Sole (2): Trío
Capítulo 10 de Las rosas de Abril.
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El inicio del verano no se presentó como yo había esperado. Había buscado por activa y por pasiva algunas primeras escapadas a la playa, como mínimo, pero mis amigas no estaban por la labor. Las que no estudiaban, tenían mucho trabajo. Y luego estaba Lola, tan pesada como siempre, insistiéndome en que había mucho trabajo en el hotel y que tenía que echarle una mano.
—Estamos en la previa de la temporada alta, Sole, te necesito —repetía una y otra vez.
Traté de convencer tanto a ella como a Sofi para quedarnos en Londres después de Eastbourne. Sofía lo descartó de inicio, por los exámenes y por el maldito blog ese que había abierto y que parecía consumirla 24/7. No entendía tanta dedicación a algo que no le traía beneficio alguno, a excepción de unos pocos agradecimientos de lectores. A mí me parecía más amor al arte que otra cosa. A Lola ni siquiera le pregunté por la posibilidad de ir a Londres. Podría haber viajado con mis tíos, Víctor y Cris, pero terminé desistiendo por no estar segura de las perspectivas de fiesta. Además, sin Lola o Sofi me quedaba sin intérprete oficial para ligar.
Se avecinaban días de planes calmados en los que mis amigas pudieran hablar largo y tendido de sus tiras y aflojas con los chicos. Sara estaba especialmente pesada con un tipo que acababa de conocer y parecía interesarle mucho. A mí me gustaba hablar de relaciones, claro, pero no de las románticas. Casi todas me parecían ñoñas, y no terminaba de entender cómo mis amigas se podían pillar con tanta facilidad por tíos que, claramente, apenas merecían dedicarles medio polvo.
Por aquella época, yo solo disfrutaba de los hombres cuando los tenía entre las sábanas. Me etiquetaban a la ligera como promiscua, y Lola era especialmente dura conmigo:
—Cualquier día te vas a meter en un lío. Alguien te dejará tirada en un descampado, o algo peor —me repetía.
—Sé cuidar de mí misma, aunque no lo creas. Me puede pasar lo mismo que a ti o que a Sofi. Y no me cambio por ti ni por nadie en una relación, porque estoy a gustísimo.
—Tú sabrás, Sole. Yo no le encuentro sentido a coleccionar nombres de hombres como si fueran insignias, pero será que soy una antigua.
Con el tiempo, aprendí a no sentirme juzgada y limitarte a vivir mi vida como más feliz me hiciera. Estaba harta de las comparaciones. En general, Sevilla es una ciudad conservadora aunque sea de fachada, muy marcada por la moral del catolicismo que sigue emanando de agentes tan todopoderosos como las hermandades. Mi familia no se escapaba a ese modo de ser, aunque el estilo de vida de Lara les había hecho cambiar algunos puntos de vista.
Estaba harta de que me compararan con los miembros supuestamente modélicos de mi familia. Sabía que, para mis padres, Lola era mejor que yo. Ella sí estudió una carrera universitaria, mientras yo me limité a la formación profesional, que tiene menos prestigio. Ahora dirigía un hotel que se estaba convirtiendo en una referencia en la ciudad, y tenía una relación estable desde hacía años con un hombre “de provecho”, que la quería y era trabajador. No conocían ni media verdad sobre David, pero no me iba a molestar en hacerles cambiar de opinión para echarme enemigos innecesarios.
Las comparaciones eran tales que, durante años, apenas tuve relación con mi prima Lara. Atribuía su éxito a la suerte y me provocaba más ira que otra cosa, porque cada vez que conseguía un hito yo me llevaba algún “refregón”.
—¿Lo ves, Sole, lo importante que es tener las ideas claras? Ahí tienes a Lara, mira todos los sacrificios que ella ha tenido que hacer, que ni siquiera puede vivir en Sevilla con su familia. ¡Y no me dirás que no le merece la pena!
Logré una tregua indefinida frente a la presión cuando comencé a trabajar en la red de aparcamientos privados de mi prima y me compré el apartamento en San Francisco Javier. Mis padres se convencieron de que quería sentar la cabeza, aunque lo único que buscaba era independencia. Solo cuando dejaron de ser tan insistentes con las comparaciones, cambió la relación con mi prima y con mi hermana.
Convencí a Sofi para que saliera uno de aquellos sábados por la noche, a modo de despedida de la libertad que perdería por estudiar. Supondría un oasis ante la retahíla de aventuras románticas de mis amigas, porque mi prima era igual de negada que yo para las relaciones románticas. Siempre sospeché que, en su caso, no era por convicción, como en el mío. Lo suyo era forzado, probablemente por ella misma, y necesitaría tiempo para sanar. Había pasado muchos años intentando aclarar y aceptar su condición sexual.
Sara acaparó la conversación durante la cena con las novedades de su nuevo enamorado, como si no hubiera contado ya todo por WhatsApp. Quería conocer las opiniones de todas sobre los mensajes que le enviaba y sobre movimientos que le veía hacer en redes sociales con otras chicas. “Está probando con otras y se quedará con la que más le guste, que a lo mejor no eres tú”, pensé.
No se lo dije, claro. Intentaba mostrarme comprensiva con mis amigas. En parte, porque me sentía en la necesidad de contrarrestar lo seca que resultaba Sofi a veces.
Insistí en ir a Tantra tras la cena. Hacía días que me moría de ganas de ir, porque me habían hablado muy bien del sitio. Había buen ambiente, decían, “y chavales de los que te gustan a ti”, según un amigo que me encontré días antes en uno de los aparcamientos de Lara. No quise preguntar a qué se refería exactamente, porque yo me había pasado por la piedra a sevillanitos pijos de los de gomina y pelo hacia atrás, a hippies de La Alameda con pañuelos palestinos, a fuertecitos de gimnasio que deseaban poder follarse a sí mismos y a frikis que frecuentaban garitos oscuros con juegos de mesa.
La verdad es que el ambiente de Tantra me sorprendió desde que llegamos, con la terraza abarrotada de sillas y gente de pie, y con un interior amplio para cuando hubiera ganas de mover el culo. Había un público masculino bastante variado y, cuando entré con mi prima Sofi a pedir las primeras copas de la noche, me fijé en dos chicos que charlaban en la barra. Le di el visto bueno a sus físicos, y luego puse la oreja para saber si podía pescar algo de la conversación.
—Lo de esa mujer es increíble, tío. Porque las hay guapas sin tanto éxito, las hay que ganan partidos pero son más feas que pegarle a un padre, y las hay tan sosas que no terminas de conectar. Y luego está ella, que lo tiene todo.
—Verdad, tío. Qué suerte tuvo el puto Ander. No sé cómo la dejó escapar.
Supe desde la primera frase que hablaban de Lara, y lo hacían con un acento que, según capté, era de algún lugar de la Comunidad de Madrid. Aproveché la oportunidad.
—Perdón que me meta, pero es que estáis hablando de Lara y yo la amo.
—No es para menos. Es una ídola en España y en medio mundo, pero aquí en Sevilla seguro que más.
—Yo no la amo solo por su tenis. Es mi prima.
Los chicos se miraron desconcertados y, por el gesto que intercambiaron, supe que creían que les estaba vacilando. Ya había jugado muchas veces la carta de ser prima de Lara para ligar, pero nadie me creía de inicio.
—Ya, claro. Como es de aquí, no las quieres colar, ¿no? —dijo uno de ellos.
—Te lo digo en serio.
—Sí. Y tus tíos son Los del Río —siguió el otro.
No presté atención a sus provocaciones. Por lo general estiraba un poco más la conversación antes de hacer la revelación definitiva, solo para divertirme. Pero aquel día quise ir al grano. Saqué mi móvil. Ya tenía un arma especial para ocasiones como aquella, una carpeta llena de fotos a la que había llamado “Prima Lara”, que abrí delante de ellos, y comencé a deslizar. La carpeta contenía fotos suficientes como para no dejar lugar a dudas, incluyendo una imagen de las dos en bikini tomando el sol y otra en la que Lara me daba un beso en la mejilla mientras yo miraba a cámara y sonreía. Al verlas, los dos se quedaron en blanco.
—¿Me creéis ahora o no? —pregunté.
—Tsss… ¿Y por qué no tienes sus ojos? -dijo el más alto.
Todavía me dolían algunas de las comparaciones que me hacían con Lara, así que me molestó.
—Y tú, siendo humano, ¿por qué no tienes cerebro?
Muy poca gente sabía que Lara debía aquellos ojos a su bisabuelo materno, al que apodaban “el Tigre del Tiro de Línea”, por el barrio en el que vivía. Al hombre le acomplejaba tanto tener un color de ojos tan excepcional que se pasó la vida con gafas de sol. No se las quitaba ni para ir a misa, hasta que la gente empezó a creer que estaba perdiendo visión. A Lara le habían puesto apodos como “Puntería Martín”, y a mí siempre me pareció que ser “la tigresa sevillana”, o algo por el estilo, hubiera sido más poético.
Los chicos del bar me agarraron por el brazo cuando estaba a punto de irme, solo por hacerme la interesante.
—No te vayas, anda, te invitamos a una copa. Se ve que en la familia hay muy buenos genes —dijo uno de ellos, mirándome de arriba a abajo.
Me quedé con los chicos, cuyos nombres eran Lolo y Rafa. Perdí de vista a Sofi y a mis amigas, que estaban a punto de pillar una mesa libre cuando las dejé en la terraza hacía un ratito. La primera copa dio paso a una segunda y a una tercera, y la conversación fue derivando desde Lara al fútbol, a las comparaciones entre Sevilla y Madrid y a preguntas personales. Ambos me parecían divertidos, y era incapaz de decidir cuál de los dos me gustaba más. Con un poco de suerte, no tendría que elegir.
En toda conversación con alguien que me interesara, siempre se producía algún comentario que usar de gancho. Era, habitualmente, algo subido de tono. Si no llevaba la iniciativa la otra persona, era yo quien lo motivaba de algún modo. En algún momento de la noche, me ajusté la camiseta que llevaba puesta con tanto brío que se me vio parte del sujetador. Lo hice queriendo, claro, pero disimulé:
—Ups, ¡perdón! —dije.
—Mujer, ten cuidado que te nos despelotas aquí —contestó Lolo.
—¿Qué pasa? ¿Nunca has visto un sujetador o qué?
—He visto unos cuantos, pero el tuyo es muy bonito.
—Pues va a juego con la parte de abajo. ¿Quieres verla?
No espere a que contestara. Estiré de la tirilla de mis braguitas para que se vieran por encima del pantalón, solo un poco.
—A ver, cortaos que no quiero acabar de sujetavelas —intervino Rafa.
—No tienes por qué —dije, con una mirada sugerente.
Enseguida pasó lo habitual, que es comenzar con bromas acerca de montarnos un trío. Muchos de mis polvos comenzaban así, visualizando el momento medio en broma medio en serio, pero sin atrevernos a lanzarnos aún.
—Veo descompensado esto, Sole. ¿Por qué no llamas a tu prima? Ahora no tiene novio, ¿no? —preguntó Lolo.
—Que yo sepa, no. Y hace bien. Si yo fuera ella, me tiraría a toda la ATP.
—Bueno, esta noche no tienes a ningún tenista de la ATP disponible, pero sí a dos hinchas majos del Atlético de Madrid.
—Cariño, como me vuelvas a recordar que sois del Pateti, a lo mejor os quedáis sin follar.
Las provocaciones también venían bien para prender la mecha. Veinte minutos después, estábamos en el asiento de atrás de un taxi rumbo a mi casa. El primero que me besó fue Lolo, para lo que necesité desplegar algunos gestos sutiles que le instaron a lanzarse. Después fui yo quien besó a Rafa.
Para cuando abrí el portal y nos metimos en el ascensor, la cosa estaba bastante animada. Lolo se había decidido a acariciarme el trasero por debajo del pantalón, y Rafa me besaba mientras tocaba mis pechos por encima de la camiseta. Aquel ascensor había sido escenario de más comidas de boca que cualquier descampado de Sevilla.
Ya tenía experiencia con los tríos y, a excepción de la primera vez, siempre lo había pasado bien. La actitud de mis acompañantes me sugirió que estaban algo verdes en el asunto, así que decidí jugar un poco con ellos.
Los guié a la habitación y, sin más preámbulos, comencé a desnudarme. Ellos hicieron lo mismo y, cuando terminaron, los empujé sobre la cama para que se tumbaran, uno junto al otro. Ya no recuerdo si fue a Rafa al primero que le chupé la polla, o tal vez con él comencé la masturbación. Los dos me miraban con cara de placer y se dejaban hacer.
—Bueno, es hora de que aportéis algo, ¿no? —dije en algún momento.
Mis acompañantes se apresuraron a cambiar la posición para besarme y acariciarme, y lo hicieron con tanta prisa y tan poco tino que sus cabezas chocaron al moverse. Reí ante lo cómico de la escena.
—Vamos a hacer una cosa —dije.
Me levanté para ir al primer cajón de mi cómoda y sacar un dildo rosa. Lo agité en el aire para mostrarlo, como si hubiera sido un gran hallazgo, y pregunté:
—¿Hacemos el trenecito?
Los chicos se miraron sin comprender, así que me dirigí a Rafa (o no sé si fue a Lolo) para decir:
—Tú me das por detrás y yo le doy a tu amigo. O al revés, me da igual el orden.
Se intercambiaron otra mirada, esta vez de miedo, y tuve que esforzarme por aguantar la risa.
—Tía, ¿qué dices? A mí no me metes eso ni de coña —dijo uno de ellos.
—Y a mí menos. A ver, que a quien le guste muy bien, pero no es mi caso.
—Pero, ¿tú lo has probado? Anda, relájate, tonto, si te va a gustar —insistí, caminando en su dirección.
—Tía, en serio, suelta eso. ¿Estás loca o qué?
Me encogí de hombros y me giré para dejar el dildo en su sitio. Después me tumbé en la cama mientras ellos me observaban y dije:
—Tú, cómeme el coño. Y tú, fóllame la boca.
Ambos obedecieron. La verdad es que Rafa se estaba esforzando con el sexo oral, y a Lolo se le veía disfrutar con mis habilidades bucales.
Me moví para explorar la siguiente postura. Esta vez, quise pasar al 69 con Lolo mientras Rafa me penetraba analmente. Fue precisamente él el primero en terminar, así que se dejó caer a un lado de la cama para hacer de espectador mientras Lolo y yo continuábamos. Seguimos con el 69 hasta que sentí llegar mi primer orgasmo, vía clítoris.
—Oh, ohh… —gemí.
Después pedí a Lolo que se tumbara para colocarme sobre él y pasar a la estimulación por la vía vaginal.
—Joder, tía —susurró, con sus manos en mis nalgas.
—No te corras, ¿eh? —le pedí.
—Pfff… No voy a aguantar. Me pones mucho —dijo, jadeante.
Lo ignoré y continúe el movimiento, aunque unos instantes después alcanzó su orgasmo dejando el mío a medio camino.
—Lo siento —dijo, con voz entrecortada.
—Bueno. Ha sido suficiente.
Odiaba los momentos postcoito en la cama, así que salí disparada hacia el baño. Regresé con mi albornoz, y Lolo y Rafa continuaban desnudos. Hablaban bajito sobre la cama, uno junto al otro.
—Qué romántico, la parejita —dije al regresar, lo que provocó que ambos se separaran de inmediato. —Bueno, ¿qué? ¿No tenéis un hotel en el que caeros muertos?
—¿No nos invitas a pasar la noche contigo? —preguntó Lolo.
—Ni de coña, con lo a gusto que duermo sola.
Lolo y Rafa rieron, captaron el mensaje y comenzaron a vestirse. Los despedí en la puerta.
—Nos ha encantado Sevilla. Volveremos.
—Bien. Que tengáis buen viaje —dije, y acto seguido cerré la puerta.
Antes de dormirme, agarré mi dildo, me tumbé sobre la cama y busqué el orgasmo que se quedó pendiente.

