Sole (8): ¿Quién me mandaría a mí?

Capítulo 39 de Las rosas de Abril.

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Nuestro cuerpo no está preparado para soportar la intensidad del amor en sus primeras fases durante mucho tiempo. No podemos vivir pensando en esa persona a cada momento y, a la vez, afrontar nuestras responsabilidades o simples tareas de supervivencia de manera eficaz. Así que hay un punto en el que toda relación tiene que bajar calor a sus fogones si los implicados no quieren acabar chamuscados. Es un momento crítico porque, si reduces demasiado el fuego, el resultado te puede quedar crudo y acabar del mismo modo en la basura. Solo que no hablamos de comida, sino de corazones que se arriesgan a terminar resquebrajados.

Según me explicó Lara, tan interesada en la Psicología que incluso empezó la carrera por entonces, la fase de amor romántico se va sosegando. De la lujuria y la intimidad pasas a un estado en el que ya no idealizas al otro, sino que comienzas a ver cosas no tan agradables que antes ni veías. Algunas incluso te molestan, de manera que comienza una fase de negociación. Las encajáis como podéis para seguir y, si la relación es sana, compartir un amor compañero. En cambio, si la historia no cuaja, lo mejor es separar los caminos y que cada uno lidie como pueda con una nueva decepción amorosa.

—Lo mejor es no forzar —decía Lara. —Dejar que fluya, disfrutar el momento y, si cuaja, comenzar a construir de verdad.

Fue lo que me recordó cuando yo narré mis primeras discusiones con Arturo, pero mi prima no estaba para dar muchos consejos de amor. También ella había tenido algunos tiras y aflojas con Harry, y en una de sus visitas exprés a Sevilla nos dio detalles.

—No os lo conté, pero en mi cumpleaños me regaló un anillo. Y no cualquier anillo, sino este.

Lara nos enseñó a Lola, Sofi y a mí una foto en la que se la veía portando un diamante solitario sobre un aro de oro blanco. Las tres exclamamos sorprendidas al verlo.

—Parece un anillo de pedida —dijo Lola.

—Eso fue lo mismo que yo pensé al verlo —aseguró Lara.

—Madre mía. ¿Y qué hiciste? —pregunté.

—Pues sudar la gota gorda e hiperventilar como una perra cansada. Os juro que casi me dan convulsiones, y no de alegría. Me agobié muchísimo.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Lola.

Su tono al hacerlo estuvo entre la sorpresa y el reproche. Probablemente estaría pensando en lo injusta que era la vida: ella deseando casarse con un cretino de manual, hasta que cortó con él por pegarle clamidia; y Lara rechazando al hombre aparentemente perfecto.

Lara explicó el motivo de su reacción:

—No podía decirle que sí. Cuando te comprometes con alguien es porque puedes hacerlo, porque tu prioridad es construir un proyecto que salga bien. Yo no estoy en esa fase, sino en el momento cumbre de mi carrera.

Evitaba darle consejos a Lara en esos casos, porque entendía la encrucijada en la que ella se debía de sentir. Respetaba, y admiraba, su decisión y capacidad de mantener a raya las emociones y las presiones de un hombre como Harry. Cualquiera hubiera sucumbido, y no hablo solo de físico, pero ella no. Porque, en parte, que fuera la mejor del mundo en lo suyo se debía a mantener la cabeza fría.

Pero también sabía que mi prima lo había pasado peor tras su ruptura con Ander de lo que ella había hecho ver. Fue su novio futbolista, del FC Barcelona y la Selección Española, su primer gran amor. Cuando se conocieron, a través de una amiga en común del mundo del tenis, ella tenía 20 y él 23 años. Se enamoraron y decidieron comenzar una relación con calma. ¿Calma por evitar que acabara chamuscada? No, solo por la exigencia de sus profesiones, porque en realidad se hubieran amado sin restricciones. Pero su relación murió por éxito, y no común, sino del que cosechaban los dos por separado. Estaban en su mejor momento como pareja cuando él ganó el Mundial con España y ella se coronó en Wimbledon.

Terminaron porque la distancia, el paso del tiempo y la falta de metas comunes arrojó agua helada sobre su ya pequeña hoguera. Lo hicieron de mutuo acuerdo y en buenos términos, aunque pronto él se involucró en una nueva relación con alguien sin tantas ambiciones y más dispuesta a comprometerse con él. Y Lara anotó una baja más en la lista de pérdidas asociadas al tenis. Feliz por tener el éxito profesional que había perseguido toda su vida. Triste por constatar lo caro que resultaba llegar a lo más alto. Lamentablemente, ahora, con Harry, se hallaba en la misma tesitura.

Parecía que se ennegrecía el cielo despejado que habíamos disfrutado las Martín en asuntos de amor. Mi hermana por fin logró quitarse la venda y dejar atrás al cerdo de David, hasta ahí bien. Pero el muy cabrón, agarrándose a lo que pudo, se le metió de okupa en el piso de Viapol. Okupa no, porque también era virtualmente suyo mientras no terminaran de pagarle al banco. Pero como Lola ya no lo quería ver, ni bendito ni dorado, fue ella quien cogió sus cosas y se fue. En concreto, al pisazo de la avenida de la Constitución de Lara.

—Hijo de la grandísima puta. Me sé de alguno que seguro que puede preparar un cóctel molotov. Se lo tiramos por la ventana y lo hacemos salir como la rata que es —propuse a mi hermana.

—Sí, claro. Y luego me tengo que quedar en un piso carbonizado, ¿no?

—Seguro que hay formas, Lola —insistí. —Aunque haya que usar la violencia. Manda allí a los de Seguridad del hotel, que le den un repasito.

—Déjate de coñas, Sole.

—No estoy de coña.

Mi hermana, tan diplomática ella, se había propuesto arreglar el asunto por la vía pacífica, fuera judicial o bancaria.

Mientras tanto, nadie sabía qué coño le pasaba a Sofía. Empezó a dejarse ver menos: que si necesito tomar aire en la playa y me voy sola, que si hoy no me apetece salir, que si tengo mucho trabajo pendiente… Andaba en el móvil con frecuencia. A veces con expresión melancólica, otras con una media sonrisita muy reveladora.

—¿Con quién hablas, “truhana”? —le pregunté una vez.

—Con nadie —respondió ella, molesta.

—Ya, claro. ¿Estás queriendo y no se lo vas a contar a tu "primuchi" y best friend?

—Se pronuncia “frend”. Y no hay nada que contar, no seas pesada —insistió ella.

En cuanto a mí, andaba en esos primeros tiras y aflojas con Arturo. Me había recluido encantada en la burbujita de amor que era mi piso, pero en algún momento recuperé viejos hábitos sociales y recordé cuánto disfrutaba con ellos.

Como sucedió un año antes, todos nos reunimos en el hotel para ver la final del US Open de Lara. Mi prima no había conseguido ninguno de los tres grandes del año, pese a llegar a la final de Wimbledon, y tenía altas expectativas para el de Nueva York. Así que Lola montó la pantalla de rigor para que todos pudiéramos ver a mi prima ganarle a Kylie Jones en dos sets, aunque la australiana no se lo puso fácil. Ya se habían enfrentado en Miami aquel mismo año y, aunque la victoria de Lara entonces le dio mucha ventaja en el ranking, mi prima ansiaba el título.

Jones era muy buena, pero Lara estaba muy concentrada y le salía todo. Fue un partido bonito, vibrante, porque a las dos se las veía a tono y con nulas disposiciones de ceder. Pero mi prima era la mejor tenista del mundo y, por buenas que fueran sus rivales, si lograba firmar un buen partido lo ganaría seguro. Se le dio bien todo, incluso el saque, y parecía que había resuelto algunos problemas que le preocupaban sobre velocidad y dinamismo en su juego. Fue un huracán.

Para la celebración, Lola había vuelto a reservar en Río Azul, el restaurante-discoteca junto a la orilla del río en el que celebramos el Wimbledon de Lara del año anterior. Solo cuando mis padres y mis tíos se fueron, llamé a Arturo para que se nos uniera. Quería evitar las preguntas. En la fiesta quedamos Lola, Sofi, Fredi, Patri, Sara, Ro, Javi, Sebastián “Basti” y Sergio, estos dos últimos amigos de Javi. Llevábamos media hora allí cuando llegó Arturo, que enseguida se integró con el resto del grupo.

Ya entrada la noche, con la pista de baile despejada de mesas y sillas, y la música a todo volumen, se me acercó un tipo al que me presentaron en una de las previas del Sánchez-Pizjuán, integrante de Biris Norte. Me dijeron que era Lito, que supongo que no es el que le puso su madre, pero nunca supe su nombre de pila. No tuve nada con él, pero habíamos tonteado un par de veces.

—¡Sole! Coño, niña, estás perdida, no hay quien te vea, ¿dónde te metes? —saludó Lito.

—Pues por ahí.

—¿Por ahí? ¿Ya no vas a previas o qué?

—Las previas las hago en el palco, como está “mandao”.

—Claro. Es lo que tiene pertenecer a la burguesía.

Me limité a sonreír, sin mucho afán, y menos aún ganas de discutirle por qué los Martín no pertenecíamos a lo que él llamaba “burguesía”. Y eso que el tipo era atractivo. Otro fuertecito de gimnasio, de esos que, como Óscar “El violador”, parece que van ganando masa muscular a costa de la cerebral. Quizás fuera eso lo que me mantenía en guardia, además del hecho de que Arturo anduviera cerca.

—Bueno, ¿y qué te cuentas? —preguntó Lito.

—Pues poca cosa. Hemos venido para celebrar el grand slam de Lara.

—¿El qué? Ah, sí, sí.

Dudé de que Lito se hubiera enterado siquiera de que mi prima acababa de alzarse con el trofeo en Nueva York, aunque estaba segura de que sabía quién era.

Lito continuó dándome conversación. Estábamos a un lado de la pista de baile con nuestras copas en la mano, hasta que mi hermana pasó con cara de pocos amigos, y yo supe inmediatamente el motivo. No estaba dispuesta a consentir que le hiciera ningún desaire a Arturo, a quien cada vez le tenía más cariño. Y menos sabiendo lo mucho que se sufría por amor.

No quise cortar a Lito, que me hablaba de fútbol en aquel momento. Pero ya llevábamos un rato hablando y temía que mi chico se mosqueara, así que le dirigí varias miradas distraídas. A él no parecía molestarle mi compañía, porque se encontraba charlando animadamente en la barra con Fredi, el socio y mejor amigo de Sofi.

—¿A quién miras tanto, hija? —preguntó Lito.

—A aquel chaval de allí, el de negro —dije, señalando a Arturo. —Es mi novio.

Lito miró en la dirección que le indicaba y examinó unos instantes a Arturo, con su clásico look desenfadado con deportivas, vaqueros y camiseta. Luego exclamó:

—¿El “punketa” aquel es tu novio? ¿En serio? ¡Madre mía, qué injusta es la vida!

—¿Qué dices? No es un “punketa”, capullo. A él le gusta el metal.

—Ya, lo mismo me da. Un alternativo, en definitiva. De esos que van de “Soy superdiferente”.

—¡Pero si no lo conoces de nada!

—Ni falta que me hace. Solo digo que… bueno… Que tú puedes aspirar a algo más.

Lo miré con el ceño fruncido y, en cuanto procesé su atrevimiento, también molesta. Era hora de cortar a Lito, y no lo hice con palabras. Me giré sin despedirme siquiera, caminé en dirección a Arturo y, tras pedir disculpas anticipadas a Fredi, le di un beso mientras rodeaba su cintura con mis brazos. Mi chico se quedó desconcertado unos instantes, aunque respondió, mientras Fredi aprovechaba para revisar su móvil. Tras nuestro beso, miré en dirección a Lito, que parecía que bufaba una sonrisa de incredulidad. Arturo se dio cuenta.

—¿Puedo saber qué pasa? —preguntó.

—Nada, el gilipollas ese —dije.

—¿Qué ha pasado?

—Dice que eres un “punketa”.

—Me trae sin cuidado lo que diga de mí ese macarra.

—Ya. Y a mí también —dije.

—¿Sí? Pues no lo parece.

Miré a mi chico, seria. Su tono parecía molesto, aunque yo supuse que eran celos.

—¿Te ha molestado que hable con él?

—No, para nada. Lo que me extraña es que tengas que venir a darme un beso cuando el tipo se mete conmigo.

—Para que vea que este “punketa” hace que me chorree.

—¿Estás intentando convencerte tú o a él?

Me quedé pasmada. Había supuesto que a Arturo le agradaría saber que me había alejado del tipo sin despedirme, para ir en su búsqueda y como manera de defenderlo. Pero no, no le gustó mi actuación.

No fue la única que tuvimos de aquel estilo. Mi chico quería tomarse el otoño con tranquilidad porque seguía ahorrando para independizarse, así que se quedó más de un fin de semana sin salir. Tenía que olvidarse por un tiempo de conciertos de bandas incipientes de rock en locales alternativos, y de largas tardes de fútbol de bar bebiendo Budweiser. Y debía sustituirlas por encerronas con su novia y visitas domiciliarias a sus amigos para echar partidas a la Play.

Aquello de quedarse en casa en fin de semana no entraba en mi mente como posibilidad hasta que comencé mi relación con él, aunque nunca me exigió nada. En cierta ocasión, Arturo me anunció que no saldría el sábado siguiente por ese mismo motivo, el de guardar algo de dinero.

—Vente a casa, preparamos algo y vemos una peli —le dije.

—Es sábado por la noche. Entiendo que quieras salir. No tienes que quedarte en casa por mí.

—Pero quiero hacerlo. Me apetece. ¿No quieres?

—Claro que quiero. Yo encantado.

Quedamos a las 21 h en mi casa, pero Ro me llamó sobre las 16 h para decirme que estaba tomando café en Colón con Sara, y que saliera a tomarme algo. A mi amiga no le costó mucho convencerme, y yo supuse que no pasaría nada por echar un rato con ellas, y luego volver a casa para mi cita con Arturo. Como si no me conociera.

Las terrazas de Colón estaban a rebosar, y en uno de mis locales favoritos de la zona, Agua, había música en directo. Un grupo de flamenquito, mi género predilecto para los sábados por la tarde (y el de media Sevilla), amenizaba desde el escenario. Así que el café dio paso a los rítmicos contoneos al son de la música, moviendo la muñeca de sevillanas maneras con una mano, y con la otra sujetando mi copa. Primero una, luego otra y hasta tres rones con cola me bebí.

Estaba con el puntito y en toda mi salsa cuando miré el reloj. Eran las 20:40 h y no me quería ir a casa, así que llamé a Arturo para que me cediera un poco de tiempo. Como cuando de adolescente llamaba a papá el sábado por la noche para pedirle que me dejara solo un ratito más.

—Gorda, voy ya en el bus. Son menos veinte, podrías haberme avisado antes.

—Tsss… Bueno, es que estoy en Agua y…

—Ya, ya escucho jaleo. Bueno, pues me vuelvo a casa.

—No, no. Venga, salgo para allá.

No me apetecía nada irme a casa, pero tampoco quería dejar tirado a Arturo a ultimísima hora y cuando él ya venía en bus. Entré a despedir a mis amigas, que en aquel momento se encontraban hablando con dos chicos argentinos de visita en la ciudad. No quise interrumpir, así que me quedé escuchando su relato sobre las impresiones que les había causado Sevilla.

—Buah, me flipa tu acento —dije, interrumpiendo finalmente.

—¿Sí? Me alegro. A mí también me gusta mucho el acento del sur de España. Es como muy… No sé, diferente al resto del país.

Nos entretuvimos en el tema de los modos de hablar, de vivir y de viajar, y uno de ellos incluso me pidió una copa de ron con cola, la bebida que Ro les chivó que era mi favorita.

—Tía, no, me tengo que ir, he quedado —me quejé.

Aguanté las protestas de mis amigas por mi marcha, apuré mi copa por no ser “saboría” y salí del local a las 21:20 h. Ya iba tarde 20 minutos, aunque le había escrito a Arturo un escueto “Voy”. En circunstancias normales, parar un taxi y llegar hasta San Francisco Javier hubiera sido cuestión de un cuarto de hora. 20 minutos, como mucho. Pero, un sábado por la noche, la disponibilidad era escasa, y en el Paseo de las Delicias nos pilló atasco por culpa de un coche averiado. Media hora tardé en llegar. Le había escrito a Arturo para indicarle que iba en camino, y él solo me contestó que me esperaba en el bar de abajo.

Cuando por fin llegué a mi destino, casi una hora más tarde de lo acordado inicialmente, mi chico me esperaba con cara larga.

—Hola —saludé, en tono de disculpa.

—Hola —contestó él, y solo con una palabra ya trasladó reproche.

—¿Subimos?

Como respuesta, cogió una bolsa de plástico que había en una de las sillas y se levantó. Me quedé observándolo mientras lo hacía, mientras él evitaba mis ojos.

—¿Qué llevas ahí? —dije.

—Pasé por el súper antes de venir para comprar helado de vainilla con cookies, que ya estará derretido, y harina. No sabía si tendrías, y quería hacer una pizza.

Sentí entonces la punzada de culpa que la excusa del atasco y el alcohol habían aliviado. Emprendí el camino a mi piso seguida de Arturo.

Él sabía que mi helado favorito era el de vainilla con cookies, como yo sabía que a él le encantaba la pizza con atún y beicon. Mientras estudió su formación profesional, mi novio trabajó en una pizzería de Sevilla Este, primero de repartidor y luego de cocinero. Allí aprendió a hacer masa, dar forma y hornear la pizza, entre otros manjares ultracalóricos. La primera vez que la hizo en casa, yo pensé que era la mejor que me había comido en la vida. Seguramente, porque la habían hecho las manos que luego masajearon mi cuerpo con la misma pericia con la que hicieron la masa.

Ya en el apartamento, Arturo se sentó y se puso a mirar su móvil.

—¿No vas a hacer la cena? —pregunté.

—La verdad es que no me apetece ponerme a hacer pizza ahora. Si tienes pan de molde, preparo unos sándwiches —contestó él, seco.

Arturo tenía motivos para estar molesto, pero a mí no se me ocurrió otra cosa que preguntar:

—¿Estás enfadado?

—Hombre, Sole, llevo una hora esperándote. No querrás que esté contento, ¿no?

—Me ha pillado atasco en las Delicias, ¿qué querías que hiciera?

—¿A qué hora has salido de Colón?

Como el niño incapaz de reconocer su error y que se enfada cuando le riñen, así reaccioné yo.

—He salido un poco más tarde de lo previsto porque estas me habían pedido una copa a última hora y me daba cosa dejarla allí.

—Ya. ¿Por qué me dijiste que ya venías? Me iba a volver a casa.

—No pensé que fuera a tardar tanto.

—También te dije que no tenías que quedarte en casa un sábado por la noche por mí.

—Bueno, pues quise hacerlo.

Arturo estaba sentado en el sofá y se quedó con los codos apoyados sobre las rodillas, acariciándose su barba castaña finita y mirando a un punto fijo. Yo quería que dejáramos atrás el incidente, pero por entonces me costaba horrores pedir disculpas sinceras. Mi estrategia fue errática, porque me defendí atacando.

—Yo no quiero cenar sándwich —dije.

—Pues no me apetece hacer pizza ahora.

—Vale. Pues voy a llamar y que nos la traigan.

—No. Pide para ti, si quieres. Yo comeré algo aquí, si no te importa.

—Yo invito —dije.

—No. No quiero pedir comida, Sole.

—¿Por qué? ¿Por no gastar? Ya te he dicho que yo invito.

—Vale, pero no quiero.

Llamé por teléfono y encargué comida para dos, mientras Arturo resoplaba y negaba con la cabeza.

—Has llegado una hora tarde. Ni te disculpas. Y, por si fuera poco, te pasas por el forro que te diga que no quiero cenar de fuera.

—Pensaba comerme la mediana yo sola. A ver si reviento.

—Ya. Vale.

Mi novio cogió el mando de la televisión para encenderla, y luego se puso a hacer zapping hasta quedarse absorto en La Sexta Noche. Yo, queriendo firmar la paz del modo más infantil, me senté junto a él. Primero a unos centímetros de distancia, que enseguida recorté. Después le pasé un dedo por la espalda y le puse la cabeza sobre el hombro. No hizo un solo amago de respuesta, pero tampoco declinó mi acercamiento, así que le rodeé la cintura con los brazos y quise darle un beso en la cara. Pero, ahí sí, se retiró. Yo suspiré, pero continué con la actitud infantil.

—Pues yo no quiero ver eso —dije, mirando la televisión.

Arturo colocó el mando sobre la mesita baja y dijo:

—Ponlo donde quieras.

Y, acto seguido, volvió a coger el móvil.

—¿Vas a estar así toda la noche? —pregunté, enfadada.

—¿Y tú? —dijo él.

—Te he preguntado yo antes.

Mi novio suspiró.

—¿Qué quieres, Sole?

Le eché las manos al cuello y dije, cándida:

—Que me des un beso.

—Ahora no me apetece —respondió él.

Me levanté y me dirigí a la cocina, ofuscada.

—Pues no sé para qué has venido —dije.

Arturo me miró sin dar crédito.

—He venido para estar contigo, porque me dijiste que te apetecía. Y me he llevado una hora esperándote porque tú estabas en un bar y no has querido salir antes.

—Ya te he dicho que me ha pillado atasco. ¿Cuántas coca-colas te has bebido abajo mientras esperabas? ¿Una, dos? Te las pago ahora. Y lo que traías en la bolsa también.

Fue más de lo que Arturo estaba dispuesto a soportar, así que se levantó y se dirigió a la puerta.

—Me voy —anunció.

Salí tras él.

—No, no, no, no. Mivi, por favor, no te vayas. Vale, vale. Lo siento. Lo siento.

—Hombre, por fin lo dices —contestó mi novio, irónico.

—¿El qué? —pregunté.

—Que lo sientes. La gente madura, cuando hace algo que no está bien, se disculpa, no la caga más.

—¿Me estás llamando inmadura?

—A ti no, pero tu comportamiento de esta noche lo es.

—¡Oh, Dios! ¿Pero quién me mandaría a mí?

Arturo se quedó mirándome fijamente y noté que estaba muy enfadado.

—“Quién te mandaría a ti”, ¿qué? —preguntó, con tono desafiante.

“A echarme novio, y encima un tieso”, estuve tentada a decirle. Me contuve a tiempo. Había rebasado todos los límites posibles de niñata en una noche, y aquello hubiera sido el colmo.

—A hacerle caso a Ro e ir a tomar café a Colón —dije finalmente.

—Sole, el problema no es que hayas ido. Es que no parece que hayas tenido intención de llegar a tiempo en ningún momento, ni te has molestado en avisarme para que no viniera, que podría no haberlo hecho. Llegas una hora tarde, ni te disculpas, no respetas mis decisiones y encima te enfadas tú.

—Vale, sí. Tienes razón. Perdón. Lo siento. He actuado mal, sí. Tendría que haber salido cuando te llamé, o antes.

Mi novio asintió, y luego nos quedamos parados en la oscuridad del descansillo a la que nos había llevado su enfado y mi arrepentimiento. Cogí su mano y, sin decir nada, lo guie hasta el sofá. Me senté, él me imitó.

—¿Sabes que te pones muy guapo cuando te enfadas? —dije.

Su gesto me trasladó que no era conveniente traspasar más líneas rojas si quería pasar la noche con él.

—Vale, vale —reculé. —¿Me perdonas?

—Sí. Pero una cosa más, no necesito tu caridad, ¿eh? Vamos a dejar las cuestiones de dinero aparte.

—Vaaaaaale —dije. —Sabes que te quiero mucho, mucho, mucho, ¿no? Aunque sea una impuntual y una niñata.

—Mi niñatilla —dijo él, sonriendo.

Lo empujé suavemente para que se dejara caer en el sofá y, cuando tuvo la espalda contra el tapizado, me coloqué sobre él. Le aparté el pelo de la frente para ver bien sus ojos marrones verdosos, y después lo besé con las ganas que tenía contenidas desde que lo vi en el bar, cuando no me atreví. Él, esta vez sí, respondió. Primero dejándose arrastrar al juego de lenguas, luego con las manos en mi cintura, en mi trasero y en mi pelo. Después desnudándome, desnudándose él, acariciando mis pechos, mi vientre, mi sexo y penetrándome. Y moviéndose como a él le gustaba y cómo sabía que me gustaba a mí.

Cuando los dos estuvimos satisfechos, seguimos acariciándonos sobre la estrechez del sofá, en el que juntos solo cabíamos de costado y si permanecíamos muy pegados. Me levanté un segundo para abrir el cajón de uno de los muebles del salón, donde tenía un manojo de llaves que guardaban diferentes propiedades. Le di un par de ellas a Arturo.

—Toma, anda, “punketa” —dije. El apelativo se había convertido en una pequeña broma interna de la pareja que conformábamos.

—¿Y esto? —preguntó él.

—Para que a la próxima no tengas que esperar en el bar de abajo. La llave más pequeña es la del portal, y la más grande del apartamento. Pero te las doy por operatividad y cuestiones logísticas, ¿eh? No te extramotives —le expliqué, con sorna.

—Vale, niñatilla. Tú no llegues tarde y no las usaré —dijo él, sonriendo.

No fueron ni el sexo ni las llaves lo que actuó como pipa de la paz. Unos minutos después, mi novio tuvo que colocarse apresuradamente la ropa para abrirle la puerta al repartidor de comida a domicilio. Volvió al salón con la caja en la mano, se sentó a mi lado en el sofá y, finalmente, comió pizza.