Sole (9): Te debo un orgasmo
Capítulo 44 de Las rosas de Abril.
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Viéndolo desde fuera, contemplaba la ruptura de Lara y Harry como una posibilidad muy real, y más conociendo los tiras y aflojas previos al final que ella misma nos contaba. Sé que se quisieron mucho y derrochaban complicidad y buen rollo cuando estaban juntos. Pero el paso del tiempo, la distancia física y las ambiciones personales pueden hacer mella en cualquier relación, por mucho que parezca que sus integrantes están hechos el uno para el otro. Me quedaba claro que una pareja no va bien por sí sola, sino que hay que trabajar en la relación. Y Lara andaba lamentándose a todas horas por considerar que no lo había hecho. Solo con amor no es suficiente.
Mi prima tuvo partido en competición pocas horas después de que Harry se presentara en Tokio para romper con ella. No lo vi en directo, pero sí vi los resúmenes posteriores. Había integrantes de la prensa que la seguían a todas partes desde los inicios de su carrera. La conocían bien y sabían que le pasaba algo. No era normal que Lara estuviera tan ida, que le hubieran lanzado varios warnings por demora en el saque ni que dejara ir bolas a las que, por velocidad y agilidad, hubiera llegado perfectamente. Parecía haber entregado la cuchara desde el principio, como se suele decir, y terminó perdiendo tras firmar un partido desastroso. Una de dos: o tenía molestias físicas o algo en su cabeza no andaba bien.
Tanto le insistieron en la rueda de prensa posterior que ella, mordiéndose el labio para evitar que se notara que le temblaba la barbilla (un gesto que yo le había visto hacer muchas veces), emitió un escueto:
—No… ehhh… Bueno, no… No estoy pasando un buen momento… a nivel emocional.
Se la veía tan sobrepasada que nadie se atrevió a insistir más. Después de tantos años, mi prima había logrado ganarse a la prensa con su espontaneidad y su entereza. Despachaba incluso las preguntas más incómodas con su ocurrencia, así que, en un momento como aquel, y vislumbrando que podía derrumbarse allí mismo, decidieron dejarle espacio.
Pero aquella breve confesión pareció poner en guardia a todos los paparazzi de España, Reino Unido, Australia y Estados Unidos, los países de origen de Lara y Harry y aquellos donde se encontraban en aquel momento. Hasta que, finalmente, consiguieron la instantánea que buscaban: Harry y Hanna paseando juntos en Los Ángeles al perro de ella. No iban agarrados de la mano y ni siquiera se miraban o sonreían, pero la imagen era igualmente elocuente. En el set de rodaje, alguien confirmó a la prensa que habían iniciado una relación, y el mundo entero pudo atar cabos. Asumieron que aquello fue lo que dejó a Lara tan destrozada aquel día sobre la pista.
El hecho fue ampliamente debatido en redes sociales. En España, el hashtag #VamosLara fue TT durante días, y los contenidos de los tuits no solo la animaban: también insultaban a Harry y a su nueva pareja. Le enviaron mensajes de apoyo incluso personalidades de relevancia pública, desde cantantes a políticos, más deseosos de participar en el salseo que preocupados de manera genuina por mi prima. Fue tal el revuelo que se generó que Lara se vio obligada a emitir un comunicado:
“Gracias a todas/os por vuestros mensajes de apoyo, pero de verdad, estaré bien. Evitad que la empatía o el cariño que podáis sentir hacia mí se conviertan en odio hacia otras personas, por favor, detesto los insultos y las descalificaciones. Nadie tiene que pagar por mi desastroso partido en Melbourne, esto es tenis. Se pierde más veces de las que se gana, pero estaré en plena forma pronto”.
En los grupos familiares, tanto en el que teníamos las cuatro primas como en el de todos, nos afanamos en enviarle ánimos y apoyo a Lara. Y sí, también criticamos a Harry.
—No me lo esperaba de él, la verdad —escribió Lola. —Yo sabía que no estabais bien, pero que te dejara por su ex… Pensaba que tenía más clase y más criterio.
—Nada, todos son iguales. Yo no sé mucho de hombres, pero sí lo suficiente. Aquella se le habrá puesto a tiro y ha decidido ir a lo fácil, en lugar de esperar a una mujer que está en pleno auge de su carrera —añadió Sofi.
—Bueno, tampoco lo culpo. Él me pidió que me comprometiera más y no lo hice. Tenía derecho a saber si podía ofrecerle un futuro juntos, y no fui capaz de ser clara con él. Ella ha aprovechado la cercanía, yo no fui capaz de conservar lo que ya tenía —dijo Lara.
—En serio, prima, ¿de verdad te sientes culpable tú? Si no ha querido esperarte es únicamente SU PROBLEMA. Él se lo pierde, punto. Tú eres la misma mujer de la que se enamoró, a la que le pidió una relación. Lo único que podía hacer era admirarte y esperarte, porque lo que tú has conseguido es histórico. Si tanto te quería, lo que le pegaba era haberte apoyado y ser paciente —volvió a decir Sofi.
—Ya. Quizás vio que ni yo ni lo que teníamos merecíamos tanto la pena como para esperar —dijo Lara.
—Pues, como te dice Sofi, ese es SU PROBLEMA. Tú eres maravillosa, prima, no lo olvides —escribí yo.
—Gracias, chicas, por vuestros ánimos. Os quiero mucho.
Mi prima intentaba zurcir su corazón roto entre aviones, hoteles y pistas de tenis de países lejanos, mientras nuestras vidas continuaban en Sevilla. Agradecí haber recuperado a mi hermana tras años de permanencia oculta en las sombras en las que la sumía David. Se había liberado. Por fin había entendido que una relación de pareja no era solo una vía para conseguir esa vida convencional que ella tanto ansiaba. También tenía que haber complicidad, respeto, apoyo y mucho mucho amor. Eso era fundamental, y a partir de ahí se podría construir todo lo demás. No al revés. Esperar que una boda o unos hijos estrecharan la relación, haciendo la vista gorda ante la evidente falta de cualidades del otro, era hacer la casa por el tejado. Y acabaría hundiéndose.
No es que yo viera esas cosas por entonces, ni mucho menos. No se llega a tantas conclusiones propias de persona madura en solo unos meses de relación, aunque Arturo me enseñó mucho. Ocho meses después de nuestra confesión mutua en aquel bar de La Alameda, continuábamos juntos, aunque no estoy segura de si estábamos bien. Lo que sí puedo asegurar es que no era como antes. Me podía pasar días sin verlo y el hecho de que llegara a algún bar en el que yo ya estaba no me provocaba ni frío ni calor. Me gustaba estar con él, sí. Pero, cuando se desinfló la burbuja de amor romántico, fui recuperando mi vida y me di cuenta de que también me gustaba lo anterior a él.
—A ti lo que te pasa es que quieres un novio para los domingos. Salir el viernes y el sábado y luego ver con él los telefilmes esos tan malos que ponen en Antena 3 —me dijo Patri en cierta ocasión.
—Bueno, cada persona tiene su espacio y cada cosa su momento, ¿no? —repliqué, molesta con mi amiga.
—Sí. Pero no siempre va a ser como a ti te convenga. Eso es egoísta.
—Egoísta, dice. La que no hace más que forzar la situación con un tío que no la quiere para nada.
Patri andaba insoportable por aquella época. Resultó que el chico que le gustaba, aquel repartidor que había conocido mientras ella daba flyers en la puerta de su gabinete, le estaba haciendo la 13/14. Solía escribirle mensajes muy melosos, del tipo “Buenos días, princesita”. Pero, a la hora de desvirtualizar, solo accedía cuando le picaba la polla. Y lo peor es que Cupido, haciendo de las suyas, le había puesto a mi amiga una venda que le impedía verlo. En lugar de eso, me culpó a mí. Había estado borde con ella, sí, igual que al revés, pero decidió no hablarme durante varios días.
Enero es un mes deprimente para cualquier cosa que no sea quedarte en casa viendo pelis o series en el sofá, y lo cierto es que yo para eso tenía buena compañía. Pero la cuesta posterior a las Navidades se hace larga y la gente prefiere hibernar. Solía aburrirme a comienzos de año, por eso aprovechaba cada oportunidad de alternar.
El mal tiempo y los turnos dispares habían dejado nuestras cañas de los viernes después del trabajo en parálisis temporal, al menos hasta nuevo aviso. Pero un miércoles de aquel enero comprobé que el pronóstico nos era favorable y decidí que era momento de recuperar el hábito, que ya apetecían unas cervecitas al sol del invierno. Y, con el tirón con el que yo contaba por entonces, resultó un éxito. Incluso la jefa se apuntó, que no era otra que mi hermana. No es que anduviera loca buscando un sustituto para David, no. Se lo tomó con tranquilidad, lo que me sorprendió, pero no renunció a hacer notar que estaba en el mercado para quien le interesara.
Comenzamos con botellines y tapas en el bar de enfrente del hotel, Lola, Nando, Javi, Vicky, Estela y yo. Después se nos unió Jessi, una de las recepcionistas, cuando su compañero Pepe le dio el relevo. Me alegré de haber recuperado la costumbre, porque lo estábamos pasando bien. Desde mi punto de vista, un buen equipo no se conformaba solo trabajando codo a codo, sino compartiendo momentos de distensión más allá del estrés del día a día.
Lola fue la primera en marcharse, sobre las 17 h. Dijo que quería reunirse con Santiago, el jefe de mantenimiento, para hacerle unas cuantas peticiones antes de volver a casa. Yo sabía que quería dejarnos espacio, porque ella no dejaba de ser la comandante y nosotros los soldados rasos en aquella pequeña ciudad que era el hotel. Por mucho que fuera mi hermana y que reconociera su incuestionable madera de líder, Lola era la jefa, y no quería estrechar vínculos que dieran lugar a favoritismos.
Javi había quedado con dos de sus amigos, Basti y Sergio, y, aunque nos insistió a todos, ninguno quisimos acompañarlo a la Alameda. Vicky y Jessi se fueron a eso de las 19 h, porque habían quedado para cenar con sus respectivas parejas. Y, como Estela vivía cerca de Vicky y no quería terminar de lado a lado como una de las últimas veces, aprovechó el trayecto y se fue con ella en coche. Total, que al final nos quedamos solos Nando y yo.
Nos habíamos cambiado a un kiosco dentro del Parque María Luisa que quedaba a solo 10 minutos andando del hotel, pues apetecía disfrutar del sol tímido de invierno. Pero, como había oscurecido y nuestro grupo se había disuelto, Nando sugirió que nos tomásemos la última en algún bar de Felipe II. Y yo accedí.
Al principio fue raro. No lo había visto mucho desde nuestra última vez, o no había reparado en él. Seguía viniendo a la zona común para tomar café y pillar algún snack de la máquina de vending, claro, pero dado que todo mi interés sexo-afectivo estaba copado por Arturo, Nando había pasado al extrarradio de la indiferencia.
Comenzamos a hablar del trabajo y de las tareas que ambos teníamos que asumir en el hotel. Una conversación que apenas había salido durante la tarde, probablemente porque mis compañeros no querían levantar suspicacias entre Javi y yo, familiares directas de las propietarias. Pero Nando tenía confianza conmigo.
—A mí me encanta trabajar en el hotel, estoy muy a gusto. Hemos hecho piña los de Seguridad, y nos cubrimos mucho. Pero cada vez hay más trabajo, ¿sabes? La semana pasada no salí ningún día a mi hora, porque estábamos hasta los topes.
—Ya —dije, por seguir la conversación.
—Había bronca en la primera planta, en la segunda estaba para armarse también. A punto de empezar el turno de noche y un compañero allí solo. ¿Qué iba a hacer? ¿Venirme y dejarle todo el marrón? Apagar fuegos por allí, vigilar por allá, la Jessi, que nos tiene dicho que le demos una vuelta por las noches… Llegué a mi casa a más de las 12.
—Vaya —agregué, escueta.
—Yo creo que, a la larga, van a tener que meter a más gente. Que eso es bueno, señal de que el hotel va bien.
—¿Por qué no lo habláis con Lola? Ella escucha, ya lo sabes.
—Sí, sí, tu hermana es genial. No tenemos ninguna queja de ella. Tarde o temprano tendremos que hablar con ella, sí.
—Si te sirve, Estela y yo estamos igual. Estoy por decirle a Víctor que me quite un día más en los parkings para venirme al hotel, pero no va a querer. Pero es eso o contratar a alguien más.
No quise recrearme mucho en los detalles para no sentir que estaba siendo desleal a mi hermana, solo trataba de mostrar empatía. Pero aquellas pequeñas confidencias profesionales sirvieron para crear un clima de confianza entre los dos. Hasta que, finalmente, la conversación comenzó a ir por otros derroteros.
—Bueno, ¿y qué tal con tu novio? —preguntó Nando.
—Bien. Bien, sin más —contesté.
—Uy, uy. ¿“Bien, sin más”? No suena muy bien eso.
—No, sí. Estamos bien. Eso, bien, sin más.
Nando sonrió y se quedó en silencio, probablemente tirando de la vieja estrategia de provocar incomodidad para que me sintiera tentada a llenar el mutismo largando más. Me callé, pero él siguió insistiendo.
—Bueno, yo os deseo lo mejor. Aunque bueno, si te digo la verdad…
Lo miré esperando a que acabara la frase, pero no lo hizo.
—¿Qué?
—Bueno, nada, nada…
—Nada, no. ¿Qué? —insistí.
—Pues que, egoístamente, echo de menos a la Sole de antes.
—Ya… —dije.
Otra pausa. Un sorbo a nuestras copas entretanto.
—No he vuelto a ir a Púrpura, desde aquel día, ¿sabes? —dijo, en referencia al local de swingers del Aljarafe al que fui con él.
No dije nada, pero él no pensaba dejarlo pasar.
—Fue raro, en realidad, ¿no? Quiero decir, yo lo pasé bien, pero a ti te comían viva solo con la mirada. Lo que no me extraña, por supuesto. ¿Qué fue lo que te dijo ese tío? ¿El que vimos en el bar, que luego nos encontramos en el pasillo cuando íbamos para la habitación privada?
—Me dijo que si se me pasaba por el cuarto oscuro iba a intentar que no lo olvidara nunca.
—Madre mía…
Los dos reímos al recordarlo. Nando había cambiado la estrategia sin desviar la conversación de un tono de intimidad que resultaba inapropiado, pero aderezado con toques de humor para hacerlo parecer menos forzado, más conveniente. A mí se me activó alguna que otra alerta roja, pero las desoí. De hecho, estaba a gusto. Me lo estaba pasando bien con Nando al recordar una de mis últimas locuras de soltera, y el alcohol hacía el resto. Llevaba ya seis cervezas y dos rones con cola cuando dije:
—¿Sabes que aquel día no me corrí?
Nando se quedó estupefacto con mi confesión.
—¿En serio? —preguntó.
—Sí, en serio —confirmé.
—Pero… Pero, si tú… A ver, juraría que tú…
—Sí, pero no. Lo fingí.
—¿Por qué? ¿Tan mal lo estaba haciendo? —preguntó, con tono dolido.
—No, no lo estabas haciendo nada mal. Pero a mi izquierda tenía a dos tíos mirándonos por el cristal mientras se la cascaban y a mí eso me cortó todo el rollo, ¿sabes?
—¡No jodas! —dijo Nando, riendo. —Pues ni me cosqué, ¿sabes? Vamos, que no los vi.
—Ya, ya.
—Pero bueno, tampoco me culpes, yo estaba a otras cosas.
—Claro, claro —convine.
Nando dio un trago a su copa y luego, bajando la voz, dijo:
—Te debo un orgasmo, entonces, ¿no?
Fue ahí cuando decidí marcar algún límite.
—Oye, tengo novio, ¿vale? No te pases.
—Sí, sí, tranquila. Lo respeto, ¿eh? A él, digo. Bueno, y a ti, claro, eso lo sabes. Pero él es amigo del Kappa, un tío que es hermano de una chavala con la que yo salí hace unos cuantos años.
Me acordé de la noche de mi 25º cumpleaños, cuando me reencontré con Arturo en Blue Elephant después de nuestro accidentado polvo llevando tampón. Aquel día Nando saludó a Kappa, a quien yo conocí después en Sevilla Este. Y que, efectivamente, era amigo de Arturo.
Se me pasó por la cabeza una de las teorías de Sara de que los tíos se guardan entre ellos la lealtad del machito: ayúdame a conservar los privilegios, que son también los tuyos. Pero, antes de que pudiera darle mentalmente la razón a mi amiga, Nando agregó:
—Que yo al chaval lo respeto, sé que es buen tipo. Y por eso mismo, por no hacerle daño, nunca se enteraría si pasara algo… Bueno, ya sabes. Entre nosotros.
Dediqué a Nando una mirada dura que pretendía ser una nueva advertencia, pero él, dispuesto a correr el riesgo, arqueó las cejas en una invitación bastante expresa.
—Mejor me voy —dije, poniéndome de pie para pagar las copas.
—Bueno, anda, yo invito —dijo Nando, levantándose también.
—No. Cada uno se paga lo suyo y ya está —zanjé, seria.
Pensaba despedirme de él en la puerta sin darle siquiera dos besos. Me quedaban más de 20 minutos andando hasta mi piso, pero había decidido no pedir un taxi porque también me afectaba la cuesta de enero. Y porque me vendría bien caminar para que se me pasara la moña. Pensaba que Nando tendría el coche aparcado cerca del hotel, pero me preguntó si podía caminar conmigo para reunirse con un par de amigos en Nervión Plaza.
Estuve seria los primeros dos o tres minutos, hasta que Nando comenzó a contar anécdotas de situaciones que había visto a través de las pantallas del hotel, en sus turnos de vigilancia: una chica recorriendo el pasillo de un lado a otro como si estuviera en una pasarela de moda, un tío desnudo en el pasillo suplicando a su novia que volviera a dejarlo entrar, una mujer golpeando las puertas del ascensor porque arrancó mientras cargaba sus maletas, llevándose las que ya había montado (y que aparecieron en el quinto piso media hora después)…
Estaba llorando de la risa cuando llegué a mi portal, tanto por las anécdotas en sí mismas como por la forma en la que Nando las contaba.
—Bueno, yo me quedo aquí —dije. —Gracias por acompañarme.
—De nada, mujer, lo que quieras. Además, ya te he dicho que iba de camino. Bueno, anda, que tengas buen finde.
Se giró para proseguir su camino antes de que pudiera despedirme, y me quedé pensando en que, a última hora, Nando no se había demostrado tan incapaz de mantener las distancias conmigo. Así que, antes de que se alejara más, le grité:
—¡Nando!
—Dime —dijo, después de girarse.
—¿Por qué no…? ¿Por qué no subes y… y nos tomamos la última?
—Se dice la penúltima. Decir que es la última da mala suerte.
—Vale, pues la “penu”.
Una voz en mi cabeza, que no sé por qué tenía el tono y el timbre de mi hermana, me gritó que aquello era una mala idea desde que Nando y yo pusimos un pie en el descansillo, y mientras completábamos el trayecto en ascensor y yo abría la puerta de mi casa. Aunque no tuviera intención de hacer nada con él, me ponía en el lugar de Arturo. ¿A mí me haría gracia que se quedara a solas y bebido con un antiguo interés sexual suyo? No, probablemente no. Pero había otra voz, y estaba tenía mi propio tono, que me decía que yo podía tener amigos, que él tenía que confiar en mí y que ser celoso era propio de un novio tóxico que yo no necesitaba en mi vida.
Rebusqué entre las botellas de bebida que tenía en un mueble del salón, una colección de medio llenas que nadie se había querido llevar tras las botellonas en casa. Encontré White Label, el whisky que bebía Nando, así que le preparé un combinado a él y otro a mí misma. Mientras lo hacía, él inspeccionaba un collage de fotos que me habían regalado las chicas en un cumpleaños.
Llevé las dos copas a la mesa baja y nos sentamos cada uno en un sofá. Cerca, pero no pegados.
—Sigue contándome anécdotas del hotel, anda. Me gustan —le pedí.
—¿Sí? Te puedo contar algo más jugoso —dijo.
—¿El qué?
—Verás, igual que veo por dónde van y vienen los huéspedes, también veo lo que hacen los compis del hotel —dijo, con gesto elocuente.
—¡Ahhhh! ¡No! ¿Cotilleos? ¡No puede ser! ¡Ay, por favor! Cuéntamelo todo, ¡todo!
Nando rio.
—A ver, tampoco hay mucho.
—Seguro que sí. Y ahora lo cuentas.
—Bueno. ¿Tú te llegaste a enterar de los rumores entre… entre…? No, no te lo puedo decir, ¡es de tu familia!
—¿Quién? ¿Mi hermana? No, ella no puede ser. ¡Ostras! ¿Javi? Dime, ¿qué pasa con mi primo?
—Bueno, no sé qué relación tendrá con su compañera, pero Parra los pescó un día comiéndose la boca en el pasillo.
—¿Qué dices? ¿Con Vicky? ¡Pero si ella tiene novio! ¡No puede ser! Madre mía, ¡madre mía! Y Lola diciendo que no quiere líos entre el personal. ¡Pobre, qué inocente es!
—¿En serio te ha dicho eso? —preguntó Nando, sorprendido. —¿Cuándo?
—Nada, una vez que… Bueno, nada, tú sigue.
Le estuve preguntando detalles de la escena, y él no escatimó. Además de eso, me contó por qué habían terminando echando a Ricardo y Talía, un hombre de mantenimiento y una pinche de cocina que habían sido despedidos meses antes sin que nadie llegara a enterarse de por qué. Al parecer, se estaban intercambiando productos de limpieza y alimentos comprados por el propio hotel, en plan contrabando.
Me lo estaba pasando muy bien con Nando. En alguna de aquellas jugosas informaciones, por las que me hizo jurar varias veces que nunca contaría nada a mi hermana, me tiré dramáticamente al respaldo del sofá. Al hacerlo, sin querer, moví la mesa baja y dejé caer mi copa.
—¡Ostras! —exclamé. —Oh, joder, se ha roto el vaso.
—Espera, anda —dijo Nando, levantándose y dirigiéndose a la cocina. —Voy a coger la bayeta. Estate quieta, no te vayas a cortar.
Hice caso a Nando y esperé. Llegó con la bayeta, recogió los cristales rotos, los tiró y luego volvió de un segundo paseo de la cocina con papel para secar el suelo. Se sentó a mi lado para llegar abajo y me percaté de que, al hacerlo posaba una mano sobre mi rodilla.
—Madre mía, la que has liado —dijo, en tono jocoso.
Después se incorporó, metió el papel en lo que quedaba de mi vaso y se quedó mirándome. Había intentado marcar límites y me repetía a mí misma que no dejaría que la conversación se desviara hacia temas excitantes. Fue en vano, porque fui yo quien besó primero. Me lo estaba pasando tan bien con él que recordé los encantos personales que me llevaron a invitarlo a casa la primera vez. Y, en aquel momento de pequeño caos y confusión, puse mis labios contra los suyos. Él, por supuesto, se dejó hacer.
—No, no. No, no, no. Yo no puedo hacerlo, no puedo hacerlo —dije, retirando mi cara bruscamente en algún momento, cuando él estaba a punto de meterme la lengua.
No dijo nada, pero tampoco se aportó. Me acarició la cara interior del muslo sobre el pantalón, quedándose a media distancia entre la rodilla y la zona genital. Y me miraba fijamente, trasladándome un deseo que él sabía que yo también sentía.
Yo evitaba sus ojos mirando a un punto fijo en mitad del salón, absorta, pero sin ser capaz de levantarme. Él retiró mi largo cabello de la cara y, bajito, me dijo:
—Eres preciosa. Y, si quieres, ya te he dicho que él no se va a enterar.
Lo miré, resignada. Y él aprovechó el momento para hacerme claudicar, dándome un beso lento con las manos en mi cara y en mi pelo. Dejé caer la espalda sobre el sofá y él se colocó sobre mí para seguir besándome. De vez en cuando, interrumpía su sensual juego de labios y lengua para adularme entre susurros: “Qué guapa eres, Sole”, “Madre mía, cómo me tienes”, “Joder, niña, cómo estás”.
Fue él quien propuso que pasáramos a la habitación. Se levantó y me dijo:
—¿Por qué no nos vamos al dormitorio? Estaremos más cómodos.
Lo miré, pero no me moví. Él alargó la mano, yo se la di, y solo tuvo que tirar de mí para levantarme y guiarme por el pasillo hasta mi propia habitación. En aquel momento, era como un títere entre sus manos. También fue él quien me empujó suavemente para colocarme sobre la cama, quien me acarició el óvalo de la cara mientras me miraba con intensidad, quien me levantó el jersey para acariciarme el abdomen y quien me desabrochó el pantalón antes de tirar de él para dejarme en ropa interior. Me pasó la yema de su dedo corazón por la vulva sobre la braguita, en la trayectoria de nuevo hacia la boca, lo que me hizo temblar de deseo. Estaba entregada, pero permitirle a él llevar la iniciativa, de algún modo, me hacía sentir menos culpable.
Nando ya me había quitado el jersey y la camiseta que llevaba debajo cuando, de repente, llamaron a la puerta.
—Oh, Dios mío —exclamé.
Ambos nos quedamos quietos, desconcertados, sin atrevernos a mover un dedo. Como si hacerlo hubiera hecho que se desvanecieran todas las paredes que nos separaban de la persona que estaba al otro lado.
Por un momento, pensé en no abrir. Nadie tendría por qué saber quién estaba conmigo ni qué estaba haciendo. Pero luego me acordé de que, unos meses antes, le había dado una llave del apartamento a Arturo por si, en alguna ocasión, llegaba antes que yo a una cita en mi piso. Nunca había tenido que usarla, pero aquella podía ser la primera vez. Porque, sin duda, se trataba de él. ¿Quién, si no, iba a llamar directamente a la puerta y no al portero automático de abajo?
Supe la respuesta antes de preguntar quién era en la entradita, porque, cuando iba recorriendo el salón, escuché mi móvil sonar. Estaba sobre la mesa baja, y en la pantalla se podía leer “Mivi” con una foto que yo misma le había hecho hacía unas semanas.
—Dios, Dios —farfullé.
Arturo habría oído el teléfono y confirmado que estaba en el apartamento, así que ya no podía demorarlo más. Le había pedido a Nando que se quedara en la habitación y no hiciera ruido, así que solo quedaba abrir la dichosa puerta.
Encendí la luz del pasillo, me atusé el cabello frente al espejo y me maldije mil veces por no haberme puesto algo diferente a lo que Sofi llamaba “el batín de follar”.
—¿Quién es? —pregunté, tras un leve carraspeo.
—Soy yo, gorda —contestó Arturo al otro lado de la puerta, ya sin dejar lugar a dudas. Deseé que el edificio entero se viniera abajo y me sepultara para siempre.
Abrí la puerta y encontré a mi novio sonriendo.
—¿Qué pasa? Te he estado llamando —dijo, y acto seguido me agarró de la cintura y me dio un piquito a modo de saludo.
—Estaba dormida es que… he… he bebido mucho esta tarde, ¿sabes? Me duele la cabeza —dije, deseando con todas mis fuerzas que decidiera marcharse.
—¡Ah, vaya! ¿Te he despertado? —preguntó.
—Ssssí. Sí —mentí.
—Bueno, es que te escribí antes, a las 20 h o así, para ver si tenías plan de cenar o algo. Venía de Triana, estaba dando un paseo y he visto la luz encendida.
—Ya. ¿Me estás vigilando?
Arturo me miró con asombro. Me di cuenta enseguida de que, de todas las putas cosas que podía haber dicho en aquel momento, elegí la peor. Me decanté por el camino de la discusión en lugar de insistir en que estaba cansada para que volviera en otro momento. Otro en el que, quizás, yo no le estuviera montando los cachos con un compañero de trabajo.
—Ehhh… No. Ya te digo que vengo de Triana, que hemos estado tomando algo por allí, que me iba a casa dando un paseo y…
—Ya, hasta Sevilla Este andando —dije, sin mirarlo a la cara y sin apartarme de la puerta, que seguía custodiando, obligando a mi novio a permanecer en el descansillo.
Volvió a fruncir el ceño, confuso.
—Sabes que lo hago muchas veces. Lo de irme andando a casa, quiero decir. ¿Te pasa algo?
—No, no. Solo que he bebido y… y estaba durmiendo. Me duele la cabeza, ¿sabes? ¿Por qué no me has avisado de que venías?
—Te he dicho que te he escrito y que estaba de paso. Pero, ¿ahora tengo que avisar para venir a visitar a mi novia?
No necesitó mi respuesta, porque tuvo otra mucho más elocuente. Estaba a punto de abrir la boca para soltar cualquier otra gilipollez cuando, a unos metros, se escuchó nítido un “cla-cla” muy familiar. Era el cabecero de la cama, el que él mismo había descolgado en una de nuestras épicas sesiones de sexo, y el que yo no había tenido la decencia de arreglar en meses.
Arturo se quedó lívido. No creo que haya sido tan consciente en mi vida del gesto que nos deja la decepción. El rostro de mi novio me trasladó sorpresa, duda, desengaño, desilusión, tristeza y reproche. Todo al mismo tiempo. Y a mí me sumió en la mayor de las vergüenzas.
—No estás sola, ¿verdad? —preguntó.
Como respuesta, agaché la cabeza y me mordí el labio.
—Ya, ya veo lo que pasa aquí. Bueno, pues nada, no te interrumpo más. Que te lo pases bien.
Arturo guio sus pasos hacia las escaleras y se marchó sin añadir nada más. A mí me se me subió un nudo en la garganta. Apoyé un segundo la cabeza en el marco de madera de la puerta y cerré los ojos, invadida por la vergüenza, la angustia y la culpa. Después me acordé de que no estaba sola y sobrevino la ira, que descargué sobre Nando.
Volví a la habitación con pasos acelerados, furiosa, y lo encontré vestido y de pie junto a la cama.
—Era Arturo, el que nunca se iba a enterar —dije, con amarga ironía.
Nando agachó la cabeza y suspiró.
—Lo… lo… —comenzó.
—Lo has hecho queriendo, ¿verdad? Lo de mover el cabecero. Lo has movido queriendo para que descubriera que había alguien más aquí —espeté.
—¿Qué? No, yo no… Ni siquiera me he dado cuenta de que…
—Se ha ido, ¿sabes? Se ha coscado de todo y se ha ido, y no va a volver, sé que no va a volver, sé que…
Ya no podía sostener más el nudo en la garganta y se resolvió con un llanto desconsolado. A la cabeza me venía la imagen del Arturo sonriente al que abrí la puerta, el pobre inocente que me dio un beso a modo de saludo, sin saber nada. Empecé con esa instantánea y continué encadenando pensamientos sobre lo bueno que era conmigo, lo bien que se había portado, mejor que ningún otro, lo poco que se merecía lo que le había hecho y la forma en que una zorra como yo le había roto el corazón a un ser de luz como él.
Nando intentó acercarse a mí para consolarme.
—Sole, yo…
—¡Vete! —grité. —¡Vete de aquí y no vuelvas a hablarme en tu vida!
Volví a ponerme las manos en la cara para seguir llorando y, tras unos instantes, en los que supongo que se estaba debatiendo entre quedarse o marcharse, escuché los pasos de Nando alejarse de mí. Y luego la puerta cerrarse detrás de él.
Me tumbé sobre la cama para llorar. Cuando había soltado parte de todo lo que me abrumaba, decidí llamar a Arturo. No para que volviera, que ojalá lo hiciera, sino para pedirle perdón por ser la más puta de Sevilla, por haberle enredado con mis ardides de mujer fatal y haberle atraído a mi trampa mortal para luego prenderle fuego a su corazón. Así me sentía en aquel momento.
No contestó. Lo llamé una, dos veces, tres, no sé cuántas. Le escribí. “Cógemelo, por favor. Por favor. Te lo suplico”. Volví a llamarlo. Temía que en algún momento me saltara directamente el buzón de voz, pero no. En alguna de las llamadas, tras un par de tonos, se hizo el silencio al otro lado, y me quedé escuchando unos instantes hasta que identifiqué lo que creía que eran coches circulando en algún punto de la ciudad. Supuse que Arturo había alargado su paseo para no llegar a casa en plena crisis.
—¿Arturo? —dije, con la voz aún temblorosa por el llanto.
—¿Qué quieres, Sole? —preguntó él, muy seco.
—Arturo, por favor, yo… yo… —titubeé. Realmente, no sabía qué decir.
Ante mi indecisión, él preguntó, tajante:
—¿Estabas con alguien? Dime la verdad, por favor.
Sabía lo que había implícito en ese “alguien”.
—Sss...sí. Sí —dije por fin. —Pero, por favor, escúchame, yo… yo…
—Deja de llamarme, Sole, haz el favor. No me llames más —dijo Arturo.
Acto seguido, colgó y, esta vez sí, apagó el teléfono.
En el estado en el que me encontraba, atacada de los nervios y perjudicada por el alcohol, se me ocurrió mandarle audios de WhatsApp que, por aquella época, aún no se podían borrar.
“Vale, sí, estaba con alguien. Pero no ha pasado nada, ¿cómo sabes que ha pasado algo? ¿No puedo estar en casa con alguien, sin más?”, decía en uno.
“Bueno, mira, voy a ser sincera contigo, ¿vale? Estaba con alguien y… y… Y, bueno, nos hemos… nos hemos dado un beso. Pero solo han sido un par de besos, una tontería. Habíamos bebido y… tsss… Perdóname, por favor. Por favor”, decía el siguiente.
“Dios, Arturo, por favor, contéstame. Me siento fatal, te lo juro. No puedo, no puedo. Es que me doy puto asco, te lo juro. Tú no te merecías esto, no te lo merecías. Tú solo mereces que te pasen cosas buenas y te he pasado yo, que soy asquerosa”, decía en otro, llorando.
En audios sucesivos, aún llorando, introduje variedad. En algunos le rogaba perdón, en otros me lamentaba por haberle hecho daño y le deseaba felicidad con alguien que de verdad se lo mereciese, en otro resaltaba todas sus virtudes en contraposición a mis muchos defectos. Y, ante su falta de respuesta, terminé afeándole que no me contestara, diciéndole que no estaba bien dejarme en aquel estado, que estaba fatal, y que yo no era perfecta y él ya lo sabía cuando empezó conmigo.
En algún momento de lucidez, ya a las 11 de la noche, decidí tirar el teléfono antes de seguir cagándola. Después lo volví a coger pero no para escribirle a Arturo, sino para llamar a Sofi y que viniera urgentemente a sacarme de aquel pozo. Mi prima me colgó, y luego me envío un mensaje para decirme que estaba en el teatro. Escribí directamente en nuestro grupo de amigas, llamado “Asuca” (por “Azúcar”, con acento) y envié el enésimo audio lamentable de la noche llorando y pidiendo un rescate urgente. El chat se llenó enseguida de mensajes preguntando qué me pasaba, y luego comenzaron las llamadas entrantes. Todas menos Patri, que preguntó a qué venía tanto drama.
La primera que llegó al apartamento fue mi hermana. Se lo conté todo, mientras ella escuchaba con paciencia y sin juzgar, con una mano sobre mi espalda. No escatimé en detalles y contesté todas sus preguntas, incluyendo la de quién era el tipo. No tenía sentido negar nada, porque ella había estado conmigo esa misma tarde y el único chico de la reunión en el que me hubiera podido fijar era Nando. Supongo que siempre lo sospechó, pero aquel día no me recriminó nada. Solo suspiró y dejó pasar un tupido velo.
Lola se quedó a dormir aquella noche, y el sábado llegaron las demás: Patri, Ro, Sara y Sofi. Todas escucharon pacientemente mi relato, la manera en que me flagelaba y mis teorías sobre cómo debía de encontrarse Arturo. Poco menos que lo pintaba como a un Señor Crucificado llevado en andas por las calles de Sevilla Este. Y yo, por supuesto, era el soldado que acababa de clavarle la lanza en el costado del que brotaron sus últimas gotas de sangre.
Me mantuvieron alejada del móvil tras oír mis audios de la noche anterior, a fin de que no empeorara más la situación.
—Dale tiempo, Sole. Necesita procesarlo. No lo agobies, será peor. Tú sabes que lo has hecho mal, le has pedido perdón. Cuando esté preparado, te pedirá que habléis y te dirá si te perdona o no. Y a ti no te quedará otra que respetar su decisión, para bien o para mal —dijo Sara.
—¿Tú quieres seguir con él? —preguntó Patri.
Lo pensé unos instantes.
—Sí. Es verdad que, en las últimas semanas, a veces he sentido que me aburría y que habíamos caído en la rutina. Pero Arturo es tan bueno conmigo… No me imaginaba un final así. No puede ser, no he podido cagarla tanto. Me doy cuenta ahora de lo mucho que lo quiero. No quiero perderlo.
Se hizo un silencio entre mis amigas, que se fueron yendo una a una según consideraron que habían cumplido lo suficiente en el velatorio de mi relación. La última en marcharse fue Sofi, aunque me preguntó si prefería que me quedase a dormir. Le dije que no hacía falta.
—Vale. Pero no le escribas, ¿eh? Como dice Sara, tienes que darle tiempo.
Pero sí lo hice. Antes de dormir, ya en en la cama y tras haber intentado resistirme, le escribí. No era nada buena resistiendo la tentación, al fin y al cabo. Escribí y borré cientos de veces, hasta que me quedó un mensaje que consideré decente.
“Hola. ¿Cómo estás? Yo mal, pero bueno, como yo esté no importa, porque es lo que merezco. No es por hacerme la víctima, pero me siento la peor persona del mundo. Si pudieras volver a mirarme a la cara, me gustaría que habláramos. Por favor. No quiero terminar así después de haberte querido tanto y de haber sido tan feliz contigo, por mucho que la haya cagado. Si no quieres volver a hablarme, que sepas que siento lo que te he hecho. No te lo merecías para nada, porque tú eres maravilloso”.
El domingo por la mañana me levanté de la cama sin haber pegado ojo. No tenía ningún mensaje de Arturo, pero no quería pasarme otro día mirando el móvil a cada minuto, ni torturándome con la culpa. Necesitaba verlo y pedirle perdón, y, probablemente, también suplicarle y rogarle. Esto último no me lo recomendaban ninguna de mis amigas, pero yo era impulsiva y visceral, no racional y sosegada como Sara o, a veces, Lola.
Precisamente un arrebato fue lo que me hizo coger el coche y plantarme en Sevilla Este a las 10 h de la mañana de un domingo, una hora que se puede considerar intempestiva en casi cualquier lugar del mundo. Sabía dónde vivía Arturo, claro, porque lo había llevado cientos de veces hasta allí. En su momento, decidimos llevar las cosas poco a poco con la familia, así que nunca había entrado con objeto de hacer presentaciones oficiales.
Era una casa adosada con un pequeño jardín, como otras miles en aquel barrio. Otros vecinos habían colocado mallas metálicas, pero, a través de la reja exterior de la casa de Arturo, se podía ver el jardín, la puerta de entrada y una ventana.
Tras mucho pensarlo, llamé al timbre con un ataque de nervios. Estaba temblando de pies a cabeza, y tuve que ponerme una mano en la boca para dejar de tiritar y poder articular palabra si alguien me abría. Lo hicieron. Fue su hermana pequeña, Eli, de 10 años, de la que él me había hablado muchas veces.
—Hola —dijo.
—Hola. Ehhh… Eres la hermana de Arturo, ¿verdad? ¿Está en casa? ¿Puedes decirle que salga un momento? —dije de manera atropellada, sin dar tiempo a la niña para que contestara a ninguna de las preguntas.
Eli asintió y volvió a entrar en la casa, desde la que me llegaron solo pasos acelerados. Después, la voz de su madre. “Pero dile que entre”. Recé al Cristo de la Sed para que ella no saliera, pero lo hizo, seguida del propio Arturo.
—Pasa, mujer —solicitó, encaminándose a abrir la puerta del exterior.
—No, no —dije, precipitada. —No, de verdad, yo no quiero molestar. Me quedo aquí, me quedo aquí.
—Bueno, bueno. Como tú veas.
La madre de Arturo había intentado interrumpir mis negaciones, pero no me quiso insistir. No me sentía merecedora de la cortesía de aquella familia, que probablemente ni sospechara mi lamentable comportamiento.
Mi novio había salido con una sudadera, el pantalón del pijama y unas zapatillas de andar por casa. Me miró con gesto serio, sin decir nada, ni tampoco con intención de acercarse.
—¿Podemos… podemos dar una vuelta en mi coche? Por favor. Por favor.
Arturo suspiró. Supongo que no hubiera accedido si no temiera que yo montara el numerito en la puerta de su casa, pero como estaba justo allí, dijo:
—Dame un minuto —justo antes de volver a entrar.
No tardó uno, sino cuatro. Yo caminaba de un lado para otro, aún temblando y con el corazón a mil. Me di cuenta de que Eli me observaba curiosa desde el quicio de la puerta, apenas dejando ver su ojito y un poco de pelo. Hasta que, en lo que a mí parecieron semanas después, salió Arturo. Había peinado su melena castaña clara y, aún con la misma sudadera gris lisa, se había cambiado de pantalón y lucía uno de chándal negro, con unas zapatillas deportivas. Le había visto esa vestimenta miles de veces, pero quizás aquel día, por lo inalcanzable, me pareció que estaba más guapo que en todas las demás ocasiones.
Nos subimos al coche sin decir nada, y yo comencé a conducir. Lo miré varias veces. Mi chico se había cambiado algunas prendas, pero en su proceso no mutó la expresión seria con la que me había recibido. No sabía por dónde empezar, así que no dije nada. Cuando iba a hacerlo, él me pidió:
—Para aquí.
Estábamos en algún descampado entre Sevilla Este, Alcosa y Torreblanca, cualquier páramo urbano sin tránsito, y menos una mañana de domingo. Hice lo que Arturo me pidió, detuve el coche y paré el motor.
—Perdona por haberme presentado así en tu casa. Lo siento, de verdad. Pero no podía más. Quería verte.
—Iba a llamarte, pero necesitaba tiempo y estar preparado. Pero bueno, ya que estás aquí, vamos a hablar.
Sara tenía razón, tenía que dejarle espacio y ser paciente. Temí haber forzado la situación e incrementar su enfado, lo contrario de lo que había pretendido.
—Mivi, yo…
—No me llames “Mivi”, por favor.
Suspiré. No iba a ser fácil.
—Vale. Yo quería pedirte perdón por… por…
Arturo esperaba mientras yo intentaba encontrar las palabras correctas.
—Te pido perdón por…
—¿Por ponerme los cuernos? —atajó él.
Cerré los ojos, dolida conmigo misma.
—Fue una tontería, Mivi, perdón, Arturo. Una gilipollez, de verdad, yo me había ido con ese tío antes, habíamos bebido, lo invité a casa…
—Sole, para. Para, por favor. No me lo cuentes, no me des detalles. Lo único que quiero es que seas sincera. ¿Te acostaste con él? ¿O tenías intención de hacerlo?
—Ehhh… —titubeé.
—Sé sincera, por favor.
Suspiré de nuevo.
—No… No llegamos a hacer nada porque llegaste tú. Pero sí, íbamos a...
No fui capaz de decirlo. Arturo negó con la cabeza con gesto compungido, y luego salió del coche. Yo me quedé dentro, ya sin poder evitar más las lágrimas, y luego lo seguí. Por aquel paraje no pasó ningún otro vehículo, y solo a lo lejos se veía a alguien paseando al perro.
Arturo estaba apoyado en un lateral, con las manos en los bolsillos y mirando al vacío, pensativo.
—Quiero pedirte perdón. No te lo merecías, no te lo merecías para nada. Tú eres... eres la primera persona que… tú eres…
Me puse las manos en la cara para seguir llorando, mientras él continuaba en silencio y mirando al vacío.
Intenté recomponerme y, cuando volví a mirarlo, vi que él también estaba llorando. En silencio y con aparente tranquilidad, pero ya con las mejillas empapadas. Se me partió el alma y quise abrazarlo, no sé si para intentar recomponer la mía o la suya. Aunque me había propuesto no agobiarlo con súplicas, necesitaba trasladarle incesantemente unas disculpas que, aunque sinceras, sabía que se quedaban cortas.
—Lo siento. Lo siento muchísimo, de verdad, por favor, perdóname. Perdóname —dije, y me eché sobre su pecho llorando.
Él no rodeó mis hombros con sus brazos, ni siquiera me dio unas palmadas neutras en la espalda. Nos quedamos así unos instantes hasta que, suavemente, me apartó. Me quedé mirándolo. Negaba con la cabeza, se mordía el labio y, de vez en cuando, cerraba los ojos y suspiraba.
—¿En qué piensas? —pregunté.
—Sole, yo no puedo seguir contigo después de esto. No puedo —dijo.
Lloré con más intensidad, aunque esta vez no quise acercarme a él. No me sentía digna de hacerlo, pero seguí rogándole en la corta distancia que nos separaba.
—Mivi, por favor, por favor. Ni siquiera hicimos nada. Fue un error, un simple error.
—No me llames “Mivi”.
—Llevamos... llevamos ocho meses juntos. Y hemos estado muy bien. Tú eres un tío increíble, tú eres el primero del que yo…
Más llanto.
—Lo que tuviéramos, o lo que sintieras, no pesó lo suficiente como para que me fueras leal —dijo él.
—Lo siento, lo siento. Sí que pesaba, solo fue un error. Un desliz. Ni a eso llegó, ni siquiera hicimos nada.
Arturo seguía apoyado en un lateral del capó, con las manos en los bolsillos y cabizbajo. Cuando logré sosegarme otra vez, le pregunté gimoteando:
—Crees que soy una guarra, ¿verdad?
Él me miró y, por primera vez, vi compasión.
—No creo que seas una guarra, Sole. Pero sí creo que no estás preparada para una relación monógama —dijo.
—No, no. Sí que lo estoy, sí que lo estoy. Mivi, por favor, estábamos bien, estábamos bien…
Me había acercado a él de nuevo para rodear su cuello con mis brazos y pegar mi torso al suyo, como tantas otras veces, para intentar que me sostuviera la mirada unos instantes. Pero él se zafó tan suavemente como pudo y se despegó del coche para poner distancia entre los dos.
—Arturo, por favor, te juro que no volverá a pasar nunca. Te lo juro. Sí estoy preparada para la monogamia, de verdad. Si es contigo, si es contigo.
—No es lo que vayas a dejar de hacer, Sole, o lo que hayas hecho. O no solo eso. Es cómo me siento yo.
Se hizo un silencio entre los dos, interrumpido por mi gimoteo y por el ruido de los coches recorriendo la autovía cercana a toda velocidad. Luego él siguió:
—No quiero hacerte sentir peor, pero yo estoy destrozado. No sabes cómo pasé la noche del viernes, ni el día de ayer. Estoy… estoy devastado.
—Lo sé, lo sé. Y lo siento.
—Yo te veía más ilusionada los primeros meses, ¿sabes? Que me buscabas más, que querías pasar mucho tiempo conmigo. Luego empecé a notarte más distante. Supuse que era normal, que pasa en todas las relaciones. Me he rayado mucho pensado que, tarde o temprano, tú querrías volver a… a, bueno, la libertad que tenías antes.
Iba a decir que no, pero me contuve, porque los hechos apuntaban en otra dirección. Arturo prosiguió:
—No quise darle importancia. Me convencí de que eran cosas mías, y no quería contarte mis rayadas para no estropear el momento. Vi que te esforzabas por seguir bien, porque todo esto es nuevo para ti y, de repente… No me lo esperaba. Podía suponer que tarde o temprano te cansarías de mí, aunque prefería no pensarlo. Pero esto no. Así no. No me lo esperaba y ha sido un mazazo.
Quería decirle otra vez que lo sentía, pero no tenía sentido. Los sentimientos que Arturo me estaba describiendo no podían atajarse con una simple disculpa. Era frustrante lidiar con esa sensación de no poder hacer ni decir nada que lo hiciera sentir mejor.
Nos quedamos en silencio unos instantes, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. No era un silencio ni medio parecido a los que habíamos compartido durante nuestros meses juntos. Era abrumador, frío. Era puro vacío y a mí me estaba helando la sangre.
—Tengo que irme, ¿vale? Que… Que te vaya bien —dijo él.
—No, por favor. No te vayas, no te vayas —le pedí, llorando de nuevo e intentando acercarme a él.
Me fijé en que, de nuevo, las lágrimas también recorrían sus mejillas.
—¿Puedo darte un abrazo? —dije.
Él lo pensó unos instantes y luego, sin hablar, asintió. Nos fundimos el uno con el otro como tantas veces antes, pero la sensación era infinitamente distinta. Sabía que le había roto el corazón a Arturo, pero, de manera colateral, también había destrozado el mío propio. Como si yo misma hubiera empuñado el hacha que los separó y ahora, además de experimentar el dolor de la herida, tuviera que ver cómo ambos se desangraban sin poder hacer nada para coserlos de nuevo.
Arturo me puso las manos en los hombros para zafarse, mientras yo mojaba su sudadera con mis lágrimas. Notaba su respiración y oía un leve gimoteo apenas perceptible por mi llanto desconsolado.
—No, no. Espera, no te vayas. Quédate un poco más. Te quiero, te quiero muchísimo, yo… yo no...
—No me lo pongas más difícil, Sole, por favor.
Consiguió zafarse por fin y emprendió el camino de vuelta a casa, dando un paseo con el que intentar tranquilizarse. Lo observé alejarse, con su melena mecida por el viento y sus andares apesadumbrados, cabizbajo. Allí iba el hombre del que me había enamorado por primera vez. La persona que me había despertado bastante interés, y se había interesado lo suficiente, como para dejarle descubrir el interior de Sole. Quien provocó mi primer ataque de celos, me arrancó mi primer “Te quiero” sincero, mis primeros apelativos cariñosos. A quien me abrazaba después de hacer el amor en lugar de escabullirme con prisas al baño, y a quien me pegué decenas de noches buscando el calor. Aunque nos separaban solo unos metros, y Sevilla Este no estaba tan lejos después de todo, sentí que el abismo emocional que había abierto entre nosotros era mayor que cualquier distancia física que pudiera haber. Y dolía, dolía muchísimo.
Cuando Arturo desapareció de mi vista, me metí en el coche llorando y, como pude, conduje de nuevo hasta Nervión. Por el camino fui rememorando nuestra conversación. Él podría haber actuado de manera vengativa e intentar destrozarme como yo había hecho con él. Podría haberme dicho que sí, que era una guarra, como sabía que decían muchos otros chicos en la ciudad. Que era una guarra, que no merecía lo mucho que me había amado y que jamás nadie me iba a querer como él, porque para lo único que me querían los demás era para echar un polvo.
No lo hizo. Porque Arturo jamás me hubiera hecho daño de manera tan ruin y tan deliberada, ni siquiera con el corazón roto como estaba. Sus palabras confirmaban que acababa de ver marchar a un hombre maravilloso que me había querido y me había cuidado tanto como yo lo había dejado, sin forzar, sin presionar, sin exigir nunca más de lo que yo le podía dar. Yo solo tenía que proporcionarle a él el mismo trato, no era tan difícil. Porque en el amor lo justo es corresponder. Pero lo había traicionado, pisoteando un corazón que él me había puesto en la mano.
Ni sé cómo llegué a San Francisco Javier, abrí el garaje y metí el coche. Lloré unos minutos ante el volante, mirando a veces el asiento que Arturo acababa de dejar libre, tal vez para siempre. Quizás tampoco volvería a subir el ascensor que yo me disponía a usar, ni a visitar aquel apartamento que, en cuanto entrara, me parecería más vacío que nunca.
Salí del garaje y entré en el portal, que estaba a pocos metros en la misma acera. Accedí al ascensor gimoteando, sorbiéndome la nariz y con un pañuelo enjugando mis lágrimas. Cuando la puertas estaban a punto de cerrarse, una señora puso la mano para interrumpir la trayectoria y entró. La había visto alguna vez, pero nunca habíamos hablado. Vivía en el tercero, creo, dos pisos debajo del mío, y tendría unos 70 años.
—Buenos días —me dijo, sonriendo.
—Buenos días —contesté yo, con un hilo de voz.
Nos quedamos calladas, sin mirarnos, la típica escena de ascensor. Cuando las puertas se abrieron en su planta y ella salió, me dijo algo antes de que se cerraran de nuevo:
—No llores, preciosa. Seguro que no merece la pena.
Obviando las libertades que se tomó la mujer y lo aventurado de sus suposiciones, se equivocaba. Arturo merecía la pena, la alegría y cualquier sensación a la que se le pudiera poner nombre. Estaba convencida de que quien no merecía la pena era yo.

