Sole (4): El after de los horrores
Capítulo 21 de Las rosas de Abril.
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El incidente con Óscar me hubiera dejado hecha una mierda durante meses si no hubiera sido por mis amigas. Bueno, yo lo llamaba “incidente”, pero Sara, Patri, Ro y Sofi insistían en llamarlo “intento de violación”. Mi amiga Sara incluso intentó convencerme para que lo denunciara ante la policía, pero me negué.
—Es cosa tuya, está claro, pero joder, estoy hasta el coño. Algunos tíos se creen que pueden hacer lo que les dé la gana con nosotras —repetía mi amiga.
Sara era administrativa, como yo. Nos conocimos durante el ciclo de FP que estudiamos juntas, y pronto nos hicimos amigas. Se la presenté a Lola y Sofi, además de a Patri y Ro, estas últimas amigas del instituto de Lola y Sofi respectivamente. Las seis salíamos juntas a menudo. Sara estaba estudiando Derecho por entonces y consiguió trabajo como administrativa en un bufete de abogados especializado en temas de género. Mi amiga se estaba formando mucho en feminismo y derechos de las mujeres, y fue ella quien me explicó conceptos básicos como que feminismo no es lo contrario de machismo.
—No, Sole, eso es un error —me dijo en cierta ocasión. —El feminismo busca la igualdad, mientras que el machismo quiere que el hombre continúe por encima. Te tienes que poner las gafas moradas ya.
Aquel verano me quedó más claro que nunca el concepto de “sororidad”. En mis semanas de bajón por lo de Óscar, mis amigas venían a casa a diario. Pedíamos comida a domicilio, veíamos la televisión y, a veces, incluso se quedaban a dormir. Lola también. Ella permanecía en silencio cuando Sara y Sofi se ponían combativas, pero allí estaba, presente.
Ro se apuntó al gimnasio conmigo, aunque no le pillaba cerca ni mi horario le venía demasiado bien. Yo no había confesado que era un hipotético encuentro con Óscar lo que me impedía ir, y le echaba la culpa al calor del verano de Sevilla. Pero mis amigas sabían que hacía años que yo no faltaba al gimnasio un mínimo de tres veces a la semana, y Ro prefirió no insistir y tomar acción directamente.
—Tía, me he apuntado a tu gimnasio este mes, que me quiero poner fuerte como un limón. Como tú —me dijo.
—Pero tía, te pilla lejos.
—Bueno, da igual. Quiero probar, a ver.
Afortunadamente, nunca nos encontramos a Óscar en las salas de actividades dirigidas ni en las de máquinas, pero sí no los encontramos una noche de jueves de fiesta. Yo había empezado a salir poco a poco, a medida que iba recuperando la confianza. Al principio me limitaba a tomar cervezas por algún bar de Nervión, precisamente como aquella noche. Fue una de esas en las que no planeas quedarte hasta tarde, porque al día siguiente hay que trabajar, pero estábamos las seis, nos entonamos enseguida y decidimos ir a una terraza del Paseo de las Delicias. A mí se me dispararon las alertas, porque aquel sitio lo frecuentaban tipos con el perfil de Óscar, pero no lo dije. Sara y Ro tenían ganas de ir y, antes de que Lola pudiera negarse, estaban parando dos taxis en la puerta de bar.
Había una cola inmensa cuando llegamos, pese a tratarse de un jueves por la noche. Sofi, Lola y yo nos miramos sabiendo que aquel día no podríamos jugar la carta de Lara Martín, así que tuvimos que esperar. Los porteros se comportaban como auténticos gorilas, dejando pasar y echando a gente a discreción con el único criterio de las pintas. Eso nos mataba, especialmente a Sofi. Mi prima se estaba poniendo insoportable, dándonos la chapa sobre los prejuicios, la discriminación y toda la pesca, pero se quedó y esperó como las demás. Nos costó 40 minutos, pero a nada que llegamos hasta ellos, nos abrieron el cordón para pasar.
El sitio estaba abarrotado y tuvimos que abrirnos paso entre la gente para llegar hasta la barra a pedir. Estaba pensando en qué beber y mirando distraída a la gente cuando lo vi. Era Óscar. Estaba justo en el lado opuesto, hablando con un par de tíos, y yo me quedé lívida y comencé a hiperventilar. Lola se dio cuenta.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—¿Nos podemos ir? —le pedí, ignorando su pregunta.
En otras circunstancias, mi hermana hubiera accedido sin preguntar porque no era amiga de las noches de fiesta entre semana. Pero aquella vez, al ver mi cara, no quiso dejarlo estar. Alzó la cabeza para otear entre la gente hasta que dio con él.
—¿Ese no es…? —preguntó.
Solo lo había visto aquella noche en Luzal, pero enseguida lo reconoció.
—Lola, vámonos.
Al decir esto, Sara se enteró.
—¿Que os vais? ¿Por qué?
Alarmó a Ro, a Patri y a Sofi, que se sumaron a la conversación.
—¿En serio? ¿Con lo que nos ha costado entrar? Yo acabo de pedir —protestó Sofi.
Mi hermana y yo teníamos gesto compungido y las demás lo notaron. No era cansancio lo que nos hacía querer salir de allí.
—¿Qué pasa? —preguntó Sara.
Lola y yo nos miramos. Fue ella quien contestó.
—Nada que… Que está ahí…
Arqueó las cejas en lugar de pronunciar su nombre, lo que hizo que las chicas se quedaran confusas. Fue Ro quien cayó en la cuenta.
—No jodas. ¿Está Óscar aquí? —preguntó.
Asentí seria. Al verme, las chicas levantaron la vista para mirar al otro lado. Sofi, que también lo vio aquella noche en Luzal, fue la primera en reconocerlo entre el gentío. Sin decir nada, comenzó a caminar en su dirección.
—Sofía, ¿qué haces? Hostia puta, ¿dónde va está tía? ¿Estás loca o qué, Sofía?
Mi prima me ignoró, lo que nos obligó a las demás a seguirla. No era conveniente dejarla sola en momentos así.
Atravesamos la terraza hasta estar muy cerca de Óscar que, de espaldas y entretenido con sus amigos, no nos vio. Sofi se quedó observándolo, pero luego se giró hacia nosotras.
—Sofía, te lo digo en serio, vámonos de aquí ahora mismo —pedí a mi prima.
—Dame un cigarro, Patri —dijo ella, ignorándome.
Mi prima se definía como fumadora social, porque solo pedía cigarros cuando salíamos y bebíamos, y casi nunca compraba. Patri obedeció, mientras las demás respirábamos tranquilas pensando en que lo que sea que hubiera llevado a Sofi hasta allí, se había disipado. Puede que se viniera abajo al ver el tamaño de Óscar y sus acompañantes.
Sin embargo, en cuanto encendió el cigarro, mi prima se giró y siguió caminando en dirección a Óscar. Lola y yo volvimos a mirarnos y fuimos tras ella, ya sin margen para hacerla retroceder. Ro, Patri y Sara nos siguieron.
Óscar estaba de espaldas cuando Sofi le tocó un hombro, y él se giró. Sin mediar palabra, mi prima le apagó en el brazo el cigarro que le acababa de pedir a Patri, lo que hizo que el gritara y sus amigos, alarmados, se abalanzaron sobre nosotras. Óscar miró a Sofía con ira y dio un paso hacia delante, lleno de rabia. Ro reaccionó a tiempo y le dio un empujón con todas sus ganas, lo que volvió a dejarlo descolocado. Ignorando a sus amigos, que ya nos ponían de locas, Sofi alzó la voz para decir:
—Como vuelvas a tocar a mi prima, hijo de puta, el próximo te lo apago en los huevos.
Fue entonces cuando Óscar me miró. No sé si quiso decir algo o no, pero delante de mí, haciendo de escudo, tenía cinco chicas mirándolo con muy mala cara y visiblemente dispuestas a seguir ejerciendo la violencia. Óscar suspiró y, mirando a Sofi, le dijo a sus amigos:
—Dejadlas, tíos, no merecen la pena.
—El que no merece la pena eres tú, violador de mierda —soltó Sara.
Los acompañantes de Óscar lo miraron confundidos.
—Vámonos, anda —dijo mi agresor, con la cara desencajada.
Con los nervios no lo había notado, pero Lola me estaba agarrando fuerte la mano. Aquella noche, al despedirme de mis amigas, les pedí un abrazo colectivo.
—Gracias, chicas. Muchas gracias por todo, de verdad. Os quiero mucho —dije.
—Si tocan a una, nos tocan a todas —respondió Sara.
Unos días después de aquel encuentro, volvimos a encontrarnos en una escena familiar a la del día de Luzal. Lola volvió a montar una pantalla gigante en el patio del hotel para ver la final del US Open de Lara, esta vez con mucha más parafernalia. El partido comenzaba a las 16:30 h de Nueva York, las 22:30 hora peninsular española, y mi hermana incluso reforzó el servicio de catering para que nos sirvieran unos canapés de cena. Los reportajes que las cadenas de televisión vinieron a hacernos en partidos anteriores de Lara habían reportado buena publicidad al hotel. Muchos de los inquilinos de aquellos días vinieron esperando compartir la final con la familia de la propia Lara. Mi hermana no les decepcionó, y mi prima tampoco.
Sofía y Javi fueron quienes lo pasaron peor. Contemplaron el final del partido desde el fondo, una con la mano en el pecho, como intentando contener el inminente infarto, y otro con la mano en la boca, como intentando contener el vómito. Todos lloramos cuando la jueza de silla dio por válida la segunda bola de partido de mi prima, confirmando la gesta tan increíble que Lara acababa de hacer. Entre llantos, besos y abrazos, incluso de gente a la que ni siquiera conocía, distinguí a mi prima en la pantalla mientras saltaba al box para abrazar a su familia y a su equipo, y deseé estar allí con ella.
No hubo tiempo de hacer videollamada con Lara aquel día, aunque nos mandó un audio en Whatsapp y nos prometió que vendría pronto a Sevilla. En el hotel continuamos la fiesta como si hubiéramos ganado nosotros, pues Lola lo había planeado todo muy bien. En la pantalla ahora aparecía la final de Wimbledon en redifusión.
Nos quedamos en el patio del hotel hasta las 2 h, bailando las canciones que pinchaba el mismo DJ de la fiesta de Wimbledon, amigo de Javi. Lola no dejó nada al azar y nos comunicó que había reservado en Río Azul para acallar nuestras protestas, que se desataron cuando nos dijo que teníamos que desalojar. No sé para cuántas personas había reservado mi hermana en aquel restaurante-discoteca junto al río. Se pasó todo el camino haciendo llamadas, pero hasta allí llegamos andando 30 personas. Formamos todo un alboroto durante el paseo, cantando y coreando el nombre de Lara. Algunos coches que pasaban a nuestro lado pitaban, y por la calles se nos unieron algunos viandantes cuando les dijimos qué celebrábamos.
Resultó que teníamos la sala prácticamente para nosotros. Mi hermana cada vez se revelaba más eficaz con las predicciones y con la gestión:
—Yo sabía que esta iba a ser una noche gorda —dijo al llegar.
Pasamos el resto de la noche cantando y bailando, borrachos de felicidad y de licores. Me quedé hasta el final con Sofi, Javi y unos cuantos amigos, y eran las claritas del día cuando pedí un taxi para volver a casa. Me acosté a las 8 de la mañana del domingo, reventada, y me desperté a las 3 de la tarde tras haber dormido de un tirón, necesitada como estaba de descanso. Quise mirar el móvil, pero estaba fundido, así que lo puse a cargar y esperé unos minutos para volver a encenderlo. Mientras tanto, abrí el portátil para repasar algunas crónicas deportivas sobre la victoria de Lara. Sonreí viendo a mi prima tirada en la pista del Arthur Ashe, llorando, y me emocioné con las imágenes del box en las que se abrazaba a sus padres y a su hermano.
Entre las entradas de Google en las que iba clicando, hubo una que llamó mi atención, aunque no era de un diario deportivo. Era del Hola, y lo que leí en el titular me dejó de piedra: “Lara Martín estrena trofeo… ¡y novio!”. Me puse tan alterada que apenas acerté con el touchpad para entrar en la noticia. No daba crédito a las imágenes que había en el interior.
—¡La madre que la parió! —exclamé.
El Hola había publicado una cuantas fotos. En unas se veía a Lara con Leo, Marisa, Paco y el resto de su equipo, y en otras aparecía junto al tito Hilario, la tita Maqui, Víctor o Cris. Pero, en todas ellas, el que no se despegaba de ella era Harry Cross, que la sujetaba por los hombros mientras paseaban por la calle (a la salida del restaurante en el que cenaron, por lo que leí en Hola).
Aquel no era un tipo cualquiera. Aquel era una actorazo de la lista A de Hollywood, del que yo me enamoré cuando lo vi en la película Mark H. Y resultaba que era el novio de mi prima y que nadie de la familia se había enterado, o lo habían ocultado muy bien. Llamé a Lola de inmediato, pero mi hermana no respondió, así que probé con Sofi.
—Dime —contestó mi prima al otro lado.
—Tía, ¿tú has visto las fotos de ayer de Lara?
—Sí.
Obviamente, Sofi sabía a qué me refería.
—Me cago en mi puta vida, Sofi. ¿Sí? ¿Sin más?
—¿Qué quieres que te diga, Sole?
—Joder, ¿¿¿que Lara está con Harry Cross???
—Sí, ya. Se ha hablado en el grupo de la familia esta mañana, ¿no lo has leído?
—No. Me acabo de despertar.
—Ella ha puesto que no había dicho nada porque no llevan mucho y porque no quería que se enterara la prensa, que quería concentrarse en el tenis.
—Sí, ¡un mojón pa ella! ¿Cómo no nos ha dicho nada? ¡Hostias, es que es muy fuerte!
—Bueno, no sé. Es que tampoco la hemos visto. ¿Cuánto hace que no viene?
—¡Mucho! ¡Demasiado! Pero, hostia, Sofi, es que es Harry Cross, ¡Harry Cross!
—Que sí, que es Harry Cross.
—¿Tú te acuerdas de ese tío? ¿El de la peli esa que fuimos a ver al cine el año pasado?
—Sí, me acuerdo. Es... mono.
—¿Mono, Sofi, mono? Sofía, por Dios santo. ¿Tú sabes las veces que yo me he metido el dildo pensando en ese tío? ¿Tú sabes las cosas que yo le he hecho en mis fantasías?
—Sole, no seas bruta, hija, que está con tu prima.
—¡Y no lo ha dicho, la muy perra, maldita sea! Joder, Sofía, vale que seas bollera, pero es que… ¡Harry Cross!
—Hostias, Sole, qué pesada estás. Que sí, que Harry Cross, que está buenísimo, puedo verlo incluso siendo bollera.
—Y la cabrona no lo dice. Ahora mismo la voy a llamar, vamos, es que me va a oír.
—¿Que la vas a llamar, Sole? Déjala, que estará descansando o atendiendo a la prensa.
—¿Qué hora es allí? —pregunté.
—Las 9:30 h —contestó mi prima.
—Esa está ya despierta. Pero no la voy a llamar a ella, por si no tiene la decencia de contestar. Voy a llamar al tito.
—Estás como una cabra.
Leí por encima la conversación de Whatsapp en el grupo de la familia y llamé a mi tío.
—Sole, ¿qué pasa? Te va a costar un dineral la llamada —me dijo, sin saludar siquiera.
—¿Estás con la prima? —pregunté, ignorándolo.
—Sí, estamos desayunando.
—Dile que se ponga que es muy muy urgente.
Escuché a mi tío decir: “Tu prima Sole, que te pongas urgentemente”, y, a continuación, la voz de Lara. Me sonó especialmente contenta, y estaba segura de que no era solo por su impecable triunfo. La cabrona acababa de echar un polvo mañanero con Harry Cross, estaba segura. Uno o dos. Mi prima no pudo atenderme más de un minuto, pero me despedí con la petición expresa de que follara mucho y con la promesa de que vendría pronto a Sevilla y traería a su monumental novio. Nerviosa me ponía solo de pensarlo.
El viernes siguiente a la victoria de Lara, los Martín volvimos a quedar para celebrar en familia. Ella no vendría, claro. La tía seguía en Estados Unidos, donde aquel mismo día asistiría al estreno de la última peli de su novio. Alcancé a ver unas fotos antes de salir de casa en dirección al hotel, donde habíamos quedado. Los dos posaban en la alfombra roja por primera vez, agarrados y, por lo que se veía en los breves vídeos que pude ver, compartiendo química. “Qué cabrona”, pensé.
Abordé a Víctor, su hermano, con todo tipo de preguntas sobre la relación.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Nos lo contó estando ya en Nueva York. Se liaron la noche de la final de Wimbledon, por lo visto, y luego él estuvo en Marbella.
—¿¿¿¿QUE ESTUVO EN MARBELLA???? —grité.
—Sole, tranquila, hija —pidió mi primo. —En las rondas previas del Abierto nos dijo que estaba con él, que vendría a la final y que entonces nos los presentaría.
—Qué calladito se lo tenía. ¿Y qué te parece?
—No sé, se le ve buen tío. A mi me cayó bien, pero tampoco te puedo decir mucho. Solo lo he visto unas horas.
Apenas tenía ganas de fiesta después de la cena, pues aún arrastraba cansancio. Cosas de la edad, que los años no pasan en balde ni aunque me mantuviera en buena forma. Quién lo diría, porque resultó que, pese a llevar poca motivación de inicio, terminé en la Alameda con los amigos de Javi hasta que nos echaron del local. Toda mi familia se había ido hacía rato, la mayoría a casa. A Víctor, simplemente, lo perdí en algún momento de la noche.
Eran las seis de la mañana y ninguno de los que quedábamos estábamos dispuestos a recogernos.
—Yo conozco un sitio en el polígono Calonge —dijo Sergio, el DJ amigo de Javi.
—¿Una rave? —pregunté.
—Algo así, sí. ¿Vamos?
Nos llevó Ana, también amiga de Javi, que solo se había bebido una Desperados hacía al menos dos horas. Aquello era un paraje industrial desolado en el que parecía que estábamos por equivocación, pues, a excepción de los coches de la puerta, no había rastro de vida. Pero Sergio empujó la puerta de la nave y enseguida nos llegó el ruido de la música tecno del interior, unido a las voces de personas que debían subir el tono para hablarse.
Habría una veintena de personas dentro y no tenían mucho ambiente. Solo un par de ellos bailaban, o lo que sea que se puede hacer cuando suena tecno. El resto ocupaba una especie de reservado con un sofá con una mesa baja delante, en la que se acumulaban los vasos de tubo. Ana reconoció a alguien y se dirigió a la zona, y yo la seguí. Mientras ella saludaba a quien quiera que se hubiera encontrado, y yo ya me arrepentía de haber llegado hasta allí, vi una fila de chicos salir de un pasillo en el que parecía estar el baño. El primero de ellos se tocaba los orificios nasales, y juraría que la luz violeta revelaba polvo blanco en la camiseta del segundo. Me quedé petrificada cuando vi al tercero, que salía riendo y hablando con un cuarto tipo. Era mi primo Víctor, al que hacía horas que había perdido de vista. Él puso el mismo gesto cuando me vio a mí, pero no le di tiempo a reaccionar. Volví la espalda y me fui en dirección a la puerta.
Salí de nuevo al aparcamiento, lamentándome de estar allí. ¿Pero qué mierda de sitio era ese? ¿Y qué coño hacía Víctor allí? En la puerta solo había un par de chicos fumando. Me acerqué a ellos, aunque no los conocía.
—Perdonad, ¿me podéis dar un cigarro? —pregunté, interrumpiendo su conversación.
Hacía años que no le había dado una calada a un pitillo, pero estaba tan nerviosa que no pude evitar pedirlo.
—Claro, hija, con lo guapa que eres —dijo uno de ellos, y se sacó del bolsillo su paquete para ofrecérmelo.
El otro encendió una llama con su mechero en cuanto lo tuve en la boca.
—¿Qué haces por aquí, guapa? —preguntó.
—Eso es lo que yo me pregunto —dije.
—¿No te gusta el tecno o qué? Si quieres, ponemos pachangeo. Nos abuchearán, pero con tal de que no te vayas...
No dije nada. Me limité a fumar mirando el horizonte, cuando la puerta de la nave se abrió y de ella salió Víctor. Caminó hacia nosotros, decidido. Seguí su trayectoria con la mirada, sin quitarle los ojos de encima. Cuando estuvo a solo unos pasos de mí, dijo:
—¿Puedes venir?
El chico que me había dado el cigarro replicó enseguida:
—Eh, tío, yo la vi primero.
—Es mi prima, gilipollas —contestó Víctor.
—¿Y qué? Cuanto más primo, más me arrimo —dijo el otro tipo, provocando las risas del primero.
Víctor les lanzó una mirada amenazante y los chicos levantaron los brazos en gesto de rendición, firmando la paz. Yo hice caso a mi primo y me aparté de los tipos para hablar con él.
—¿Desde cuándo fumas? —preguntó.
—¿Y tú desde cuándo te drogas? ¿Lo sabe Lara? —repliqué, directa.
—¡Venga, Sole, coño! Pegarse un tirito de vez en cuando no es drogarse —contestó mi primo.
—Vale, pues entonces no hay problema en que se lo diga a tu hermana o a Cris, ¿no?
—No, ni se te ocurra.
Lara le tenía verdadero pavor a prácticamente cualquier sustancia que estuviera fuera de alimentos y bebidas. Uno de los mayores temores de su carrera era dar positivo en un control antidopaje, hasta un punto tan obsesivo que ni siquiera usaba métodos anticonceptivos más allá del condón. Con las drogas tenía una particular cruzada. Las pocas veces que salía de fiesta por Sevilla se quedaba descolocada con cualquier movimiento extraño en el baño. No entendía que se escandalizara tanto, cuando ella, en su profesión, habría visto de todo.
—Sole, en serio, no lo cuentes. No me drogo, ¿vale? Me han invitado y ya está. Te lo juro.
Le di una calada al cigarro y dije:
—No diré nada. Pero esta me la debes.
—Lo que quieras. Te doy días libres en el parking.
Jamás hubiera sospechado que ver a mi primo Víctor salir de meterse coca de un baño iba a ser lo más fuerte que vería en la noche. Hablábamos en el exterior de aquella nave cuando vimos llegar un coche que, por el aspecto, nos resultó familiar.
—Es el coche de David —dijo Víctor.
Desde su posición no nos podía ver, así que nos quedamos expectantes para ver con quién vendría el novio de mi hermana. El corazón me dio un vuelco al pensar que, quizás, venía con otra chica. Pasaron unos minutos y la puerta no se abrió. Mi primo y yo, que habíamos recorrido con los ojos toda la trayectoria del coche, nos miramos sin comprender.
—Ese se ha quedado dormido ahí. Seguro que viene borracho —dijo Víctor.
Nos acercamos con sigilo para ver qué pasaba cuando, de repente, alcancé a ver a David con la cabeza echada hacia atrás sobre el asiento, los ojos cerrados y la boca entreabierta.
—Dios mío —susurré.
Me acerqué más, hasta que distinguí una figura agachada sobre su entrepierna desde el asiento del copiloto. Mi primo también lo vio, y luego me miró sin dar crédito. Sin decirnos nada, nos acercamos a su ventanilla, que Víctor tocó con los nudillos. Estando tan cerca ya no quedaba lugar a dudas y, para colmó, el “toc, toc” alarmó a la chica, que se incorporó en el asiento y dejó a la vista la polla del cerdo de mi cuñado.
—Tío, le estaba haciendo una mamada —dije, removida hasta las entrañas por el asco.
David se recompuso y se cubrió como pudo, sin abrir la puerta ni la ventanilla. Mi primo lo intentó desde fuera, pero estaban accionados los seguros.
—Abre, anda —dijo Víctor, serio.
David levantó los brazos, como intentando explicarse. Poco podía decir. La chica, mientras tanto, nos miraba asustada y avergonzada. Le lancé una mirada reprobatoria, moviendo la cabeza.
—Abre, tío —insistió Víctor.
David sabía que no tenía escapatoria, así que hizo un gesto a Víctor para que se apartara y salió.
—A ver, esto no es… —dijo mientras se bajaba del coche.
No pudo decir mucho más. Víctor lo agarró por el cuello de la camisa y lo puso contra el coche.
—¿Qué estabas haciendo, cabrón de mierda? ¿Ese es el respeto que le tienes a mi prima?
A la segunda pregunta, Víctor lo apretó contra el coche con más fuerza.
David se limitó a apartar la mirada y no dijo nada, así que, al cabo de unos segundos, Víctor lo soltó. Fue entonces cuando yo me acerqué a él.
—Qué asco das, hijo de la gran puta —le dije, y acto seguido le propiné una bofetada con toda la fuerza que logré reunir.
David apretó los labios, pero se contuvo de hacer lo que fuera que se le pasara por la cabeza, porque, a mi lado, Víctor apretaba de nuevo los puños.
—Vámonos, anda, tengo el coche ahí. Deja aquí a esta escoria.
Seguí a Víctor hacia su coche sin mirar atrás. Una vez dentro, vi por la ventanilla que David se llevaba las manos a la cara, consciente de lo que acababa de pasar. Mi primo y yo apenas hablamos durante el trayecto. Yo estaba en shock, y solo negaba con la cabeza. Él balbuceaba insultos.
Me despedí de él en la puerta de casa:
—Ya hablamos —se limitó a decir, y yo asentí.
Ni siquiera me recuerdo quitándome la ropa y metiéndome en la cama aquella noche. Solo podía pensar: ¿cómo iba a contarle a Lola lo que acababa de ver?

