ahora?
Lo primero era deshacerme del pobre Arturo. Abrí la puerta para que me oyera desde el salón y luego recurrí al viejo truco: hacer que sonara mi melodía del teléfono para simular una llamada. El móvil sonó, e hice el papel:
—¿Sí?... ¿Qué pasa, Sofi?.. ¿Cómo?.. ¡Hostia, tía, mierda!.. Lo siento… Lo siento, cariño, perdona, perdona, perdona… Voy para allá, ¿vale?
Volví al salón y Arturo me miró contrariado.
—Qué pasa, niña? —preguntó.
—Tío, que he olvidado que había quedado con mi prima y estaba a punto de dejarla tirada. Lo siento, tenemos que dejar la comida para otro día —contesté.
—Venga ya, ¿en serio? ¿He venido desde Sevilla Este para 10 minutos?
—Oye, yo no tengo la culpa de que vivas en Hong Kong, ¿vale? Lo siento, tío, en serio. Quedamos otro día, ¿no?
Se levantó murmurando maldiciones y cogió su ropa.
—¿Puedo, al menos, usar tu baño un segundo? —me dijo.
—Sí. Pero date prisa, que llego tarde y aún tengo que ducharme.
—Vale, vale —contestó malhumorado.
Mientras Arturo se limpiaba los flujos en el baño, escribí al chat de WhatsApp que tenía con Lola y Sofi.
—Tías, ¿dónde estáis? —pregunté.
—Vamos a Nervión para comer y comprar algo de ropa —contestó mi hermana.
—Por favor, pasaos por mi casa. Es una emergencia.
—Joder, Sole, tía, ¿qué te pasa ahora? —escribió Sofi.
—No puedo hablar mucho, ahora os cuento.
Arturo salió del baño ya vestido.
—Bueno, pues me voy —dijo, algo seco.
—Vale. Ya hablamos —contesté, andando hacia la puerta.
Antes de salir, se giró para darme un beso. Me agarró por la cintura, pero me retiré enseguida.
—Tengo que irme, de verdad —le dije.
—Vale, vale —dijo, y se dio la vuelta sin más en dirección a las escaleras.
Había sido visto y no visto, como un gigoló. Sentí una punzada de culpa, pero se me pasó enseguida. Mi prima y mi hermana llegaron a los 20 minutos.
—A ver, ¿qué es eso tan urgente? Nos morimos de hambre —dijo Lola.
—Pues no os lo vais a creer pero… ¡me acaban de follar con un Tampax! —exclamé, con una nota de temor en mi voz.
Mi hermana y mi prima me miraron contrariadas.
—¿Qué dices, tía? —preguntó Sofi. —Madre mía, Sole, lo que no te pase a ti...
—¿Cómo que te han follado con un Tampax? ¿Que has usado un tampón como juguete sexual? —preguntó mi hermana. A veces, la pobre, no daba para más.
—No, Lola, coño, ¿eres tonta? Que lo tenía puesto y me la han metido cuando aún lo llevaba —contesté.
Mi prima comenzó a reírse mientras mi hermana movía la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué hago? —pregunté, desesperada.
—Pues no sé, Sole, tía. Yo no me meto tantos objetos como tú en el pepe, ¿sabes? No te puedo ayudar —contestó Sofi.
—A ver, venid —dije.
Me encaminé a mi habitación y ellas me siguieron. Me quité el albornoz que me había puesto para despedir a Arturo y me tumbé en la cama, desnuda, como si fuera a dar a luz. El parto del Tampax.
—¿Vais a ayudarme o no? —pregunté.
—Yo no pienso acercarme ahí, que debes tener bacterias que aún no se han descubierto —contestó Lola.
—Joder, Lola, tía —dije, con tono suplicante.
—¿De qué tamaño tienes la vagina para que te follen con un tampón y ni te cosques? —preguntó Sofi.
—Sí, vale. Que me caben la Giralda y la Torre del Oro de canto. OK. ¿Podéis dejar de hacer chistecitos? Esto es serio —dije.
—Eso lo tienes que tener ya en el estómago —dijo Lola.
—Sí, Sole, mejor abre la boca, a ver si lo encontramos antes en tu garganta —siguió Sofi, y las dos rieron.
—¡Maldita sea, perras! —dije, echando mi cabeza hacia atrás y tapando mi cara con la almohada.
—A ver, que no cunda el pánico. Dame un segundo —dijo Sofi, y a continuación comenzó a teclear en su móvil.
Me retiré la almohada de la cara y vi a mi hermana ladeando la cabeza de un lado a otro, con mirada acusadora. Reprobaba “mi libertinaje”, como solía llamarlo, y no le gustaba que anduviera con unos y con otros cada finde. ¿Quería que fuese como ella? ¿Con ese cerdo que tenía por novio y con el que parecía condenada a casarse?
Por fin, Sofi dio con algo.
—No es un drama sacar un tampón sin hilo. Pero debe de estar muy arriba ahora. Vas a tener que empujar con los músculos del suelo pélvico —dijo.
—¿Y cómo hago eso? —pregunté.
—Joder, qué poco sabéis de anatomía femenina. Es preocupante —dijo Sofi. —A ver, haz como si te estuvieras meando y tuvieras que aguantar.
Obedecí en silencio.
—¿Lo notas? —preguntó mi prima.
—Sí —dije.
—Vale, pues sigue haciendo esos movimientos. Sube poco y luego baja todo lo que puedas.
Continué como me indicaba mi prima. Era cierto que sabía poco de anatomía femenina, algo en lo que ella se había vuelto una experta.
—Vale, puede que sea suficiente —dijo Sofi. —Ahora vas a tener que introducir dos dedos e intentar cogerlo. ¿Tienes las manos limpias y las uñas cortas?
Salí al baño a lavarme las manos y comprobar la longitud de mis uñas. Después volví a la habitación.
—Puede que te sea más fácil si lo haces de pie —dijo Lola, cuando estaba a punto de tumbarme de nuevo.
Hice caso a mi hermana. Me metí dos dedos mientras Lola y Sofi me observaban, lo que hubiera sido incómodo si no nos hubiéramos visto desnudas mil veces. Siendo la mayor, Lola nos ayudó a ponernos los primeros tampones a Sofi y a mí, y también dio algunos consejos sobre intimidad femenina a nuestra prima Lara, que andaba conquistando el mundo con su tenis. La echaba de menos, aunque aquel año tuvimos la oportunidad de verla levantar el trofeo en el Grand Slam de París.
—No sale —dije, tras unos minutos de agonía.
—Sigue haciendo los ejercicios de suelo pélvico —dijo Sofi.
Flexioné las rodillas como si fuera a hacer twerking y proseguí los movimientos. De repente, noté algo.
—¡Sí, sí! ¡Lo noto, lo noto! —dije.
—Intenta sacarlo ahora —dijo Lola.
Lo hice, y esta vez no tuve que hurgar tanto en mi interior. Lo noté enseguida, lo sujeté con ambos dedos y lo extraje, dando saltos de alegría con el objeto perdido y encontrado en la mano.
—Tira eso, guarra -dijo Sofi. —Y presta más atención para la próxima.
Desoí a mi prima y salí del baño canturreando, después de tirar el tampón.
—¿Te vienes a comer con nosotras y de tiendas? —me preguntó Lola.
—Qué va, tías, estoy reventada —contesté. —Voy a comer lo que pille y me echaré una siesta. Nos vemos esta noche. A las 21 h en tu piso, ¿no? —pregunté a Sofi.
—Sí. No llegues tarde —contestó mi prima.
Las despedí en el rellano y me volví para preparar la especialidad de la casa: unos macarrones con queso y atún. Sonreí recordando el momento tampón y me acordé del causante de su subida tipo cohete: Arturo. Volví a Twitter para enviarle un privado: “Lo siento, beticucho. De verdad que quedamos otro día, ¿vale?”. Arturo no volvió a contestar, pero tenía razón: aquella vez sí que no lo olvidaría.

