Sole (6): Eres increíble

Capítulo 29 de Las rosas de Abril.

21 min read

—No, no. Espera un poco, espera un poco. ¡Ah!

—¿Ya?

—No, no. Un poco más.

—Sole. Dios, Sole, no puedo más.

—Vale, vale. Ya, ya. ¡Ohhh!

—Joder, joder.

Nando casi no había terminado de correrse cuando me quité de encima, directa al baño para asearme y desear que se largara de mi casa cuanto antes. Era el jefe de los vigilantes del hotel, y no era la primera vez que follábamos. Me echó el ojo prácticamente el primer día que entré por la puerta.

Hacía ya unos meses que mi hermana me había pedido que dedicara tres días de la semana a realizar trámites allí, en el hotel. Recibí las bendiciones de Víctor y Lara, que eran quienes me tenían retenida en las oficinas de la red de aparcamientos del centro de Sevilla a diario. A Lara le interesaba tanto como a Lola que el hotel prosperase, así que respondió a la petición. Y a su hermano no le quedó otra que aceptar.

Me gustaba más trabajar en el hotel porque en la oficina había más gente y habíamos logrado crear buen ambiente. Lola trabajaba en su despacho, en ocasiones con la puerta cerrada. Y fuera compartíamos espacio Estela, también administrativa, y mi primo Javi y Vicky, que llevaban el marketing y las relaciones públicas del hotel. Había una pequeña sala de estar con sofás y máquinas de café, así que se dejaban caer con frecuencia los recepcionistas, el personal de mantenimiento, el de limpieza, el de restauración o el de seguridad. Y entre estos últimos estaba Nando. Me anduvo tirando la caña sin lograr despertarme interés, hasta que Lola se enteró y me dijo:

—Ni se te ocurra tirártelo. No quiero líos entre el personal, ¿eh? Que luego todo son malos rollos y no.

Y claro, la advertencia de mi hermana bastó para erigir a Nando como objeto prohibido y despertar ese interés que hasta entonces no había sentido. Así que una tarde de viernes, después de que las cañas a la salida del trabajo se alargaran, nos enrollamos. Lo invité a subir a casa, contraviniendo los deseos de Lola, y echamos un par de polvos que no estuvieron nada mal.

Os preguntaréis por Arturo, el chico de Sevilla Este por el que me había pillado hacía unos meses, tras pasar la noche con él. Arturo me gustaba, sí. Mucho. Pero la soltería era como una religión para mí, y la practicaba como la sierva más fiel. Me resistía a comprometerme en exclusiva con Arturo, y él no me lo había pedido expresamente. Inteligente como era, sabía que yo no era una de esas mujeres a las que conviniera presionar.

Me gustaba estar con él, eso sí. Salí con sus amigos de vez en cuando, casi siempre a garitos de Sevilla Este en los que tienen juegos de mesa a los que la gente puede jugar y, con un poco de suerte, no olvidarse de consumir. Siempre me presentaba como a una amiga.

Yo nunca lo invité directamente a que me acompañara a una de las salidas con las chicas, pero sí hacíamos por juntarnos algunos viernes y sábados por la noche. Él comandaba a su grupo y yo al mío para coincidir en algún sitio, y luego irnos juntos a mi casa. Mis amigas se percataron de aquello, claro, así que tuve que aguantar miradas, risitas y comentarios.

—A ti ese tío te gusta, Sole —me dijo una vez Sofi.

—Me cae bien, es mono y me lo hace genial —contesté.

—¡Uhhh! ¡Guau! ¿Qué es esto? ¿La Sole se enamora? —dijo Ro, con un tonito desquiciante.

—No estoy enamorada —me apresuré a aclarar.

—Pero sí pillada —dijo Sara.

—Bueno, lo que sea. No estamos juntos, ni nos hemos prometido exclusividad ni nada de eso. Si acaso, de rollo, pero ni eso. No le quiero poner etiquetas a nada, pesadas. Nos lo pasamos bien juntos y ya está —zanjé, algo malhumorada.

—Vale, vale —concluyó Sara.

Arturo se adaptaba a mi ritmo con aparente facilidad, o al menos parecía estar tan cómodo yo. De hecho, mi sensación era que el tampoco quería comprometerse en exclusiva conmigo, y me lo demostraba con algunas de sus renuncias.

—¿Te vienes hoy a casa a cenar? —le dije más de una noche de jueves.

—Hoy no puedo, he quedado con los del barrio. Además, mañana madrugo —contestaba él.

Así que yo seguía a lo mío.

Nando se dejó caer por la zona de descanso común cuatro o cinco días después de que nos liáramos por segunda vez. Allí estaba, haciéndose un café con su complexión fuerte, su pelo moreno, su barba bien perfilada y uniformado con pantalón, camiseta y jersey gris. No me provocó nada verlo, en realidad, y él actuó como siempre. Nadie hubiera podido sospechar nada.

Pero el viernes siguiente volvimos a tomarnos unas cañas en el bar de enfrente del hotel y la cosa volvió a alargarse. Eran las 19 h cuando Estela, la otra administrativa, se fue a su casa de lado a lado después de haberse pasado con los Brugal con cola. Nando y yo nos quedamos, pues teníamos nuestras copas llenas, aunque disimulamos:

—Sí, bueno, yo me voy a ir pronto también. Esta es la última —dije.

—Sí, sí —apostilló Nando.

Cuando nos quedamos solos, se hizo un silencio incómodo. Yo me quedé mirando mi vaso, absorta en la nada, y Nando cogió su teléfono. Al cabo de unos minutos, dijo:

—Bueno, pues se ha quedado bien la tarde, ¿no?

—Sí —contesté, escueta.

—Oye, Sole… —Nando carraspeó unos instantes, y luego prosiguió. —A ver, tú eres una chica abierta. Mentalmente, digo.

Arqueé las cejas. Primero por la manera en que se había apresurado a hacer ese matiz, y segundo porque me parecía una forma extraña de empezar una conversación.

—Quiero decir, tú eres una chavala libre que disfruta del sexo sin complejos. Eso es algo que yo admiro en las mujeres, ¿sabes? No entiendo a las que se cortan por el qué dirán, pero en realidad quieren.

Nando pasó la mirada de su vaso, con el que jugueteaba con nerviosismo, a mi cara. Me encontró con el ceño fruncido, dudosa, porque no sabía por dónde quería ir. La paciencia no era lo mío, así que pregunté:

—A ver, si quieres que echemos otro par de polvos, lo dices. No tienes que andarte con tantos rodeos.

Él rio.

—¿Ves? Eso es lo que me gusta de ti. Si vamos a tu casa y follamos, genial. Pero hoy quería proponerte… otra cosa.

—¿Otra cosa? —pregunté, curiosa.

—Sí. Mira, es que han abierto un local nuevo en Bormujos y… Bueno, no sé, he pesando que a lo mejor te gustaría ir.

—¿Qué local? —pregunté con cierta agresividad. Se me pasó por la cabeza que Nando se estuviera refiriendo a un puticlub.

—¿Has oído hablar de los swingers? —dijo Nando.

—¿Te refieres a los intercambios de pareja?

—Sí, exacto. Pues ese local es para eso. Está montado para esas parejas, quiero decir. Llegan juntos, se toman algo, pasan adentro, se desnudan. Hay más gente allí, y camas y eso. Follan con quienes quieren, con otra gente que haya allí, y luego se van.

—Pero tú y yo no somos pareja —dije.

—No, no, claro. Pero allí van también parejas de amigos, como nosotros, incluso tíos solteros. Tías solteras también, pero menos, la verdad.

Me asaltaron cientos de preguntas sobre el sitio. Me despertaba curiosidad, pero también muchas suspicacias. Nando me estuvo explicando el funcionamiento, en líneas generales, pues él había ido en una ocasión. Que allí todo el mundo se respetaba, que el propio establecimiento se ocupaba de eso. Que bastaba con decir que no a algo que no quisieras hacer o con personas con las que no te apeteciera amablemente, y nadie te insistía. Que era seguro, que todo el mundo usaba protección. Y que iba gente normal y corriente, de cualquier edad, sexo, género o clase social.

Cuando me habló de las instalaciones, se incrementó mi curiosidad. Por lo visto, el sitio tenía una zona de pub en la que tomar algo tranquilamente, con luz tenue y la posibilidad de ir vestida o semidesnuda. Al pasar dentro, lo que era totalmente voluntario, te podías perder en un laberinto de salas. En cada una se había montado algo distinto: un cuarto oscuro, una pequeña piscina interior, habitaciones privadas y hasta una piscina exterior. Aunque Nando no estaba seguro, en algún sitio había un glory hole, una pared con agujeros en el que los tíos podían introducir sus pollas para que, desde el otro lado, alguna persona anónima les diera placer.

El sitio ya no solo me creaba curiosidad, sino que, a medida que Nando hablaba, también hacía que me subiera la libido. Pero aún tenía reticencias.

—No sé, tío, me da palo. ¿Y si alguien me reconoce?

Me acordé de mi hermana y de lo mal que le sentó saber que, a veces, me había llevado a tíos al huerto presentándome como la prima de la famosísima Lara Martín. Me aterraba pensar que alguien me reconociera en medio de otros cuerpos, y me imaginaba en pleno bukake, llena de lefa y a alguien diciendo: “¿Tú no eres Sole Martín?”. Quizás estaba exagerando. No es que yo fuera famosa, pero me despertaron ese temor las continuas apariciones televisivas de aquel año, motivadas por el exultante éxito de Lara y la subida de su caché por su relación con Harry.

Nando volvió a sacudirme las dudas.

—Puedes quedarte en el cuarto oscuro y nadie te verá. O simplemente podemos ir a ver cómo es aquello, y luego meternos en una habitación privada. Será como follar en tu casa, pero más entretenido.

Lo pensé unos segundos. Me enfrascaba en mis pensamientos mientras Nando aguardaba, y de vez en cuando, lo asediaba con las preguntas más rebuscadas.

—Bueno, vale. Vamos —dije al cabo de un rato.

Nando comenzó la tarde de viernes con intención de hacerme aquella propuesta y, por si yo accedía, apenas había bebido y podía conducir. Estuve nerviosa todo el camino, mientras mi compañero trataba de tranquilizarme:

—Ya verás, te va a gustar.

No me imaginaba el sitio así para nada. Nando aparcó en un área espaciosa donde había bastantes más coches. Por fuera, el lugar tenía aspecto de discoteca, y no de cualquiera, sino de una cara y elegante. Con sus escaleras iluminadas y todo. Resultó que había que pagar para entrar, 40 euros la pareja por ser fin de semana, con derecho a dos consumiciones cada uno (me refiero a copas, claro, no a otra cosa). No me pareció caro, pero pagué incluso menos. Nada, para ser exactos. El hombre que estaba en la entrada me miró de arriba a abajo y dijo:

—Ella que pase gratis.

Mi amiga Sara le hubiera dicho un par de cosas sobre usarnos como reclamo, y probablemente yo, en otro contexto, hubiera insistido para pagar también. Pero estaba tan nerviosa que me callé.

El tipo nos indicó dónde estaba la zona de taquillas y duchas, separadas por género. Agradecía poder asearme un poco, porque estaba sudando. Mi casilla, como todas, estaba bien equipada con chanclas, toallas y condones.

En la entrada nos habían dicho que podíamos salir como quisiéramos, pero yo solo pensé en quitarme los zapatos y dejarme las chanclas. Tardé mucho en salir, pensando en mil cosas que creía que podrían pasarme en ese sitio. Hasta entonces había estado sola, pero una chica entró, saludó brevemente con una sonrisa, guardó su ropa en la taquilla y salió en bragas y sujetador en un abrir y cerrar de ojos.

—Qué demonios —dije en voz alta, sola otra vez.

Acto seguido, me quité la ropa, la guardé y salí en ropa interior. Me alegré de ver fuera a Nando de la misma guisa.

—Te lo has pensado mucho, ¿no? —dijo.

—Bueno, un poco —confirmé.

Nando me agarró la mano como si fuéramos pareja y nos dirigimos a la zona de bar. Había un sofá corrido pegado a la pared, varias mesas y la barra. Al entrar, sentí que todas las miradas se clavaban en mí. Desde la barra, un hombre de unos 50 años me sonrió, intentando imprimir todo su encanto maduro en una sonrisa pícara. Era atractivo. Un chico joven, sentado solo en una de las mesas, hizo un giro de 180º con el cuello para seguir mi trayectoria. En el sofá, ajenos a todo, una pareja se comía la boca con lujuria, ella a horcajadas sobre él, él manoseándola entera.

Mi acompañante me preguntó qué quería tomar. Eché un breve vistazo a mi alrededor y me sentí observada. El chico que me había tasado con la mirada desde que entré se levantó de la mesa y comenzó a caminar en nuestra dirección. La mujer que se había desnudado ante mí en la sala de taquillas me observaba con obscenidad desde el otro lado de la barra.

—Ehh… ¿Podemos entrar ya? —pregunté.

—Como quieras —dijo Nando.

Mientras recorríamos el pasillo, el cincuentón que me había sonreído en la barra pasó a nuestro lado. Recorrió la curva de mi cintura con un dedo a medida que seguía nuestro paso, y a la altura de mi oído, susurró:

—Si te vienes al cuarto oscuro, te juro que haré que no lo olvides.

Tanto ímpetu me sobrepasó. Me sentí incómoda desde que entré al pub y no conseguía relajarme. Habíamos llegado demasiado lejos y a Nando le había costado 20 euros entrar, así que no quise echarme atrás. Pero no estaba preparada para nada más, así que le pregunté:

—¿Podemos ir a una de las habitaciones privadas?

—Sí. Creo que están por aquí.

Pasamos junto a dos de ellas. La primera estaba ocupada por una pareja que follaba con la puerta encajada. Ella estaba sobre él, pero al contrario de la posición habitual, subiendo y bajando de su polla con su prominente trasero moviéndose delante de su cara. Era muy atractiva, morena y con unos ojos enormes. Me quedé mirando sorprendida, pues era la primera vez que veía un sexo tan explícito de terceras personas, fuera del porno, en vivo y en directo. Y, lejos de cortarse, me invitaron a pasar.

—Ven, preciosa. Aquí cabe una más —dijo ella.

Cogí a Nando de la mano y continué mi camino sin decir nada.

—¿Hay que ser bisexual para venir a estos sitios? —dije. Era, probablemente, lo único que no había preguntado a lo largo de la tarde.

—No, ¡qué va! Aunque supongo que eso abre las posibilidades —contestó Nando, jocoso.

Llegamos, por fin, a una habitación vacía. No había cama, sino un sofá empotrado en la pared que, en lugar de un respaldo corriente, tenía un cojín corrido con una ristra de esposas colgadas a pocos centímetros unas de otras. Estaba apenas iluminada por una luz roja muy tenue, aunque muy sensual.

—Ven, anda, vamos a relajarnos un poco —dijo Nando, conduciéndome hasta el sofá.

Nos sentamos uno junto al otro y sonreímos, yo aún sin creerme que estuviera en un sitio como aquel. Mi acompañante recortó distancias y, colocándome una mano en la nuca, comenzó a besarme. Lo hacía bien. Sin necesidad de tener un cuerpo esculpido tras horas y horas de gimnasio, Nando me parecía sexy. Era, seguramente, por su personalidad entrante y sociable.

Por fin parecía que me estaba dejando llevar. Nando se quitó su ropa interior y luego, con delicadeza, retiró mi sujetador y mis braguitas. Clavó las rodillas en el suelo, me abrió las piernas y comenzó a comerme el coño. Yo apoyé los pies en el borde del sofá, cerré los ojos y empecé a acariciarme los pezones para incrementar el placer.

Abrí los ojos un segundo y giré la cabeza, pues algo había llamado mi atención. No me había dado cuenta antes, pero resultó que el lateral de la habitación que daba al pasillo no tenía una pared, sino un cristal que lo dejaba ver todo, incluso con la puerta cerrada. Y allí, parado y observándome como quien observa al buñuelo que se hace en un puesto de la Feria, estaba el chico joven que había visto en la zona de bar.

—Oh, Dios —exclamé, girando la cabeza para interrumpir nuestro contacto visual.

Nando, a lo suyo, creyó que aquello fue un gemido y prosiguió. Volví a mirar para confirmar que el tipo realmente estaba allí, y vaya si lo confirmé. Ahora no solo me observaba, sino que se estaba tocando su polla erecta llevado por la excitación que le proporcionaba nuestra visión.

Aunque volví a apartar la mirada, me sentía incómoda, así que quise acabar cuanto antes.

—Vale. Fóllame. Métemela ya.

Nando obedeció y me penetró sin mirar siquiera a su izquierda, donde ya no había un chico tocándose, sino dos, a uno de los cuales no había visto antes. Esperé a que Nando terminara sin atreverme a girar la cabeza, sabiendo que aquellos dos tipos estaban allí, observando mi cuerpo desnudo mientras era penetrada. No pude concentrarme en el sexo. Pensé que aquel antro era un paraíso para mirones pervertidos que allí tenían carta blanca, y quise salir de allí cuanto antes.

—¿Te gusta? —preguntó Nando.

—Oh, sí —gemí, fingiendo.

También fingí mi orgasmo cuando los sonidos guturales de Nando me indicaron que él había alcanzado el suyo. En cuanto salió de mí, ya satisfecho, sonreí y le dije:

—¿Nos vamos?

Él me miró sorprendido. Supuse que hubiera seguido explorando, pero no le pregunté.

—Vale, como quieras —se limitó a decir él.

Me agarré al brazo de Nando y recorrí los pasillos de vuelta al pub mirando al suelo. No quería intercambiar miradas con nadie, mucho menos con los dos salidos que me habían estado observando en aquella habitación. Volvimos a la zona de taquillas, donde me di una ducha rápida y me vestí. Ya en el coche, de vuelta a Sevilla, Nando me preguntó.

—Bueno, ¿qué tal la experiencia?

—Creo que no soy tan moderna —me limité a decir.

Él sonrió.

—Bueno, para ser la primera vez, está bien.

Mi vida transcurría así por aquella época, entre el trabajo, la diversión de las salidas, las nuevas experiencias sexuales y los tiras y aflojas con Arturo. En cuanto a este último, sentía que a ratos me gustaba mucho y me moría por verlo, pero a ratos lo ignoraba y saboreaba las mieles de la libertad, como había estado haciendo toda la vida.

Una noche de sábado, ya en primavera, Sofi propuso ir a Blue Elephant. Apenas nos dejábamos caer por aquel pub, pero era el sitio en el que me reencontré con Arturo después de aquel accidentado polvo llevando un tampón. Me apetecía verlo y sabía que frecuentaba el local, así que me uní a la petición de Sofi para ir hasta allí.

Como de costumbre, la terraza estaba llena. Yo intenté distinguirlo entre el gentío, pero no lo vi, así que supuse que se habría quedado en los garitos de su barrio o, simplemente, no le había apetecido salir. Estaba a punto de escribirle a Whatsapp cuando lo vi salir del local con una Budweiser en la mano. Sentí mi estómago abrirse como una flor y di unos pasos al frente para ir a saludarlo, contenta, pero me quedé de piedra cuando vi que, justo detrás de él, caminaba una chica. “No viene con ella”, pensé, intentando convencerme. Pero no quedó lugar a dudas cuando él se giró riendo por algo que ella había dicho, y ahora los dos bajaban juntos las escaleras de la entrada entre risas.

La sensación que había experimentado minutos antes en el estómago se me había pasado al pecho. Me quedé lívida, y comencé a notar una tensión en la mandíbula que me forzó a respirar hondo para intentar relajarme. Creo que, por primera vez en mi vida, experimenté lo que eran los celos. Hasta el momento, y a excepción de algún amor adolescente, para mí los tíos habían sido puro divertimento. Desde que empecé a tener relaciones propias de adultos no los veía como otra cosa, en parte por cómo me habían tratado, en parte por cómo los trataba yo. Si alguna vez sentí interés hacia alguno, bastaba haberlo visto con otra para que se desinflara. Pocos en mi entorno podían creer que nunca me hubiera enamorado, o al menos obsesionado con alguien, pero así era.

Aquella noche, sin embargo, todos los sentimientos que habían permanecido dormidos se agitaban violentamente en mi interior. Ya no tenía sentido negarme a mí misma que veía a Arturo como algo más que un par de polvos.

Estaba mascullando mis propios pensamientos cuando se acercó Patri:

—Tía, ¿qué te pasa? Parece que has visto un muerto.

—Nada. No pasa nada —dije, con un hilo de voz y sin mirar a mi amiga.

Patri se quedó mirándome y se giró para seguir la trayectoria que recorrían mis ojos, ahora parados en Arturo, examinando cada detalle de su interacción con aquella chica a la que no había visto nunca. No podía ser su amiga. Nunca había coincidido con ella en los garitos de Sevilla Este a los que me llevó Arturo, pero eso no era lo único que me escamaba. La tía estaba tonteando con él. No borraba la risita estúpida mientras hablaba, le tocaba el hombro con frecuencia y, en algún momento, se acercó para decirle algo al oído tapando sus labios con la mano.

Exhalé furiosa y me giré hasta mi grupo. Me mordí un dedo gruñendo, para contener la ira, y mis amigas me miraron atónitas.

—¿Qué coño te pasa? —preguntó Sofi.

—Nada, no me pasa nada. Y a ver si aprendes a ser un poco más agradable —dije, casi gritando.

—Pues aprende tú antes —replicó mi prima.

—Has empezado tú, que eres tonta del todo.

—¿Pero qué mosca te ha picado, niñata?

—Vale, vale. Ya está bien —terció Patri. —Lo que le pasa a Sole es que acaba de ver a Arturo con otra.

Sofi, Ro y Sara giraron sus cabezas al mismo tiempo y en la misma dirección, buscando al susodicho.

—Ah, sí, ahí está —dijo Sofi, despreocupada. —¿Y qué? Está hablando con otra. Eso no significa nada. Además, ¿qué más te da? ¿No andas con quieres tú también?

—Pues no, no me da igual —dije, molesta.

—Claro, claro. Y eso que no te gusta —replicó mi prima.

—Sofía, deja de tocarme el coño, haz el favor.

—Conmigo no la pagues. A mí no me eches la culpa de que el que te gusta esté ahí con otra. Se ve que lo pasa bien, por cierto, y la tía está buena.

Tiré mi bolso al suelo por no partirle la cara a mi prima, que era lo que me apetecía. Eso hizo que varias cabezas se giraran a nuestro alrededor y me volví nerviosa, pensando que una era la de Arturo. Pero no. Él seguía a su bola con aquella tipa del demonio.

Sofi se estaba riendo en mi puta cara, porque todo aquello le estaba pareciendo muy divertido, pero yo sentía la furia de un titán. Quería romper vasos o, mejor aún, darle un empujón a aquella maldita y que cayera a no menos de 800 metros de Arturo. De mi Arturo.

—Voy a hablar con él —dije.

—No, ¡no! —me detuvo Sara. —Estás muy nerviosa ahora mismo, Sole, tranquilízate.

—Es un hijo de puta. Es un cerdo. Peor que David —dije, airada.

Sofi volvió a reírse y yo estuve a punto de cogerla por los pelos.

—¿De qué te ríes, imbécil?

—De ti, obviamente.

Alargué la mano para pellizcar su brazo, pero mi prima se apartó, riendo a carcajada limpia. Sara se interpuso entre nosotras para que no acabáramos a hostias.

—A ver, es que me hace gracia verte con este ataque de celos. A ti, precisamente, la que no estaba pillada ni quería ponerle etiquetas a nada.

Ignoré a Sofi resoplando y sin parar de agitar las piernas, nerviosa.

—Vale, no voy a saludarlo yo. Pero id vosotras.

—Tampoco es buena idea —dijo Sara.

Su integridad en otras ocasiones me parecía admirable, pero en aquel momento me estaba cabreando tanto como las risas de Sofi.

—Venga, anda, voy a ir a pedir y, a la vuelta, lo saludaré de lejos —dijo mi prima, por fin dispuesta a aportar.

Sofi cumplió su cometido y saludó a Arturo desde lejos al volver a la terraza, haciendo aspavientos con la mano para llamar su atención. Lo hizo cuando ya casi estaba reunida con nosotras de nuevo, así que él me vio junto a ella. Ni un dedo moví yo.

Mi impresión fue que le fui indiferente, pero las chicas trataron de convencerme de que había tomado cierta distancia de su acompañante. A los 10 minutos, mientras yo intentaba con todas mis fuerzas no mirar en su dirección y pensar en otra cosa, Arturo apareció a mi lado.

—Buenas, ¿qué hacéis? —dijo.

No contesté. Me quedé seria, apretando la mandíbula para intentar que no escaparan involuntarias y en tropel todas las cosas que quería decirle.

Mis amigas sí contestaron cualquier banalidad en la que yo no podía concentrarme, tan ofuscada como estaba. Se hizo un silencio y Arturo me dio un pellizquito suave en el brazo que me volvió a mover algo a la altura del estómago, pero yo ni lo miré.

—¿Y tú qué? —preguntó.

—Yo nada —contesté, seca y aún sin mirarlo.

Se volvió a hacer un silencio, esta vez incómodo, pero Sofi lo rellenó abordando a Arturo sobre algunas cuestiones técnicas informáticas.

—Arturo, ¿tú sabes algo de páginas web?

—Algo, pero no soy ningún experto —respondió él.

—Es que una empresa está trabajando en una nueva para el Alameda Magazine y…

“Qué pesada”, pensé, sin escuchar siquiera. Sabía que mi prima trataba de echarme un cable, pero me importaba un pimiento su puñetera revista digital en aquel momento. Quería que Arturo notara mi malestar, que supiera que iba con él y que lo atajara de inmediato.

Al siguiente silencio, cuando mi prima por fin dejó de dar la brasa con la web, Ro anunció que iba al baño y Patri se ofreció para acompañarla. Mi prima se encaminó hacia la barra, seguida por Sara, así que Arturo y yo nos quedamos solos.

—¿Te pasa algo? —preguntó.

—¿Quién era esa? —solté como abrupta respuesta, incapaz de contenerme más.

Arturo me miró sorprendido. Por su gesto, me pareció que su desconcierto era genuino, y que no se habría esperado aquella reacción.

—¿Quién? —preguntó.

—La tía con la que hablabas —contesté.

El gesto de desconcierto de Arturo se intensificó, y yo deseé que me tragara la tierra en aquel momento. Era consciente de lo mucho que la estaba cagando, aunque él quiso ser paciente conmigo y, sosegado, me respondió:

—Es… una amiga de…

—Ya. Y te la quieres follar, ¿no?

Arturo se quedó pasmado. Me miraba con la boca entreabierta, sin saber qué decir. Así que solo titubeó:

—Ehhh, a ver, yo…

—Eso es que sí —dije.

Me giré para poner rumbo al interior del local, donde estaban todas mis amigas. Pero Arturo, presto, me agarró con suavidad por un brazo para detenerme.

—Espera, espera. ¿Qué te pasa, Sole? ¿Desde cuándo te molesta que hable con otras tías?

—Desde ahora —contesté, airada.

Volví a girarme para adentrarme en el local, y no por buscar a mis amigas, sino por retirarme de Arturo cuanto antes. Porque, definitivamente, sabía que la estaba cagando mucho y que permanecer allí solo podía hacer que las cosas fueran a peor.

—¿Puedes escucharme un segundo? —preguntó, insistente.

Accedí gustosa, porque el tiempo que estuviera conmigo, no estaría con ella. Pero me quedé mirando a un punto fijo en el suelo con los labios apretados, molesta.

—¿Me puedes decir por qué te molesta que hable con otras? —preguntó.

—Pues no sé, porque me molesta y punto —dije, aún sin mirarlo.

Se quedó en silencio, esperando a que dijera algo más. Y lo hice, sí, pero solo para saltar como una chiquilla y no como una mujer de 25 años con un mínimo de madurez.

—Pero bueno, vete, no pierdas el tiempo conmigo. Vete a seguir hablando con ella.

—Estoy bien aquí —dijo él.

—¿Sí? Pues yo no quiero ser el segundo plato de nadie.

—No lo eres. Tú serías, si quisieras, mi primer plato, mi segundo y el menú completo.

Esa vez fui yo quien lo miró desconcertada. Y, aunque cualquier escenita romántica se me atragantaba, me tuve que poner la mano en la boca para no emitir una sonrisa estúpida.

—Es verdad, pretendía tirármela —dijo Arturo de repente, lo que borró cualquier atisbo de alegría de mi cara. —La única razón por la que ando con otras es evitar pensar en ti todo el tiempo. Por intentar sacarte de mi cabeza aunque sea media hora.

Lo miré sin dar crédito mientras sentía cómo el calor me subía al pecho. A excepción de los mensajes de texto de algún tío que se había obsesionado conmigo, aquello era lo más parecido a una declaración de amor sincera y en vivo que hubiera protagonizado. Estaba tan desconcertada que solo pude preguntar, aún con un tono infantil:

—¿Qué te pasa? ¿Estás pillado?

—¿Cómo no iba a estarlo? ¿Tienes idea de lo increíble que eres?

Nos quedamos mirándonos hasta que, ya desarmada, no pude más. Rodeé su cuello con mis brazos y lo besé, mientras él posaba una mano en mi cintura y sujetaba con otra su inseparable botellín de Budweiser, que ya debía de estar caliente. Nos estábamos enrollando, ardorosos y con los ojos cerrados, cuando escuchamos unos aplausos y silbidos detrás de nosotros. Nos giramos y vi que eran mis amigas, que habían vuelto del interior del local y presenciaban la escena a pocos metros.

—¿Sois ya novios o no? —preguntó Sofi, con sorna.

Levanté mi dedo corazón en su dirección y continué concentrada en Arturo, acariciando su barba con los dedos mientras él frotaba mi nariz contra la suya y sonreía.

—¿Vas a decirme por qué te has puesto tan celosita? —preguntó.

—Ya lo sabes —dije.

—Pero quiero que me lo digas.

Hundí mi cabeza en el hueco de su hombro, avergonzada como una adolescente, mientras él trataba de sujetarme la cara para aguantarme la mirada.

—Venga, anda, dímelo —insistió.

Volví a aferrarme a su cuello con los brazos y apoyé mi frente contra su pecho, evitando sus ojos, pero recreándome en su tacto. Él, paciente, me sujetó la cintura sin decir nada.

—Porque yo también estoy pillada —susurré, emitiendo un sonido apenas perceptible.

—¿Cómo? —dijo él, inclinando la cabeza para poner la oreja a la altura de mi boca.

—Que yo también estoy pillada —le dije finalmente al oído.

Se quedó un segundo en silencio, mientras permanecíamos abrazados y él acariciaba mi espalda.

—Ufff… Joder, Sole.

Arturo me sujetó la cara para besarme, tan enardecido como yo estaba. Así estuvimos varios minutos, ajenos a lo que acontecía en una terraza de la que parecía que nos separaban kilómetros, casi deshechos por esa calidez que se concentra en el pecho cuando estás con esa persona especial. Hasta que alguien pasó a nuestro lado y dijo:

—Adiós, ¿eh?

Era la chica con la que Arturo había estado hablando y la que, sin ella sospecharlo siquiera, se había convertido en el acicate definitivo de nuestra relación. Porque ninguno de los dos sabíamos lo que pasaría a partir de ahí, pero sí estábamos convencidos de que queríamos estar juntos. Juntos y en exclusiva.

—Adiós —contesté yo, sarcástica.

—No seas mala, anda —me regañó Arturo, pero con cariño.

—Vámonos a mi casa y seré tan mala o tan buena como tú me pidas.

Arturo sonrió, la única afirmación que necesitaba. Él ni siquiera se despidió de sus amigos, y yo a las mías les dije adiós con la mano sin acercarme.

—¿Te vas con tu novio? —gritó la idiota de Sofi.

Como respuesta, chasqueé la lengua y alcé las cejas, altanera. Después les di la espalda, agarré a Arturo por la cintura, él rodeó mis hombros con su brazo y comenzamos nuestra romántica travesía fuera del tumulto. Queríamos emprender cuanto antes la búsqueda de un lugar íntimo en el que dar rienda suelta a lo que sentíamos. Ya no tenía sentido ponerle freno.