Tinder y calentón, mala combinación
Se confiesa adicta a Tinder y le pueden las ganas de echar un polvo. Pero, ¿está tan desesperada como para acostarse con ESE chico?
11/15/20234 min read
Soy adicta a Tinder, no lo niego. No me opongo a la posibilidad de encontrar el amor en la app. Tendré que asistir a muchas citas fallidas antes, es posible, pero es mucho más cómodo que ir entrando a tíos aleatorios en un pub. De todas formas, tampoco llevo siempre expectativas de que haya segunda cita, eso depende de la conversación previa. A veces, simplemente, lo que busco es frungir y luego, si te he visto, no me acuerdo.
Eso era, precisamente, lo que buscaba aquella tarde. Tres meses llevaba ya sin mojar, como si me hubiera puesto a mí misma en barbecho. No era ningún rollo detox raro, era que no había apuntado muy bien mis tiros las semanas anteriores. Andaba con el Satisfyer quemado y la mano derecha con un tembleque que casi ni para teclear me daba, con tanta sacudida de almeja por el autoplacer.
Abrí chats viejos de Tinder y ni revisé las fotos de un tipo que me había abierto conversación el día antes. Si habíamos hecho match, por algo sería, ¿no? Así que le hice unas preguntas introductorias, saqué toda mi artillería para una buena primera impresión y, tras una hora de conversación, le dejé caer que no tenía planes aquella tarde. Me propuso quedar en una cafetería a medio camino entre mi casa y la suya, ¡conseguido! Ahora solo quedaba pensar bien la estrategia para que acabara entre mis muslos.
Llegó antes que yo a la cafetería y me saludó con la mano para indicarme su posición. Ni me hizo falta darle el visto bueno al físico, pues sabía a lo que me exponía con tanta premura, pero hay que reconocer que el tipo estaba bien.
Tras los dos besos de rigor, me senté frente a él y pedí a la camarera un capuchino cuando esta se acercó a tomar la comanda. En cuanto ella nos dejó, se hizo un primer silencio de rubor que había que romper. Ya era una experta en deshacerlos. Pero, en ese impasse, unas chicas pasaron a nuestro lado y el comportamiento de él me llamó la atención. Eran tres y no debían de tener más de 17 o 18 años. Llevaban atuendos muy acorde a la tendencia, con crop tops, vaqueros ceñidos o falda corta.
Mi acompañante emitió un bufido y meneó ligeramente la cabeza. Se ve que tuvo un breve diálogo interno consigo mismo, que cortó azorado en cuanto subió la mirada y se topó con la suspicacia de mi gesto.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada, nada. Es que… no, nada —respondió, dubitativo.
—No, dime. Anda, ábrete, hay confianza —dije, bromeando ante la obviedad de que no, no la había.
—Nada, a ver, es que esas chicas… —comenzó, bajando la voz. —¿Cuántos años tendrán? Porque yo diría que son adolescentes.
—Sí, supongo —convine.
—Yo es que tengo una hermana, ¿sabes? De esa edad. Y, a ver, no es que la controle, pero le doy mi opinión cuando me pregunta y… Bueno, a mí no me gusta que salga así a la calle, la verdad.
La camarera nos trajo nuestras bebidas y yo aproveché para volver a mirar a las chicas. Lo hice por inercia, porque ni aunque hubieran llevado trajes de baño se hubiera vuelto verde la bandera roja que el tío acababa de izar en mi cara.
Quise mostrarme comedida para que me contara más.
—¿Por qué no te gusta que tu hermana salga así a la calle? —pregunté, imprimiendo empatía al tono.
—Pues, tía, ¿por qué va a ser? Porque luego pasa lo que pasa. Y vale, no sería culpa de ella, pero hay cosas que se pueden evitar, ¿no?
—Sí. Se pueden evitar educando con perspectiva de género —respondí.
—Ya, bueno, el género. Para mí es instinto y ya está. Quiero decir, no justifico que pasen según qué cosas, ¿sabes? Pero que, al final, los tíos son tíos. Veo que ahora nos estamos montando unos debates que no sé yo… No creo que ayuden a evitar algunas de las cosas que pasan.
Me quedé mirándolo para trasladarle interés y que prosiguiera. No lo hizo. Algo en su mente debió indicarle que aquella no era una conversación apta para una primera cita, así que quiso reformular.
—Bueno, yo no sé explicarme muy bien, y reconozco que igual soy muy protector con ella. Pero, tsss… es mi hermana —intentó justificarse.
Yo no quise dejarlo pasar. Ya que estábamos, estábamos.
—Creo que, al menos, una de esas chicas es extranjera. A lo mejor en su país tienen otros códigos —dije. El cayó en la trampa.
—Ya, es que eso es otra. Es que hay culturas que, bueno, son como demasiado… Demasiado porno. Mira el reguetón, por ejemplo. Nos están invadiendo, tía, y van a sustituir nuestras costumbres.
Di un sorbo a mi café y sonreí. Acto seguido, le pedí disculpas y le anuncié que iba al baño un segundo. No pensaba hacerle “goshting”, pero, dentro del aseo, saqué mi lápiz de ojos para escribir unas palabras en un billete de 5 euros.
Volví a la mesa de mi cita y, sin volver a sentarme, le dije:
—Perdona, pero me ha surgido una urgencia y tengo que irme.
Al mismo tiempo, le deslicé por la mesa el billete de 5 euros y desaparecí sin que le diera tiempo a decir nada más. Ya lo había dicho todo. Esperaba que él solito pudiera completar la frase que había escrito en el billete: “Aunque sea una mala racha…”.
No le mentí, era real que tenía una urgencia. Aquella noche me recreé con mi dildo y con mis dedos. Me abrí de piernas en el sofá y me introduje el juguete buscando mi propia profundidad. Completaba el recorrido y, una vez bien adentro, hacía movimientos circulares con el falo en mi vagina, además de aprovechar el contacto del conejito vibrador sobre mi clítoris. Lo dejé dentro unos minutos mientras, con la otra mano, me acariciaba los pechos y pellizcaba los pezones.
No me hizo falta buscar gifs para ambientar, como otras veces. Coloqué frente a mí el espejo del baño para contemplarme desnuda, para excitarme con la visión de mi coño abierto y de mi propio gesto, lascivo. Y, así, me recreé hasta que me corrí gimiendo, porque también me gustaba escucharme. Y lo repetí tres veces.
Me entusiasmé para volver a convencerme de algo que ya no me permito olvidar: nunca, nunca, se está tan desesperada.

