Sole (5): Más allá del interés sexo-festivo

Capítulo 23 de Las rosas de Abril

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Las semanas posteriores a que le contáramos a Lola lo que Víctor y yo habíamos visto, intenté ser siempre agradable con mi hermana. Ella y yo habíamos estado muy unidas desde pequeñas, por la poca diferencia de edad, porque fuimos a los mismos centros educativos hasta terminar el bachillerato y porque compartíamos grupo de amigas. Pero, por algún motivo, tuvimos una evolución diferente. Desde que David se había convertido en el enemigo público número 1, yo tenía claro que la culpa de esas diferencias entre nosotras era suya.

Lola y él se conocieron durante una Feria de Abril de Sevilla, cuando mi hermana estudiaba segundo de carrera. Estaba en la caseta de una de sus mejores amigas de la universidad, Paula, cuando llegó el por entonces novio de esta con unos amigos. Uno de ellos era David. Se fijó en mi hermana porque, según él, era una chica reservada y sensata que fue amable con él en todo momento, no era una de esas creídas egocéntricas. Le estuvo dando palique toda la noche, y Lola, posiblemente, aguantó el tirón por no ser borde. Nunca lo era. El tío le pidió su número de teléfono y le estuvo enviando mensajes de texto ñoñas a todas horas durante días, hasta que Lola cayó en sus redes. Se la veía sonreír con el móvil en la mano y el tío la buscaba allá donde estuviéramos. Hasta que se liaron.

Cuando Lola me daba caña por mi presunto “libertinaje”, como ella lo llamaba a veces, yo le decía:

—Lo que no voy a hacer es quedarme con el que primero que venga, como hiciste tú.

David hizo que la evolución personal de mi hermana, como digo, fuera muy diferente a la mía. Él provenía de una familia muy tradicional y comenzó a trabajar en el campo al terminar un ciclo de grado medio que hizo por no escuchar a su madre. Mi cuñado no formaba parte de esos jornaleros instruidos que luchan por sus derechos, sino de los hombres a los que interesa más el estado de una yegua que el de su mujer. Lola decía de él que era rudo, pero Sofi y yo decíamos por detrás de ella que era como un borrico amarrado a la cancela de una casa.

Mi cuñado era machista, intolerante e hipócrita. Se le llenaba la boca con el concepto tradicional de familia y le repugnaba pensar en dos hombres besándose, pero estoy segura de que le fue infiel a mi hermana en más de una ocasión. Supongo que el muy cabrón se sentía con el derecho de pernada. Él, que encontraba cualquier ocasión buena para criticarme, sembrando en la mente de Lola prejuicios hacia mi estilo de vida. Muchas veces, cuando mi hermana hablaba, sentía que lo hacía David por su boca.

El día que le conté a Sofía lo que Víctor y yo habíamos visto, hablamos sobre nuestra relación con Lola. Mi prima y yo teníamos mucha complicidad, a pesar de las obvias diferencias de personalidad, mientras que Lola solía hacer bloque con Lara. Pero esta última no estaba.

—A lo mejor hemos sido un poco duras con Lola a veces —dije a Sofi, con culpa.

—Ya, yo también lo he pensado. Pero mira, me da cosa porque somos dos y ella siempre se queda en minoría. Pero por lo que le digo no, porque ella se explaya también cuando quiere.

—Sí. Pero ella ahora lo va a pasar mal y quiero que nos vea como un apoyo. Que no la juzguemos.

—Eso por supuesto.

—Tú sabes que es posible que no lo deje, ¿verdad? —dije a Sofi.

—Tsss… ¿Cómo no lo va a dejar, después de esto?

—Hay gente a la que le cuesta salir de relaciones tóxicas. Si supieras las cosas que me ha contado Sara de las casos que tratan en el bufete…

—Madre mía —dijo Sofi.

—Si no lo deja, tendremos que vivir con ello. Pero no puedo dejar de hablarle a mi hermana.

—Ya, claro, claro. No tengo ninguna intención de separarme de ella, y menos por culpa de ese cerdo.

A principios de octubre celebré mi 25º cumpleaños. Yo disfrutaba mucho con esas celebraciones, pero aquella me parecía una cifra significativa, así que estuve especialmente insistente. Lara estaba en Sevilla aquellos días, pues hasta final de mes no tenía el campeonato de fin de año de Estambul, pero no se había traído al monumento andante que tenía por novio. Según ella misma explicó, estaba rodando una serie en Gales, pero también quería esperar un poco para presentarlo a la familia. Confieso que tenía interés en conocerle, en parte, por verlo como el humano que era y bajarle del pedestal en el que lo había subido. Se había vuelto urgente hacerlo para que aquella atracción platónica no terminase por afectar a mi relación con Lara.

—Yo no sé mi prima en qué piensa, en serio. No sé cómo sigue jugando al tenis. Lo ha ganado todo ya, ¿qué más quiere? ¡Vete a tu casa y deja que tu novio te ponga una ristra de hijos en la barriga! —decía a mis amigas.

—Lo que te pasa es que te gustaría que te hiciera los niños a ti —dijo Patri en cierta ocasión.

—Pues mira, para que te voy a decir que no, si sí —confesé.

—Tía, Sole, que es el novio de tu prima —me recriminó Sara. —Eso no se le hace a un ser querido.

—Ante un tío como ese, yo no distingo amiga de enemiga —dije, irónica.

Celebré mi cumpleaños el mismo día 7 en casa, un lunes. Me gustaban las celebraciones a la antigua, con sandwiches de foie-gras cortados en diagonal, tarta con velas, guirnaldas de colores y la canción del cumpleaños feliz, que mi prima Sofía odiaba. Teníamos prohibidísimo cantársela, y ella tampoco la entonaba porque le parecía lo más ridículo del mundo. La merienda fue en mi casa y vino toda mi familia, incluyendo a Lara. Estuve muy tentada de contarle lo que le estaba pasando a Lola, porque sabía que ella le daría buenos consejos, pero no lo hice ni cuando nos quedamos las cuatro solas a última hora de la tarde.

Para la segunda parte de mi celebración de entrada en los 25, salimos de fiesta el viernes por la noche: Lola, Sofi, Sara, Ro, Patri y yo. A las copas se nos unieron Javi y unos amigos, entre ellos Ana y Sergio, más Jessi, Pepe, Nando y otros compañeros del hotel con los que habíamos hecho piña. A mí me encantaban las salidas multitudinarias como aquella, y más siendo mi cumpleaños, porque me sentía protagonista. Estuvimos en algunos bares del Paseo Colón a petición mía, porque sabía que Sofi y Javi nos querrían arrastrar a La Alameda en algún momento. Lo hicieron, por supuesto, aunque confieso que yo no opuse mucha resistencia.

Aún hacía buen tiempo en Sevilla, así que estábamos charlando y bebiendo tranquilamente en la puerta de Blue Elephant cuando me llamó la atención un chico. Llevaba unos vaqueros de al menos una talla más de la que le pertenecía y una camiseta de Metallica. Hablaba con otros chicos con una Budweiser en la mano, y yo me quedé mirándolo. Era Arturo. Arturo el de la polla cohete, el que la primavera pasada casi me sube un tampón al útero. Sonreí cuando me acordé, y Sofi se dio cuenta.

—¿De qué te ríes ahora, quilla?

—Tía, ¿te acuerdas hace unos cuantos meses que os hice a mi hermana y a ti venir a mi casa porque me habían follado con un tampón?

—Hostias, sí —contestó Sofi, riendo.

—Pues es que está ahí el tío que me lo metió hasta el fondo, ¿sabes?

—¿Qué dices? ¿En serio? ¿Quién es?

—Aquel de allí.

Le indiqué con el dedo de quién se trataba.

—Tía, me quiero acercar, pero es que me da un montón de palo. Lo eché a la fuerza, prácticamente. Le hablé un día por Twitter, no me contestó y hasta hoy.

—Bueno, voy a ir preparando el terreno.

Sofía siguió hablando con el resto del grupo como si no tuviera un plan, pero nos iba moviendo sutilmente de sitio. Mi prima era una buena estratega y me había ayudado a llevarme a varios a la cama así. “Veníos más para acá, que estamos muy en medio”, “Me voy a poner aquí, a ver si pillamos mesita alta”, decía… Hasta que estuvimos al lado del grupo de Arturo.

Resultó que Nando, uno de los de Seguridad del hotel, conocía a uno de ellos y se acercó a saludar. Sofi terminó su plan maestro diciéndole a Arturo que le encantaba su camiseta, lo que dio pie a una breve conversación sobre música. No sé qué le diría mi prima, que estaba pegada en heavy metal, pero yo aproveché la ocasión y me acerqué por detrás:

—Sofi, voy a la barra, ¿quieres que…? Coño, hola —dije mirando a Arturo, haciéndome la casual.

—Hola, ¿qué hay? —contestó él.

—Pues nada, aquí estoy, celebrando mi cumple.

—¡Ah! Pues felicidades.

—¡Gracias! ¿Y tú qué te cuentas? —pregunté.

—Pues poca cosa. También estoy aquí con unos amigos.

Arturo no estaba siendo borde, pero sí escueto. Se veía que no tenía especial interés en hablar conmigo, pero no quería dejarlo pasar.

—¿Sigues caminando por la senda del dolor? —pregunté.

—¿Cómo? —dijo Arturo, inclinándose hacía mí para oírme bien.

—Que si sigues siendo del Betis.

—¡Ahh! -exclamó él, riendo. —Se puede cambiar hasta de cara o de nacionalidad, pero de equipo jamás.

Mi pregunta dio paso a una conversación sobre fútbol. Arturo estaba siendo agradable, pero yo necesitaba un nivel de acercamiento mayor. Mientras hablaba con él, descubrí que no me había fijado en que tenía un pelo castaño claro sedoso muy bien cuidado. No me había fijado en sus ojos almendrados en los que, a pesar de la oscuridad, se le distinguían tonos verdosos en el marrón del iris. Ni tampoco en que tenía una sonrisa preciosa con la que estiraba sus gruesos labios y replegaba su barbita fina, del mismo color que su pelo.

Después de tocarle un ratito los huevos figuradamente, a cuenta de su equipo de fútbol, le dije:

—Venga, anda, firmemos la paz. Vamos a entrar a pedir. Te invito, que te la debo.

Él frunció el ceño, confuso.

—Te debo una comida, de hecho, la de la última vez que nos vimos.

Arturo sonrió y me siguió hasta el interior del local, que estaba abarrotado. Le di la mano para no perderlo, tal y como hacía siempre con mis amigas. En la barra, la música no estaba muy alta y pudimos hablar.

—No me contestaste al mensaje privado —dije.

—¿Qué mensaje privado? —preguntó Arturo.

—El que te envié después de que te fueras aquel día. Te pedía perdón y te decía que nos veríamos otro día.

—¡Ah! Pues no me acuerdo. Pero si te digo la verdad, Sole, estaba molesto. Porque no me fui, me echaste. De hecho, te vi afuera antes de que tú te acercaras, pero no te quise saludar.

—¿En serio? ¡Joder!

—Tía, esto te sonará exagerado, pero yo no me había sentido nunca utilizado hasta ese día. Entendí todo lo que decís las tías, te lo juro.

Me reí.

—Mira, te voy a contar una cosa y espero que no se lo digas a nadie, ¿vale?

Arturo puso cara de curiosidad.

—Aquel día te mentí —proseguí.

—¡Ah! ¿En serio? ¡Qué sorpresa! Ni lo pensé, ¿sabes? —dijo él, irónico.

—No, a ver, no pienses mal. Cuando terminamos de… bueno, tú sabes. Después de aquello fui al baño y descubrí que no me había quitado el tampón que llevaba puesto antes de hacerlo.

Me miró con espanto y yo asentí para confirmar sus temores.

—No jodas, ¿en serio?

—Sí, tío.

—¡Hostias! ¿Y qué hiciste?

—Pues nada, estaba cagada, por eso te eché. Por eso y porque llamé a mi hermana y a mi prima para que vinieran a darme consejo, porque nunca me había pasado. Te juro que creía que no lo iba a poder sacar nunca más.

Arturo rio. Hice un nuevo descubrimiento, y era que no solo me gustaba la forma que hacía su boca cuando sonreía, también el sonido de su risa.

—¿Entonces qué? ¿Me perdonas? —pregunté, acercándome a él y poniendo tono de niña buena.

Arturo entendió mi lenguaje corporal y, sin decir nada, se acercó para besarme. Puso las manos en mi pelo y yo lo agarré por la cintura, momento en que recordé lo bien que besaba. Nos quedamos enredados unos minutos, que a mí se me hicieron cortos, hasta que él se separó proporcionándome una suave caricia en el pómulo.

—¿Eso es que sí? —pregunté, provocándole otra sonrisa. Esta vez, me respondió con un piquito cariñoso.

Cuando pedimos nuestras bebidas y volvimos fuera, la mitad de su grupo y del mío ya se había dispersado y, de los que quedaban, Javi y sus amigos querían cambiar de local. Sofi no estaba muy por la labor de ir adonde ellos querían, pero mi prima me conocía bien y vislumbró las intenciones que yo llevaba. Obviamente, a esas horas de la noche donde más ganas tenía de estar era en la cama con Arturo.

Nos dejaron solos terminando nuestras cervezas.

—¿Y ahora qué? ¿Te tienes que dejar medio sueldo en un taxi que te lleve hasta Hong Kong-Sevilla Este? —pregunté.

—Bueno, si nada lo remedia…

Salimos a La Barqueta y paramos un taxi. Sin preguntar nada, le di al conductor la dirección de mi casa y me centré en Arturo, que me estaba poniendo mala con su pelo sedoso y su estilo relajado de porrero, pero cuidado. Nos besamos durante todo el trayecto, y yo estaba tan excitada que hasta me costó sacar efectivo del monedero para pagarle al taxista.

En el interior del edificio, repetimos la escena de la segunda vez que nos vimos, la que acabó en el parto del Tampax. En el ascensor no dejó de besarme mientras me pellizcaba el trasero con ganas, como la última vez.

Le di la mano hasta mi habitación cuando entramos en el piso, tal y como había hecho en el interior de Blue Elephant. Nos desnudamos por separado y con prisas, sin dejar de mirarnos con todo el deseo. Luego me tumbé en la cama y Arturo se colocó sobre mí.

—Eres increíble —me dijo.

Yo en el sexo era impetuosa y atrevida. Casi siempre me dejaba llevar por las prisas por alcanzar, a ser posible, varios orgasmos. Pero aquel día quise concentrarme en la forma de besar de Arturo, en sus caricias, en sus miradas y en lo que me decía.

Tenía unas maneras delicadas a las que no estaba acostumbrada. Lo constaté cuando me miró a los ojos y volvió a acariciarme el pómulo sonriendo, tras darme un beso en la boca. Cuando me besó el cuello. Cuando paseó las yemas de los dedos por mi abdomen mientras acariciaba mis pezones con sus labios. Cuando marcó con besos el camino hacia mi clítoris. O cuando me movió suavemente los muslos para que me abriera de piernas.

—¿Te gusta así, preciosa? —me preguntó mientras me penetraba.

—Sí, sí. Me encanta —gemí.

Era la primera vez que tenía relaciones después de lo de Óscar. Yo, que echaba como mínimo un polvo a la semana, llevaba tres meses sin estar a solas con un tío por lo que me había metido en el cuerpo aquel malnacido. Lo había ido superando poco a poco, gracias a mis amigas, y Arturo estaba siendo tan dulce conmigo que no me costó dejarme llevar.

Algo me hizo quedarme en la cama tras alcanzar el clímax, aunque yo tenía la costumbre de huir despavorida al baño para limpiarme y rezar para que el tío se estuviera vistiendo al volver a la habitación, o preparándose para otro asalto. Arturo se dejó caer a mi lado cuando se corrió y, en cuanto recuperó el aliento, yo le pasé una mano sobre el pecho. Él estiró el brazo para dejarme espacio, me dio un beso en la frente y comenzó a acariciar mi pelo y mi espalda. Estaba tan relajada y tan satisfecha que casi me quedo dormida, hasta que él dijo:

—Bueno, ¿qué? Voy a usar tu baño un momentito y me voy, ¿no?

Me incorporé y, mirándolo a los ojos, le pedí:

—No. Quédate a dormir.

Ni siquiera reconocí mi voz cuando dije aquello, pues eran palabras que no solía reproducir en un contexto como aquel. Él sonrió y me dio un golpecito en la nariz con el dedo.

—Vale. Que ni el tren de larga distancia llega a Hong Kong a estas horas —dijo.

Invité a Arturo a desayunar al día siguiente, momento en el que intercambiamos nuestros teléfonos. Hablamos sobre trabajo y sobre anécdotas con los amigos, evitando expresar la atracción que era evidente que ambos sentíamos. Al despedirse, me agarró por la cintura para acercarme a él y me dio un último beso largo que, de nuevo, se me hizo corto.

—Hablamos, ¿vale? —se limitó a decir.

—Vale —dije yo.

Pasé el resto del fin de semana con una sensación extraña. Donde quiera que fui, reparaba en las caras por si alguna me resultaba familiar. Y, aunque quería espantar la idea de mi mente, sabía perfectamente a quién buscaban mis ojos.

La llegada del lunes me cayó especialmente mal y no por el trabajo, sino porque la rutina diaria reducía casi a cero mis posibilidades de encontrarme con Arturo. Él trabajaba como montador de servicios de Internet, lo que lo hacía ir de casa en casa. Me lo imaginé con su ropa de trabajo, el pelo recogido en un moñito y sonriendo al entrar en cada piso. También lo imaginé viniendo a mi casa, trabajando como un profesional sin prestar atención a mis encantos, pero finalmente seducido y empotrándome contra la pared para verificar el estado de mis puertos de entrada.

Miré el móvil a cada rato aquella semana, a veces hasta cuatro veces en un espacio de cinco minutos. Con frecuencia lo cogía para consultar la hora y lo volvía a guardar sin haberla mirado siquiera.

—¿Esperas una llamada? —me preguntó Víctor mientras trabajábamos en la oficina de uno de los aparcamientos de Lara.

—Ehh… No. Oye, ¿a ti te va bien Internet? A mí la wifi me va mal a veces. A lo mejor habría que renovar la conexión o la red.

—Pues estaré atento, a ver, pero de momento me va perfectamente.

Varios días después no había ni rastro de Arturo, y yo no quería hablarle. No acostumbraba a hablarle a tíos a los que me había tirado cuando no era con intención de repetir, y era eso precisamente lo que me frenaba. Que con Arturo quería sexo, sí, pero también desayunar, comer y cenar. Y repetir la escena postcoito con mi cabeza sobre su pecho mientras él acariciaba mi espalda.

Una de aquellas mañanas miré el móvil nada más despertarme, como siempre hacía. Tenía varios mensajes en el grupo familiar de los Martín.

—Buenos días, familia. Abrigarse por la mañana —escribió mi madre, e ilustraba con una foto en la que desayunaba con la tita Maqui.

—Sííííí. Yo he salido esta mañana temprano y aún tengo los pitones pa colgar chaquetones mojaos —siguió mi primo Javi, provocando las risas de los demás.

—Ha llegado el frío de repente —dijo Lola.

—Tú no tienes frío, ¿no, hermana? —escribió Víctor.

Rulaba por las redes un vídeo de Lara y el buenorro de Harry, algo subido de tono. Fue trending topic en Twitter. El pildorazo me hizo gracia y continué.

—Ella ya no pasa frío. Ahora no se tapa con mantas, se tapa con bíceps del tamaño de troncos de árbol.

—Joder, ya te digo. Está en Canarias y con un armario empotrao encima. Esa ha entrado en calor para nueve inviernos —escribió Javi, provocando de nuevo las risas de los demás.

Lara contestó unas horas más tarde. Solía tomarse esos comentarios con humor.

—¡Cabrones! Me he llevado un disgusto, ¿eh? Nos íbamos a quedar en Lanzarote un par de días más, pero nos hemos vuelto a Londres ya. La mami no estaba muy contenta ayer.

—¡Anda ya, cuñá! No es para tanto, peores cosas se han visto —contestó el tío Carlos.

Lola puso fin a la conversación, y los demás la secundaron para levantar a Lara el ánimo, pues estaba molesta con la sobreatención de los paparazzi aquellos días:

—Tú disfruta, cariño, que merecido te lo tienes.

La familia solía cerrar filas en torno a ella, lo que, en otra época, yo no había llevado demasiado bien por el agravio comparativo. Ninguna de las salidas de tono de Lara tenían importancia, y yo recibía chapas y advertencias de todos los colores antes siquiera de actuar. Pero también sabía que la alta exposición de mi prima a veces podía ser un coñazo, así que me sumaba a los apoyos. Y lo hacía por empatía y porque la adoraba. Es más, después de mi reencuentro con Arturo, apenas pensé en su novio.

Aquella tarde sonó una notificación de WhatsApp. Creía que era Sara, que me estaba contando la última con el tipo que le gustaba, pero no. Era Arturo.

—¿Cómo llevas la semana, palangana? A ver cuándo me invitas a desayunar otra vez, que me sentó superbién tu tostada con jamón.

—Cuando quieras. Pero antes de desayunar hay que dormir, ¿no? —contesté.

—Hay que pasar la noche, pero ya veremos si durmiendo o no.

Hablando con él, se me puso la sonrisa que se le ponía a Lola en aquellos primeros meses con David.