Sole (3): No quiero acostarme contigo
Capítulo 16 de Las rosas de Abril.
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El verano se puso interesante porque las victorias de Lara motivaron una continua celebración familiar. Nos reuníamos con frecuencia para seguir sus partidos y celebrar sus épicos triunfos, que la tenían elevada a la categoría de superheroína en Sevilla. No había día que no nos parara alguien por la calle para deshacerse en halagos hacia mi prima.
La verdad, a mí no me interesó el tenis hasta que, cuando tenía yo 16 años, toda la familia viajó a Estoril para ver la final de un Tier IV de Lara, como se denominaban los campeonatos por entonces. Yo la había visto jugar muchas veces antes, pero aquello me sorprendió. El estadio estaba lleno de gente y ella iba acompañada de profesionales, como su entrenador y un preparador físico. De estar en su lugar, no creo que hubiera llegado a mi banco en la pista sin tenerme que volver al baño a cagar. Pero Lara controlaba la situación aunque tuviera cientos de ojos puestos en cada uno de sus movimientos.
—Está aprendiendo mucho en Málaga. Ya es una profesional —me dijo entonces mi tío Hilario, su padre.
Recuerdo aquella victoria como todo un acontecimiento familiar. Lara estaba contenta por el triunfo y porque, según cumplía años, podía jugar más y más campeonatos de tenis, que era su pasión. Cosa que a mí me costaba creer, porque mi deporte favorito era el “sillónball”, es decir, paseítos de la cama al sillón. Mi familia colmó a mi prima con regalos y piropos de todo tipo. Recuerdo a mi madre decir:
—Eres una campeona. ¡Qué orgullosos estamos de ti!
¡Qué cruz! A mí aquello me generó envidia, la verdad. Por entonces yo cursaba cuarto de la ESO, me había decidido por el itinerario más fácil y, aún así, mis notas eran cortitas con sifón. Ya había dicho que no quería cursar bachillerato, cuando Lola, Sofi y Javi sí lo hacían. El único que optó por un grado medio fue Víctor, y Lara llevaba la Secundaria como podía en medio de tanto tenis. Pero, claro, no podía compararme con ella. Ella era perfecta. Sentía que era la favorita de mis abuelos, lo que me dolía especialmente, y pasó mucho tiempo hasta que pude volver a ver un partido de Lara en vivo.
Pero habían transcurrido más de ocho años desde aquella final en Estoril, y mi prima ya se había convertido en la mejor jugadora de la historia del tenis. Para vivir los partidos de un año tan épico, mi hermana convocó con frecuencia a toda la familia y los amigos en el hotel, donde una pantalla gigante colocada en el patio nos permitiría seguir los encuentros. Quería ver a Lara, obviamente, pero cualquier sarao que implicara beber y gente era para mí un “Sí”.
Fue así como vivimos aquella final de Wimbledon. Para hacer el calor llevadero, Lola colocó sombrillas grandes, paipáis y varios ventiladores, además de una barra con un par de camareros que estuvieron toda la tarde sirviéndonos bebidas muy frías. En algunos partidos, y aquel lo merecía, cámaras de la televisión nacional se acercaban a visitarnos, con los reporteros de rigor, algo que a Lara no le hacía especial gracia:
—No me gusta que molesten a mi familia. Quiero protegeros, ya es suficiente con que me exponga yo y esté siempre en el disparadero. Vosotros tenéis derecho a llevar una vida tranquila —decía.
Cuando tenía 17 o 18 años, pensaba que Lara, simplemente, quería acaparar todo el protagonismo. Pero en algún lugar del mundo había un cazatalentos con el que pronto me encontraría, me descubriría y me convertiría en una supermodelo más famosa que la propia Lara. Ella solo quería truncar mis ilusiones, según pensaba aquellos años. Pero, ya con 25 y después de haber visto el acoso que prácticamente sufrió Lara durante su relación con Ander, futbolista del FC Barcelona y de la Selección, entendía los motivos de mi prima.
—Solito, la fama está sobrevalorada, de verdad. A ti te encanta salir de cañas por el centro, terminar en cualquier disco hasta las tantas y, si te surge, liarte con algún tío, ¿verdad? —me preguntó en cierta ocasión.
—Sí —reconocí.
—Yo eso no lo puedo hacer tan libremente como tú, y te aseguro que también me encantaría. No tengo tantas amigas aquí, eso para empezar. Y, para continuar, si a mí me diera por liarme con un tío en un sitio público, a lo mejor al día siguiente todo el mundo tendría el vídeo en su móvil.
Puede que mi prima supiera que yo estaba tirante con ella, aunque no tuviera la culpa de las comparaciones. Así que hablaba conmigo, me contaba algunas cosas y me aseguraba que su vida no era tan perfecta como yo creía. Y, sobre todo, me trataba con un inmenso cariño y hasta me llamaba “mi Solito”, un apelativo cariñoso que mí me encantaba. Poco a poco fui limando las espinas que yo sola había hecho brotar, hasta que Lara se convirtió en un pilar fundamental en mi vida. Aunque no la viera tanto como me gustaría, la notaba muy cerca. Acabé sintiendo verdadera devoción hacia ella: primero, la Virgen de Consolación de la hermandad de La Sed, y luego mi prima Lara.
Yo vivía sus partidos tan nerviosa como el resto de miembros de la familia, es decir, mis padres, mis tíos, mi hermana, mis primos, mi abuelo, otros familiares y algunos amigos que también pasaban por el hotel. A veces sufría, pero también me encantaba ver cómo las cámaras captaban a asistentes ilustres con los que Lara se codearía antes o después. A Londres, por ejemplo, fue una de las infantas de la Casa Real española, el ministro de Cultura y Deporte, los duques de Cambridge, un actor 100% empotrable al que vi en una película de principios de año, los músicos de un grupo de indie rock que flipaban a Sofi y otra gente a la que no reconocí.
La final de Londres la vivimos con especial intensidad. Lo que mejor recuerdo son los últimos minutos, cuando todos nos pusimos de pie para ver cómo Lara lidiaba con sus dos bolas de partido. Con muchos, muchos más nervios que en una final del Sevilla FC.
Para entonces en el patio no solo había amigos y familiares. Prácticamente todos los huéspedes que había alojados en el hotel bajaron para ver el primer set, y Lola los recibió como si también fueran familiares. Aquello parecía la Feria de Abril, con tanta alegría y tanta fraternidad, y yo encantada. Uno de los amigos de Javi invitados, que era DJ, se llevó el equipo y pinchó canciones durante un par de horas después del partido, hasta que Lola decidió que era suficiente y que no quería molestar más de lo necesario a sus inquilinos. Pusimos rumbo a los alrededores de La Palmera para tomar algo, borrachos de felicidad, y enviamos un vídeo conjunto a Lara para felicitarla. Mi prima estaba ocupadísima atendiendo medios y personalidades, pero nos contestó a las pocas horas con otro vídeo.
—Gracias, muchas gracias a todos. He visto el reportaje en el hotel. ¡Os quiero mucho, mucho, mucho!
Nos fuimos a un bar en el que no había estado nunca, porque no casaba mucho con mi estilo. Estaba lleno de señoras de edad y gentes “bien”, como se les dice a los pijos con cierta sorna. Yo era más de los ambientes de flamenquito fusión, la verdad, sin renegar de ese punto cani-choni que mantuve tras mis años mozos. Pero aquel día íbamos con toda la familia, incluyendo a mis padres, y había que buscar algo mejor adaptado.
Estábamos pidiendo las primeras copas de la noche cuando vi a lo lejos a un tipo que conocía. Era Óscar, un chico con el que había tenido un breve escarceo amoroso unos meses antes. Me sorprendió verlo en aquel ambiente. En aquella noche nuestra, salimos juntos de uno de esos antros que me gustan a mí, y en el que él desentonaba mucho menos. El tío llamaba la atención con una camisa hiperceñida con la que se le marcaban hasta los lunares, abierta hasta casi el ombligo y entremetida por un pantalón no menos pegado. Estaba claro que su vestuario no iba acorde a los looks con pashminas, vestidos de tejido calado y camisas de Spagnolo que abundaban por allí.
El saludo me salió instantáneo. Tenía la vieja costumbre de saludar a los tíos con los que me había liado, y me hacía gracia cuando alguno agachaba la mirada, como queriendo demostrarle a su nueva novia que yo me debía haber equivocado de persona. Óscar puso cara de sorpresa y, solo cuando comenzó a caminar hacia mí, me di cuenta de que tenía que ser más selectiva con los saludos. Ya conté que, antes de escribirle a Arturo, el del tampax, descarté un nombre de mi lista de conquistas sexuales porque la última vez no acabó bien, ¿verdad? Pues bien, era este. Óscar. Apartó a todo el que había entre medias para llegar hasta mí, incluyendo a mis padres y a mi hermana, que me dedicó una de sus clásicas miradas reprensoras.
—¡Hostia, niña, cuánto tiempo!
Lo recibí sonriendo y nos dimos dos besos en la mejilla.
—¿Qué haces por aquí? —pregunté.
—Pues… la verdad es que es una historia larga.
—Ya, que estás por una tía, ¿no?
Óscar rio, lo que me dio la respuesta, porque con palabras no confirmó nada.
—Se me nota que no pego aquí, ¿no?
—Hombre, a ver... Pareces un guiri en la Feria, si te digo la verdad —dije sincera, lo que volvió a provocar sus risas. —Pero bueno, yo tampoco pego mucho aquí.
—¿Y por qué has venido?
Había intentado separarme unos metros de mi familia para que no oyeran nuestra conversación, pero en aquel momento los miré. Estaban hablando entre ellos, sin prestarnos atención a Óscar ni a mí. Al menos, aparentemente.
—He venido con mi familia a celebrar la victoria de Lara.
—¡Hostia! Verdad, de tu prima, ¿no? Qué buena es, la tía.
—Lo es.
—Pues enhorabuena, por la parte que te toca.
Sonreí a modo de agradecimiento.
Aunque yo no tuviera el perfil ideal para Luzal, he de reconocer que era un restaurante y discoteca bastante interesante. Estaba en un edificio de estilo modernista de 1920, y alrededor se extendían jardines con jazmines, rosales, bungavillas y algún olivo que creaban el ambiente ideal en las noches, sobre todo las de verano. Lola había venido más de una vez con sus amigas de la universidad, y fue la que lo propuso porque le gustaba y por la cercanía al hotel.
Después de las primeras dos copas, mi familia quiso pillar mesa para comer. Iba con reserva, claro, y nosotros no teníamos, pero el metre reconoció a Lola.
—¿No eres la directora del Muy Sur? ¿Lola Martín?
—Ehhh… Sssí —confirmó mi hermana, titubeando.
—¡Mujer, pues dilo! ¿Esta es tu familia?
—Sí. Mi hermana, mi novio, mis padres, mis primos, mis tíos y unos amigos.
—Y estáis celebrando la victoria de Lara, ¿no?
—Sí —dijo mi hermana, sonriendo con la candidez con la que ella acostumbraba cuando se trataba de relaciones formales.
—Vale, dame un momentito.
Éramos 15 en total y estábamos en hora punta, pero en 20 minutos teníamos una mesa larga en un buen sitio del jardín para cenar. No era, ni de lejos, la primera vez que recibíamos un trato como aquel. Nos conocía mucha gente en Sevilla, tanto por la propia Lara como por sus influyentes negocios, en los que estábamos involucrados. Y, en circunstancias como aquella, ninguno de nosotros renegábamos de ser “los familiares de”. Por eso me molestaba la falsa humildad que a veces usaban Lola y Sofi, empeñadas en demostrar que todo lo que habían obtenido era mérito suyo. Yo no dudaba ni de su trabajo ni de su esfuerzo, pero también sabía que ninguna de las dos estaría haciendo lo que hacían entonces si hubieran pertenecido a otra familia.
El personal de Luzal, pese al apuro en el que los había metido su metre con 15 personas más de lo esperado, nos atendió con la mejor de sus sonrisas. Los encuentros como aquel siempre servían para rememorar anécdotas familiares que, sin importar las veces que se contaran, hacían reír. Pero, de vez en cuando, las conversaciones tenían lugar en parejas o en pequeños grupos. En una de ellas, mi madre me preguntó:
—¿Quién era ese chaval con el que hablabas, hija?
—Nada, el amigo de una amiga. Lo conocí hace unas cuantas semanas en un pub del centro.
Mi madre, tan indiscreta y pesada ella, siempre me preguntaba por mi vida amorosa. Nunca le contaba nada, obviamente. Me hubiera desheredado y prácticamente desterrado del país si le hubiera dicho la verdad: “¿Ese? Nada, un tío que medio me tiré hará unos cuantos meses. Uno más en una lista larga con muchos nombres”.
Nos tomamos la primera copa tras la cena aún sentados en la mesa, pero para las próximas decidimos levantarnos para no venirnos abajo. Cuando nos mezclamos con la gente de la zona disco, me llevé una sorpresa: Óscar todavía estaba allí. En la barra, bebiendo solo. Lo miré de lejos, levantó su copa y no dejó de mirarme en toda la noche, hasta el punto de hacerme sentir incómoda, pero también curiosa.
No podía hacer muchos movimientos de ficha con mi familia allí, especialmente mi madre, pero el grupo no tardó en romperse. Los primeros en irse fueron mis padres y mis tíos, que decían estar cansados. Lola y David, que también parecían un matrimonio de cincuentones, también se despidieron pronto. Consideré la zona ya bien despejada y me acerqué a Óscar, que por entonces se había encontrado con un amigo.
—¿Todavía estás aquí? ¿No has conseguido aún tu objetivo? —le pregunté.
Su acompañante se despidió brevemente y nos quedamos solos.
—No. Pero ahora lo tengo un poquito más cerca —contestó, dedicándome una mirada sugerente.
Resultó que Óscar iba al mismo gimnasio que yo, aunque en diferente horario, de manera que nunca habíamos coincidido. El ejercicio parecía su tema de conversación favorito y nos llevamos lo que a mí me parecieron horas hablando de lo mismo. Por entonces yo centraba mi atención en las actividades de cardio.
—Tía, pues tienes que hacer rutinas de fuerza. Tú no sabes las tías que van a la hora que yo voy cómo se ponen, con la jaula, con la prensa, con el remo y con todo. Y están fuertes, ¿eh? Hay una que tiene más abdominales que yo.
—Bueno, yo tampoco quiero marcar tanto. Los brazos, el culo y poco más.
—A ver, tú estás muy buena, no hay que decirlo. Pero hay que ir pasando de fase.
Óscar parecía decidido a convertirme en una supersaiyan, como en Dragon Ball Z, y a mí ya me estaba aburriendo su monotema y su insistencia. Pero no quería deshacerme de él, no. Quería sentarme en su cara para que se callara de una vez, aunque me arrepintiera poco después.
Sofi, Javi y sus amigos interrumpieron nuestra conversación para decirnos que querían cambiarse a la Alameda. Miré a Óscar, y él recogió el guante:
—Ah, sí, sí. Vamos, vamos. Total, este no es mi ambiente para nada —dijo. —Sole, vente conmigo, ¿no? Tengo el coche cerca.
La intención de mis primos era coger un taxi, pero Óscar insistió en que apenas había bebido.
—Ya sabes que yo me cuido —me dijo.
Me fui con él, que efectivamente había aparcado cerca.
—¿Quieres que ponga el aire acondicionado? —me preguntó cuando arrancó el coche.
—No, no hace falta —contesté.
—Bueno, pronto tendrás el mismo calor que yo.
Recorrimos La Palmera y Reyes Católicos para intentar aparcar por Torneo o La Barqueta, pero ambos sabíamos que un sábado por la noche habría pocas posibilidades. Óscar cruzó el puente para intentar aparcar en La Cartuja, pero, en lugar de intentarlo por el entorno de Isla Mágica, puso dirección al Estadio Olímpico.
—¿Dónde vas, tío? Esto está lejísimos.
—Bueno es que… quiero hablar un ratito contigo —contestó él.
Había estado mil veces en una situación parecida, quiero decir, con un tío en su coche. Pero, sin saber por qué, se me pasaron por la cabeza todas las advertencias de Lola en ese momento. Rememoré entonces la última (y única) vez con él, pues el alcohol había dejado algunas lagunas. Aquella noche nos estábamos enrollando entre coche y coche cuando, de repente, se convirtió en un pulpo. Me subió la camiseta en plena calle para tocarme las tetas, y cuando me la bajé, incómoda, prosiguió debajo de la falda. No conseguía relajarme y él creía que el problema era estar en un sitio público, cuando quien me producía incomodidad era él mismo. Me arrastró a un callejón cercano y, sin más preámbulos, se bajó el pantalón y la ropa interior y me montó sobre sus caderas.
—Tío, no… No, aquí no… Para, para.
Él continuó besándome mientras se sujetaba la polla entre las manos para penetrarme.
—No nos va a ver nadie, tranquila —susurró.
Ya sentía el roce de su miembro duro, y estaba a punto de darme por vencida cuando escuchamos un ruido cercano. Se detuvo, y yo aproveché para recomponerme y echar a andar de vuelta al pub de donde habíamos salido para magrearnos. Corrió detrás de mí, que caminaba a paso muy ligero, para seguir insistiéndome. Le dije varias veces que no, que me dejara en paz, hasta que se dio la vuelta y se marchó por el camino opuesto, enfadado.
Aquella escena pasaba por mi cabeza cuando Óscar aparcó cerca del Estadio Olímpico, una zona oscura y sin un alma en metros y metros a la redonda. Sentí un escalofrío pese al calor, pero quise quitarle importancia: “Aquella noche estábamos borrachos”, pensé.
—Voy a salir, que está la noche muy buena —dije.
Me apoyé en el capó y él se acercó.
—No están mal esos bracitos, ¿eh? —dijo, a la vez que apretaba uno de mis bíceps. —Pero todavía podrían entrenar más.
—No empecemos otra vez, ¿eh?
—Si quieres, te puedo ayudar con alguna rutina. Mira, mira los míos.
Se quitó la parte de arriba y dobló los codos para marcar músculo.
—Mira, me ha picado un mosquito aquí —dijo, señalando la bola de uno de sus bíceps.
Me pareció un gilipollas, pero me reí, momento que él aprovechó para recortar distancias y dejarme entre su cuerpo y el coche.
—¿Qué? ¿Te lo estás pasando bien? —preguntó, rodeando mi cintura con los brazos.
—Ay, echa para allá, que hace calor —dije, buscando una excusa para zafarme.
Durante nuestro encuentro en Luzal, había deseado estar como en aquel momento. Pero ahora, tras recordar mi primer encuentro con él y viendo que me había llevado hasta allí sin que a mí me entusiasmara la idea, estaba más en guardia que otra cosa.
—¿Quieres que entremos y pongo el aire? —preguntó.
—No —dije, sabiendo que era mala idea recluirme en el interior del coche. —Deberíamos irnos, mis primos me estarán esperando.
—Tranquila, ¿no estás bien aquí conmigo?
—Sí, pero…
—Dame un beso, anda.
Volvió a rodear mi cintura con los brazos y se quedó mirándome a apenas centímetros de mi cara. Sentí el deber de satisfacerle, porque había sido yo quien se había acercado a él en el pub, y también quien accedió a acompañarlo en coche. Así que lo besé. Óscar estaba bueno y yo llegué a excitarme por un segundo, pero enseguida se repitió la escena de la noche que nos conocimos: metía demasiado la lengua, me sobaba como un salido ansioso y me decía cosas que aumentaban mi incomodidad.
—La última vez me dejaste tres días palote.
Pasó a mi cuello, con la misma poca delicadeza. Subí la cabeza, no por despejar la zona en la que él trabajaba justo en ese instante, sino clamando al cielo una señal que me ayudara a salir de aquello. Puse mi antebrazo en su pecho desnudo y lo aparté bruscamente.
—Tío, no quiero follar contigo, ¿vale? Llévame a la Alameda, que es lo me dijiste que harías.
Su expresión reflejó ira y sentí miedo por un momento, pero el gesto dio paso enseguida a la resignación. Se puso la camisa sin abrochársela y, sin mirarme y en dirección a la puerta del conductor me dijo:
—Vamos.
Nos montamos en el coche, y estaba a punto de arrancar cuando sonó mi teléfono. Lo saqué del bolso para comprobar que era Javi.
—¿Lo ves? Ya me está llamando mi primo —dije.
Óscar debió de sufrir un arrebato o algo, porque en aquel momento me quitó el móvil de las manos con brusquedad, pulsó un botón del lateral para silenciarlo y me dijo.
—Bueno, pues que se espere un momento.
Se puso de rodillas en su asiento, accionó la palanca bajo el mío para que se desplazara hacia atrás y luego se colocó sobre mí. No tenía escapatoria. Su cuerpo, grande y musculoso, estaba sobre el mío con el pecho descubierto, atrapándome con su peso. Sus manos no dejaban de sobar mis pechos, mientras su boca buscaba de forma insistente la mía. Estaba en una posición de inferioridad y sentí verdadero pánico al notar su respiración agitada, su polla dura y sus manos desplazándose hacia el botón de mi pantalón para dar el siguiente paso. Con las manos, lo empujaba a la altura de los hombros para que se apartara, pero parecía que él estaba decidido.
—No, tío, para, en serio… —pedía, casi entre sollozos.
—Shhh… Solo será un momento, ya nos vamos —repetía él.
—Pero es que no quiero, joder.
—Sí, sí quieres. Quieres desde que has venido a hablar conmigo antes. Quieres porque te encanta. Relájate y ya está.
Sabía que no me iba a servir suplicarle, así que tenía dos opciones: dejarme hacer o usar la violencia. Me decanté por lo segundo y, casi sin pensarlo, le di un mordisco en el brazo que dejó mis dientes marcados en su piel.
—Ahhhh —gritó.
Aproveché el momento en que se alzó para agarrarse el brazo herido para empujar su pecho y que se quitara de encima de mí, pero el apretó las rodillas a ambos lados para no ceder ni un centímetro. Tenía los ojos fuertemente cerrados y se quejaba:
—Hija de puta —decía entre dientes.
Algo me decía que él también usaría la violencia una vez que yo había abierto la veda. Paralizada por el pánico, temí el momento en el que abriera los ojos y descargara su ira sobre mí, llevado por el dolor. Abrió los ojos, se quedó mirándome con rabia y esperé lo peor. ¿Un golpe? No. Abrió la puerta del copiloto con rapidez, bajó del coche y tiró de mi brazo con fuerza, haciendo que cayera en el asfalto.
—Ay —me quejé.
Después cogió mi bolso y me lo tiró sin mirarme, justo antes de decir:
—Eres la más puta de Sevilla, una calientapollas de mierda.
—Y tú eres un cerdo y un cabrón —contesté.
—A ver cuándo te ves en otra, zorra. Más quisieras poder irte con tíos como yo. Ahí te quedas, con tus muertos —dijo caminando hacia la puerta del asiento del conductor.
Cuando vi sus intenciones, comencé a gritarle:
—¿Que me vas a dejar aquí? No serás tan hijo de puta, ¿no? Tío, que estamos en medio de la nada.
Estaba ya arrancando cuando me gritó desde dentro del coche:
—¡Pues llama a un taxi o al camión de la basura para que venga a recogerte, forrajona!
Me acordé justo en ese momento y comencé a gritar, cuando el coche ya se estaba poniendo en marcha:
—¡El móvil! ¡EL MÓVIL!
Óscar, con rabia, lo había tirado a los pies del asiento del copiloto cuando vio que Javi me llamaba, y aún debía de estar tirado allí.
El coche frenó. Yo me levanté mientras él hurgaba en alguna parte, hasta que lo tiró por la ventanilla y reanudó la marcha sin decir nada más. El muy cerdo lo arrojó con todas sus ganas y rebotó varias veces en el suelo, así que me costó encontrarlo. Tuve que buscarlo a la luz de luna y, para cuando lo encontré, me di cuenta de que la batería había salido despedida por otro lado.
—Mierda.
Pensaba buscarla, pero vi los faros de un coche a lo lejos, cerca del edificio perteneciente a la Escuela de Ingenieros. Sentí miedo y me escabullí entre las sombras sin la batería.
Me quité las sandalias de cuña y caminé entre aceras levantadas y caminos mal asfaltados en una zona que, por entonces, estaba descuidada. Deseé con todas mis fuerzas que ningún coche me viera y quisiera darme un susto, y se me encogía el corazón cada vez que escuchaba un ruido cerca. Si no corría era porque, en la oscuridad y descalza, no me sentía segura y temía clavarme algo en los pies, como los restos de cristal de alguna botella.
Estuve andando unos minutos hasta que llegué a una de las avenidas principales de La Cartuja, debidamente iluminada. Seguí el camino hasta el desvío del Alamillo donde, ahora sí, corrí para no encontrarme ningún coche. No solo por miedo a verme en una situación parecida a la que acababa de vivir, sino porque podían atropellarme. Una vez en el puente, caminé hacia la rotonda y me esperé unos minutos para parar un taxi que me llevara a casa. Para ser sábado por la noche, no tardé en ver una luz verde. El conductor se detuvo, le dije la dirección y me llevó a mi piso.
Por el camino apenas podía pensar, estaba bloqueada, en shock. Las imágenes de Óscar sobre mí e intentando forzarme se agolpaban en mi mente, pero pasaban como si estuviera mirando las tiras de negativos de un viejo carrete ya revelado. Solo las visualizaba, pero no podía pensar nada.
El taxi me dejó en mi portal y subí. Me fui directa al teléfono fijo para llamar a Sofi al móvil.
—¿Sí? —contestó mi prima gritando, para hacerse oír entre la muchedumbre de la terraza en la que estaba.
—Sofi, que al final no voy, que me…
—¿Qué dices, tía? No me entero.
—¡QUE ESTOY EN CASA! —grité.
—¿Qué pasa, cabrona? ¿Ya te ha salido otro plan?
“Otro plan”, pensé. No pude contestar. Colgué el teléfono y caí el suelo, derrotada y llorando por el dolor y por la rabia.

