Sole (7): Mivi
Capítulo 34 de Las rosas de Abril.
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Los primeros meses con Arturo estuve, como decimos en el sur, “enchochá”. De una forma crónica y que sentía irrevocable. Ya me habían advertido sobre ello, entre otras personas, mi prima Lara. Alguna vez que le sugerí que se alejara de la aburrida monogamia, y alternara con la ristra de tíos que la rondaban, ella me dijo:
—Aprovecha tú, Solito, porque el día que te entre uno por derecho, te van a faltar horas en el día para estar con él.
Y tenía razón.
Arturo y yo nos recluimos en mi apartamento la misma noche del mismo día en el que nos confesamos lo que sentíamos. Cuando nos escapamos de las miradas indiscretas de la Alameda para buscar un espacio íntimo, nuestro, en el que amarnos sin reservas. Y así lo hubiéramos hecho durante días enteros.
Resultó que el sexo sin amor era placentero, sin más. Era un mero proveedor de orgasmos en medio de experiencias puramente físicas, algo procedimental. Pero con Arturo descubrí que las relaciones íntimas entre dos personas enamoradas alcanzan otra categoría. Porque en ellas hay mucho más que un par de cuerpos sobre el colchón, compartiendo calor y caricias. Hay emociones que solo la otra persona te hace sentir, como al revés, y que fluyen en miradas intensas, en besos llenos de ternura y en palabras que casi siempre se quedan cortas. Porque no reflejan lo mucho que, en realidad, se siente y se quiere decir.
Ni siquiera los nombres propios parecen suficientes para canalizar esas sensaciones. A mí cualquiera me llamaba “Sole” y para el mundo él era “Arturo”. Demasiado ordinario para todo lo que compartíamos nosotros, lo que pronto nos forzó a usar apelativos cariñosos, de esos que a los ajenos les resultan siempre demasiado pastelosos. Él era “mi vida”, luego acortado y dejado en “mivi”. Yo era su “gorda” con todos los derivados, como “gordi” y “gordita”, y con el posesivo de rigor: “Mi gordita”.
Son apelativos que salen en cualquier diálogo, incluso en momentos de tensión, incluso cuando no estáis solos. Algunas de esas conversaciones las olvidas, pero no se va de la memoria el primer “Te quiero”. Porque es el siguiente nivel. Porque antes podían volarte mariposas dentro, pero cuando te comprometes con alguien en serio, cuando le declaras lo especial que es y te abres en canal para él, es con ese “Te quiero”. Supone un paso de fase. A mí Arturo me lo dijo en algún ratito postcoital de los que hasta entonces siempre había rehuido, con nuestros cuerpos entrelazados sobre la cama, de costado y con el alma abierta.
—¿Tú me quieres un poquito? —le pregunté, mientras él me besaba la frente.
—Diría que te quiero un “muchito” —contestó.
Sonreí y me apreté aún más contra él, como si quisiera que nos fusionáramos para siempre.
—Yo también te quiero un “muchito” —dije.
Él suspiró, como deseoso de que la pasión desbordada le diera algo de tregua.
—Dios, Sole. Me tienes loco, te lo juro.
Antes de Arturo yo no sabía que el bombeo continuo de la bioquímica del amor te sume en un estado casi etéreo, de flotación permanente. Cualquier intento de concentración se convierte en un desafío, porque a tu mente solo quieren venir vivencias de lo que te ha hecho, de lo que te ha dicho, de lo que estará haciendo o de cuándo podrás volver a verlo. Me costó horrores sacar mi trabajo adelante aquellas primeras semanas, y solo breves lapsos de sensatez nos daban para hablar sobre llevar ciertas cosas despacio. Por eso entre semana él dormía en Sevilla Este, por eso nos obligábamos a salir con nuestros amigos de siempre y decidimos no involucrar a nuestros padres.
Arturo aún vivía con su familia, pero estaba intentando ahorrar para independizarse, aunque fuera en un piso compartido. Porque su madre llevaba la impronta de las madres del sur, posesivas y controladoras, y con su padrastro nunca terminó de conectar. Por su medio hermana Elisa, su hermanita, sentía una devoción que era recíproca, de manera que la niña le dejaba poco espacio. También quiso esperar para involucrarla en nuestra relación, aunque fuera con simples planes con el hermano mayor y una amiga. Porque la niña aún le andaba preguntando por una chica con la que salió durante poco más de un año, con la que había cortado hacía ya dos y a la que Eli solo había visto tres veces.
La vida seguía fuera de la burbuja que mi novio y yo habíamos creado. Aquel año mi Sevilla se clasificó para jugar las semifinales de la UEFA Europa League, como había hecho en otras dos ocasiones a lo largo de la historia. Lola, Sofi y yo seguíamos jornada a jornada el desempeño de nuestro equipo en todas las competiciones que disputaba, pero la europea la vivíamos con tanta intensidad como la liguera. Celebramos por todo lo alto una clasificación para la final que parecía holgada, pero para la que el equipo tuvo que tirar de épica en Mestalla, contra el Valencia. En aquella ocasión no tuve que insistir mucho para que Lola, Sofi y yo preparáramos un viaje a Turín para asistir a la final. Aún más contenta me puse cuando, al compartir nuestros planes con Lara, ella anunció que se nos uniría allí mismo. Una breve escapada previa al inicio del Open de tenis de Madrid.
Para mí, el Sevilla FC no solo era fútbol, era familia. Cada partido ofrecía una nueva ocasión de reunirnos en el palco: el abuelo, el tito Hilario y la tita Maqui, papá y mamá, Javi, Sofi, Lola y yo. Casi siempre alguien llevaba a algún invitado, o simplemente nos mezclábamos con las gentes de palcos contiguos, casi todos empresarios y miembros de la directiva del club.
Yo era la encargada de recoger al abuelo, que, aunque no vivía lejos de Nervión, sí distaba su casa de un paseo demasiado largo para un hombre que ya andaba regular de las articulaciones. Lo recogía en mi coche, lo dejaba en la puerta del estadio para que se apeara y luego aparcaba en mi plaza de garaje de San Francisco Javier para ir andando hasta el Ramón Sánchez-Pizjuán.
Así procedí en alguno de aquellos muchos partidos de la temporada. Esa tarde mi abuelo me esperaba en la puerta del bar Rocío, el que estaba enfrente de su casa, su favorito. Allí solía tomar café por las mañanas, jugar al dominó, a las cartas y compartir opiniones sobre la actualidad con sus amigos. Mis primas y yo llamábamos a aquel sitio el Parlamento, y le decíamos a mi abuelo que, al debatir con otros jubilados, era como un diputado en una sesión de control.
Aparqué en doble fila un segundo para ir a buscar a mi abuelo, que estaba sentado con otros señores ya con sus buenos años.
—Buenas tardes —saludé. —Güelito, ¿estás listo?
—Sí, hija.
—Esta es tu Sole, ¿no? La chica de tu Francisco, ¿no es? —dijo uno de sus amigos.
—Mi Sole, sí, esta es.
—Ah, mírala, qué guapa es.
—¿Esta es la que tú dices que es la más graciosa y la que más cuenta te echa? —preguntó un segundo amigo.
Sonreí. Mi abuelo asintió levemente, entre molesto por la revelación de su amigo y congratulado porque yo me enterara de cómo me presumía.
—¿Cómo no te voy a echar cuenta? Si eres lo más precioso que hay en abuelo —dije, y acto seguido planté un par de besos sonoros en su cara.
—Ojú, Juan, las nietas, qué zalameras son. La mía tiene cuatro años y se me cae la baba con ella —dijo uno de los ancianos.
—Anda, hija, vamos, deja aquí a estos vejestorios —solicitó mi abuelo, burlón.
Sus amigos rieron y nosotros nos marchamos. Adoraba a mi abuelo, y también recordaba haber querido mucho a mi abuela, aunque ella falleció cuando yo solo tenía siete años. Cáncer de médula. Mi abuelo aún la recordaba con frecuencia, pese a haber pasado casi 20 años. A veces contaba anécdotas, otras refería cuánto le gustaba a ella esto o lo otro. Otras veces, simplemente, se quedaba mirando alguna de las viejas fotos que tenía en el salón y suspiraba. Se habían llevado toda la vida juntos, desde los 17 años de uno y 15 de la otra. Y, con las penurias propias de su generación, habían sacado adelante a tres hijos y cuidado mucho de sus nietos, por echarles una mano.
Tenía muchos recuerdos de la infancia en casa de mis abuelos, con mi hermana siempre, y a veces con Javi y Sofi, otras con Víctor y Lara. Nos criamos en el mismo barrio, la nuestra a solo dos casas de los abuelos, la del tito Hilario en la misma manzana (el padre de Víctor y Lara) y la del tito Carlos en la misma acera, solo que cruzando la avenida (el padre de Javi y Sofi). Los “güelitos”, como solíamos llamarlos, habían contribuido a que conformáramos el clan que éramos los Martín. Y precisamente nuestra unión era de lo que más presumía Juan Martín, mi abuelo, que jamás quiso abandonar su barrio pese a tener una nieta millonaria, hijos y otros nietos muy bien colocados que lo podrían haber llevado donde él quisiese.
Me gustaba pasar tiempo con mi abuelo. En aquel trayecto hasta el Sánchez-Pizjuán le pregunté:
—Güelito, ¿a ti qué te parecería si yo me echara un novio del Betis?
—A mí bien, hija, ¿cómo me va a parecer? ¿No tengo yo un hijo y un nieto del Betis?
Efectivamente, mi primo Víctor y mi tito Carlos eran las únicas ovejas negras de una familia enteramente sevillista, y que lo había sido durante generaciones. Yo siempre decía que lo hacían por fastidiar, porque, si bien mi tío era acérrimo del club de La Palmera, a Víctor lo que le gustaba era ir de palco en palco fardando de no sé muy bien qué. Jamás lo vi prestar atención a un partido, ni nombrar a más de siete u ocho jugadores de su equipo.
La pregunta a mí abuelo llevaba sorna, claro. En Sevilla, ciudad y provincia, lo más normal del mundo es que hubiera familias siempre en discordia por temas de fútbol, aunque lo llevábamos con mucha guasa.
—¿Por qué me preguntas, hija? ¿Hay por ahí algún niño que te esté hablando?
Me encantaba oír las expresiones de mi abuelo. En su tiempo, hablarle siquiera a alguien del sexo contrario implicaba mostrar interés afectivo. Supongo que ponerle bien la corbata a un hombre que no fuera de tu familia al salir de misa se podía considerar porno.
—Bueno, güelito, algo hay, algo hay —confesé. —Es bético, pero buena gente.
—Pues eso es lo importante, hija, que sea bueno, te quiera y te respete. Y al revés, claro.
Arturo reunía todas aquellas cualidades, eso sin duda. Quise darle alguna pista a mi abuelo porque sabía que, en el fondo, él quería que yo sentara la cabeza. Para las gentes de su generación, una pareja estable era la única forma de hacerlo, y yo le daba valor a la aprobación de mi abuelo.
Un martes de finales de abril pusimos rumbo a Turín para ver la final de la UEFA Europa League, tan nerviosas como en una final de grand slam de Lara. Teníamos buenos asientos en el palco del estadio de la Juventus, ventajas de ser parientes de la número 1 del tenis mundial, que acostumbraba a lucir su sevillismo con orgullo allá donde fuera. Y a abonar religiosamente su palco año a año, eso también.
Llegamos a nuestros sitios tras bordear el estadio buscando nuestra puerta de acceso, detenidas de cuando en cuando por alguien que se salía de la masa para intentar hacerse una foto con Lara. Lo cierto es que al día siguiente había cientos de fotos en las redes en las que personas anónimas se jactaban de compartir sevillismo con ella.
Subimos las escaleras entonando cánticos, apenas distinguiendo letras entre el estruendo que hacían las miles de almas que se concentraban allí para vibrar con sus equipos. Estábamos a escasos asientos del presidente del club y su familia, junto a otras autoridades deportivas, políticas y los más altos representantes. Incluyendo al rey de España, que saludó a Lara efusivamente. Algunos hicieron lo propio con Lola, cuya gestión sobresaliente de uno de los mayores hoteles de Sevilla no había pasado desapercibida. Sofi también saludó a alguien que no reconocí entre las caras habituales de la zona de palcos.
—¿A quién saludas? —pregunté.
—Ehhh… Nada es… Es una mujer a la que entrevisté hace poco para la revista —dijo mi prima, que parecía sorprendida por habérsela encontrado allí.
El partido comenzó tras los prolegómenos de rigor: que si cancioncitas, que si coreografías, que si el paseíto de la copa… Nada, porque lo que importaba era saber quién hacía más ruido, si la afición del Benfica o la nuestra.
Tras el pitido inicial, los primeros minutos fueron una verdadera batalla. El Sevilla contó con ocasiones, pero también las tuvo el Benfica. Seguía cada lance del partido con el estómago en la garganta y sudando, tan nerviosa como Lara o como Sofi. Lola, en cambio, era más tranquila. Sofía anunció que iba al baño en algún momento, aunque apenas la oí, sin querer quitar ojo de lo que pasaba en el césped. Ni siquiera me había dado cuenta de que no había vuelto cuando, un rato después, mi hermana preguntó:
—¿Qué le pasará a Sofi? Lleva 20 minutos en el baño.
—Pues no lo sé, estará cagando, tú sabes cómo se pone… Ehhhh… Eso es falta, tío, ¿te vas a poner el pito en la boca o qué? ¡Árbitro, mongolo! —grité.
—Solito, no uses esos insultos, anda. Ni ninguno —me recriminó Lara, cuya conducta tanto en las pistas como en las gradas era, casi siempre, intachable.
No acostumbraba a vivir partidos con tanta intensidad, y creo que era la primera vez en mi vida que usaba aquel concepto. Estaba nerviosa, pero lo de Sofi ya era otro nivel. Mi prima volvió a poco de que dieran el descanso, y explicó que estaba demasiado inquieta como para mirar el partido. A ninguna nos extrañó, porque desaparecer con tal de no mirar era algo que solía hacer.
Si en la primera parte mascamos nervios como pudimos, en la segunda fue mucho peor. El Benfica fue superior. Atacaba desde prácticamente todos los flancos, mientras el Sevilla se afanaba por resistir envites más que otra cosa. Alguna ocasión aislada hubo, pero tiró más de aguante. Avanzaban los minutos y aquello cada vez tenía más pinta de prórroga, lo que se confirmó poco después. Tuvimos un poco de sosiego en los minutos previos a su inicio, aunque las cuatro estuvimos de acuerdo en una cosa: no queríamos que el partido fuera a penaltis.
Pero como en esa media hora larga extra nadie aprovechó sus ocasiones de gol, no hubo más remedio que aguantar la agonía de la tanda de penaltis.
—Esto es mucho peor que los tie breaks —dijo Lara, bufando.
Siempre se dice que los penaltis son una lotería, pero la buena ejecución de quienes los tiran y de quienes los paran no son solo cosa de azar. Parece que mi equipo se preparó mucho mejor que el rival, porque el Benfica falló el segundo penalti. El segundo y el tercero, para algarabía de toda la hinchada blanquirroja allí desplazada. Ninguno de nuestros jugadores falló un solo gol, así que la copa era nuestra.
Las cuatro saltábamos de alegría en la grada, abrazadas, Lara, Sofi y yo llorando. Los nervios se habían resulto en felicidad, afortunadamente, y no en la decepción que ahora tenían que mascullar los portugueses, con su parte del estadio convertida en una tumba de silencio.
La afición se felicitó con euforia, sonriendo, prorrumpiendo en cánticos y dando la mano a diestra y siniestra a los vecinos de localidad. Porque las alegrías compartidas con tantos son más alegrías. Uno de los consejeros delegados del club recordó a Lara que, a continuación, habría una fiesta privada en un restaurante de Turín, de la que mi prima ya era conocedora, así que se limitó a confirmar nuestra asistencia.
Era frecuente que nos codeáramos con lo más florido de Sevilla en eventos de la propia ciudad, en los relacionados con el fútbol o en los que homenajeaban la trayectoria de Lara. Pero ninguno de nosotros era muy dado a dejarse deslumbrar, más bien al contrario. En ocasiones como aquella constatábamos que la elegancia no la da el dinero y, de hecho, en ciertas esferas escasea. Toda la familia pensaba en una línea similar, a excepción de Víctor. No solo le gustaba alardear, sino que se había cuidado de no escoger una novia cualquiera, sino a Cris, la hija del exconsejero delegado de Solcaja.
A mí aquellos eventos no me resultaban más interesantes ni me divertían más que cualquier tarde de sábado en Colón, Felipe II o la Alameda. Alguna vez los acogí con entusiasmo, solo por colgarme la medallita de tirarme a alguna de sus regias personalidades. De haber ido soltera, a lo mejor me hubiera dejado querer por algún miembro de la plantilla del Sevilla, lo que no hubiera sido la primera vez. A varios jugadores me había pasado ya por la piedra, incluso casados con WAG que me miraban por encima del hombro al cruzarse conmigo en la zona de palcos del Sánchez-Pizjuán. Pero aquella noche no tenía más interés que el de celebrar con mi hermana y mis primas, pues a lo largo del año nos reuníamos menos veces de las que a mí me gustaría.
Arturo me había felicitado un minuto después del pitido final. La afición al fútbol nos unía tanto como nos desunía, porque, si bien podíamos ver partidos juntos, nunca compartíamos las alegrías del otro. Pero mi chico me demostró algo que no abunda entre los aficionados al deporte rey en Sevilla: clase. Más clase que un instituto, diría. En la infinidad de veces que intenté picarlo, él se limitó a sonreír, a reconocer todos los méritos de mi club y a contraponer opiniones de manera sosegada. Todo ello pese a que era muy bético.
Mi chico había salido a ver el partido en Sevilla, como otras tantas miles de personas, y acababa de llegar a casa. Estábamos hablando por Whatsapp para darnos las buenas noches cuando decidí salir para hacerle una videollamada. Me apetecía hablar con él, aunque vacilarle un poquito también.
—¿Qué pasa, verderón? —le pregunté. —¿Has llorado?
—No —contestó él, sonriendo. —Me he alegrado por ti y por toda la gente sevillista que quiero.
Le estaba contando cómo había vivido el partido cuando mi prima Lara apareció por detrás.
—Solito, ¿qué haces…? ¡Vaya, hola! —dijo, mirando la pantalla del móvil. —¿Este es Arturo?
—Sí —contesté, cortada.
—Anda, pues qué mono, tu chico.
Aunque la calidad de la imagen dejaba que desear, pude ver cómo a Arturo se le coloreaban las mejillas mientras sonreía. Hubiera sido justicia poética que Lara acabara convertida en su amor platónico, como Harry fue el mío.
—Así que él es “mivi”, ¿no? El que ha conquistado el corazón de esta soltera empedernida.
Mi prima había rodeado mis hombros con sus brazos y ahora permanecíamos con las cabezas pegadas mirando la pantalla del móvil, donde el bueno de mi chico aguantaba un vacile menos llevadero que el futbolero.
—Soy la prima Lara, encantada de conocerte, mivi.
—Ya, sé quién eres. He visto muchos partidos tuyos, y también he oído mucho hablar de ti.
—¿Sí? Pues espero que bien —dijo Lara, mirándome.
—Sí, muy bien —respondió Arturo. —¿Qué tal? ¿Cómo va esa temporada?
—Pues ahí voy, con mis luces y mis sombras, tú sabes... —contestó Lara.
—Dejaste el listón muy alto al final de la pasada, pero seguro que esta también va bien. Mucho ánimo y suerte.
—¡Gracias! Jolín, me encanta él, ¿eh? —dijo Lara, dirigiéndose a mí. —Bueno, dejo a los enamorados que se den las buenas noches. Me cuidarás a mi Solito, ¿no, mivi?
—Cuenta con ello.
Lara me dio un beso y volvió dentro, dejándome a solas con un Arturo virtual que sonreía.
—¿Solito? —preguntó.
—Sí. Así es como me llama ella.
—Es bonito, me gusta —convino Arturo.
—Y a mí —afirmé yo.
—Parece buena gente, tu prima.
—Lo es. Es la mejor.
—Madre mía, mis amigos no se van a creer que Lara Martín me ha llamado “mivi” y ha dicho que le encanto. ¿La has oído?
—Claro. Y también ha dicho que eres mono —dije.
Nos despedimos con sendos “Te quiero” y con la idea de vernos en la tarde del día siguiente.
De vuelta a la fiesta, fui directamente a la barra mientras mi hermana y mis primas charlaban por separado con algunos VIP. Lara con el presidente de la UEFA. Lola con el dueño de unas bodegas jerezanas que nos suministraban caldos, y con quienes ahora estábamos en negociaciones en el hotel para ofrecer paquetes de enoturismo. Sofi con la presidenta de la Fundación Solcaja.
Pensaba quedarme en la barra, no tanto por no interrumpir ninguna conversación, sino por la pereza de tener que seguirlas. Pero hasta allí llegó el hijo del presidente del Sevilla FC, con el que algún idilio había tenido. Nada destacable como para pasar a mi famosa lista, solo un rechupeteo tonto en el pasillo de entrada a los palcos una tarde de borrachera en el Sánchez-Pizjuán.
—¿Qué pasa, niña? ¿Qué haces aquí tan sola? —preguntó.
Cuidaba mucho su estética de niño bien, así que no le faltaban las patillas, el pelo engominado hacia atrás, los náuticos, el pantalón chino y el polito, coronado por una bufanda del centenario del Sevilla FC. Respondí con más indiferencia que otra cosa:
—Es que yo no sé inglés, ¿sabes? Ni italiano.
Sonrió.
—Ni falta que te hace, guapa, aquí se habla el idioma que tú quieras. Pero oye, me he enterado de que tienes novio, ¿es verdad?
—Sí —dije, dándome ciertos aires.
—Joder, tío, Soledad Martín con novio. Es el fin de una era.
Arqueé las cejas y me encogí de hombros, indiferente. Era hora de que tanto aquel como otros chicos entre los que sonaba mi nombre supieran que estaba fuera del mercado.
—Bueno, pues nada, espero que te vaya muy bien con él —apostilló, antes de desviar la conversación hacia otros temas.
Llegamos a Sevilla al día siguiente, sobre las 12 h. Lara puso rumbo directo a Marbella para prepararlo todo antes del Abierto de Madrid, y Lola tenía intención de echar deshoras en el hotel, donde el bueno de mi primo Javi había asumido responsabilidades para que nosotras fuéramos a Turín en paz. “Id, id vosotras. Otro año me tocará a mí, porque habrá más veces. Estoy seguro”, nos dijo. En cuanto a Sofi, dijo que se quedaría descansando. Estaba rara desde el día anterior, aunque ni quise preguntarle ni ella contó nada.
25.000 personas salieron a celebrar la copa a las calles de Sevilla aquel año, pero ninguna de nosotras estábamos allí. En mi caso, solo me asomé al balcón para ver pasar el autobús en dirección al estadio, de lejos. Di por suficientes las celebraciones del día anterior, y para entonces ya tenía yo otras cosas en mente.
Apoyada en la reja de forja de la pequeña terraza de mi apartamento, vi venir a mi chico caminando por la acera. Observé sus andares despreocupados y su look casual con vaqueros, camiseta, zapatillas deportivas y unas gafas de sol, con su melenita castaña clara suelta. Le silbé, y él dirigió la mirada hasta mi posición y saludó sonriendo.
Salí de la terraza y atravesé el salón para abrirle la puerta. Él no tardó en aparecer. Se me subió la libido al verlo salir del ascensor, sonriendo, y caminando hasta mí con sus aires de galán alternativo.
—Vaya la que tenéis formada los palanganas. Me ha costado la vida llegar hasta aquí —dijo, en referencia a la celebración.
Yo no dije nada, solo me aferré a su cuello y lo besé con ganas, primero con piquitos, luego mordiendo su labio inferior, luego introduciendo mi lengua en su boca. Él rodeó mi cintura con sus brazos, recibiéndome con el mismo ardor, y puso las manos en mi trasero para apretarme contra sí. En lugar de tres días, parecía que acababa de terminar un viaje de varios meses.
Distinguí algún olor amaderado, no sé si de su perfume o del champú que usaba para cuidar su pelo sedoso, en el que ahora yo enredaba mis dedos. Sin separarme de él, di unos pasos cuidadosos para guiarlo hasta la habitación, dejando atrás el bullicio de la calle para recluirnos de nuevo en nuestro templo.
Nos desnudamos sin decir nada, solo mirándonos, sonriendo de cuando en cuando, felices por estar juntos. Ni un comentario compartimos, ni un chiste más quise hacer a cuenta del triunfo de mi equipo. Y, cuando estuvimos desnudos, comenzamos la sucesión de figuras que nuestros cuerpos hacían sobre la cama, y que se reflejaban en la pared con el sol del atardecer de primavera que entraba por la ventana. Arturo sobre mí, yo sobre él. Sus manos recorriendo mi vientre, las mías acariciando la piel blanca de su pecho, de la que sobresalía un vello varonil.
Solo interrumpí nuestro silencio cómplice cuando me penetró, mirándome:
—Oh, mi vida —susurré, justo antes de que él comenzara a moverse dentro de mí.
No sé si conté dos o tres asaltos, porque en aquella época todo nuestro ser nos empujaba una y otra vez a fundirnos ansiosos. Como si fuéramos animales en celo. A veces follábamos, otras hacíamos el amor. Y, en una de las de aquella tarde, le pedí algo:
—Fóllame la boca.
Coloqué mi cabeza sobre la almohada, ligeramente por encima del resto del cuerpo, mientras mi chico ponía sus rodillas a ambos lados de mi pecho para cumplir mi petición. Abrí la boca para que él introdujera su miembro, terso y duro, y procediera con golpes de pelvis como cuando me penetraba por la vía vaginal o anal, aunque con más suavidad.
De repente, un ruido nos interrumpió, seguido por un cambio brusco de posición de Arturo. Mi novio se había apoyado en el cabecero de la cama, un tablón que descansaba sobre dos patas fijadas con tornillos a la pared. Uno de esos tornillos se había soltado y dejó el cabecero descuadrado, de lo que me informó mi chico cuando se levantó para comprobar qué había pasado.
—Déjalo. Sigue —le pedí, en cuanto vi que seguía fijo a la pared, a pesar del tambaleo, y nuestra integridad física no corría peligro.
Me coloqué sobre él después, para hacer movimientos circulares con mis caderas que nos llevaran a los dos al orgasmo. A medida que lo hacía, sonaba en la pared el “cla-cla” del cabecero, siguiendo mi ritmo y poniendo una cómica banda sonora al momento.
Gemimos al llegar al éxtasis, y luego nos quedamos tumbados de costado para mirarnos con la intensidad de entonces. Mi chico alargó una mano para hacer sonar de nuevo el cabecero, y los dos reímos.
—Me vas a destrozar la casa, semental —dije.
Él rio.
—Te he echado de menos, mivi.
—Y yo a ti, gorda.
Estábamos en la fase inicial del amor por entonces, la más intensa, esa en la que quieres que el momento de unión íntima dure para siempre. Pensé en lo bien que estaba con Arturo y en que, quizás, con él conocería el amor eterno que conocieron mis “güelitos”. O quizás nunca llegáramos a tanto. ¿Qué importaba en aquel momento?

