Una cuestión de peso

Carlos se pone cerdísimo cuando mira y cuando se come a Sandra. Echan polvazos dignos de falla. Él continuaría con esas citas espontáneas y sin compromiso, pero ella está a punto de conocer el motivo por el que no pasa al siguiente nivel.

2/28/20244 min read

A Sandra le gusta el reflejo que le devuelve el espejo de la entradita antes de salir, el que siempre le da el tic verde definitivo. Se ha puesto un vaquero gris ceñido, un top con estampado tye-dye en tonos marrones y negros y, sobre este, una blusa vaporosa también en negro. El labial, de un rojo intenso, sobresale en un maquillaje discreto, y las ondas en el pelo completan el estilismo. Solo le falta la blazer negra, que se quitará en cuanto llegue al restaurante. Se ve increíble. Está increíble.

Carlos debe de pensar lo mismo, porque, cuando ambos se han sentado a la mesa, y ella se ha quitado la chaqueta, ha puesto gesto de grata sorpresa. Sandra ha captado un chispazo de deseo y, aunque no se ha permitido que eso le infle el ego, un par de horas más tarde ha podido constatarlo.

A Carlos lo conoció en Tinder y no es la primera vez que follan en su casa, aunque, las veces anteriores, la cita les ha dado para tomarse un par de copas antes. Ahora, como las ganas los consumen en cada encuentro, dejan las bebidas para después de un polvo frenético en casa de ella.

Carlos se recrea en las curvas de Sandra, ella lo nota. Se relame del gusto ante su sola visión. Pellizca cada trozo de carne que le cae a la mano: las tetas que cuelgan mientras ella le mama la polla de rodillas sobre el colchón, su prominente culo cuando la está besando y los gruesos muslos mientras hunde la cara en su coño.

Goza en cada pliegue, en cada voluptuosa redondez, en cada gramo y en cada sorbo. Se esmera porque disfruta. Ella se siente como una diosa, alabada con devoción, pero no con rezos ni limosnas. Mejor con lametones, besos, roces, caricias y susurros que, intensos e insistentes, la llevan al orgasmo una, dos, varias veces.

En cuanto recupera el aliento, Sandra pide a Carlos que se tumbe y lo cabalga con un brío proporcional a su generosidad con ella. Lo hace en vertical, sobre las rodillas, para que él tenga plena visión de su cuerpo ensartado. Pero ya ha notado que, cuando más disfruta, es cuando acerca su torso al de él, en cuatro, porque así palpa pezones, muslos y barriga al tiempo que ella sube y baja de su polla. Como ella no cesa, y como jadea y susurra en su oído cuánto le gusta follárselo, él se corre vivo, soltando un momento sus tetas para agarrarse a las sábanas, porque siente la adrenalina de cuando te subes a un cacharro de la feria.

Disfrutan, sí, pero luego está el rato postcoito, con los dos tumbados sobre la cama, calmando sus respiraciones. Carlos la abraza y la besa con una ternura por la que ella casi diría que se está pillando. Es una sensación confortable, cálida. Gusta sentir ese aleteo de mariposas, pero, antes de prendarse, quiere comprobar si lo que percibe es real o son solo fantasías.

—Dios, vaya polvazo —le dice. —Deberíamos repetir esto cada día, tú y yo.

—Puedes llamarme cuando quieras, pero prefiero que quedemos más de cuando en cuando.

Sandra no quiere dejar pasar esa punzada de decepción que ha sentido al oírlo, y que Carlos, a tan solo unos centímetros de distancia, ha podido registrar perfectamente.

—Estamos bien así, ¿no? —dice él.

Ella hace tiempo que aprendió que las emociones aparecen por algo y hay que ocuparse para cuidarse. Quiere ser honesta, sobre todo con ella misma, y evitar otra caída al vacío por alguien que no le procurará paracaídas ni red.

—Bueno, yo… Sé lo que va a pasar si nos seguimos viendo. Porque, bueno, ya me voy notando mucho interés… en ti.

Carlos se incorpora.

—Sandra, eres una tía increíble y me lo paso genial contigo. Pero no podría tener una relación contigo, lo siento.

—Has dicho “una relación contigo”, no “una relación”. ¿Qué quiere decir ese “contigo”? —pregunta ella.

—Tsss… A ver, no tengo ningún problema contigo, ya te digo que eres genial, pero…

—¿Pero qué?

Carlos sabe que ella no lo va a dejar pasar. En situaciones como esa, de tensión inquisitorial, los hombres casi nunca eligen bien sus palabras. Y ni hablemos de salir airosos del jardín en el que se acaban de meter.

—Pues es que tú… No eres mi tipo de chica. Ya sabes... —dice al final, acompañando con un movimiento circular de manos que indica lo mucho que hay para abarcar en Sandra.

Si ella no ignora sus emociones, menos aún la bandera roja que Carlos está ondeando delante de ella en esos instantes. Ya ha pasado por ahí, sabe lo que es. Mide 1,68 m y pesa 102 kilos. Se ha llevado media vida supeditando su felicidad a tener el cuerpo de una influencer, hasta que decidió cambiar a la nutricionista por la psicóloga. No ha dejado de comer bien ni de hacer ejercicio, pero sí ha dejado de sufrir. Porque ha entendido que el camino tiene dos vías paralelas: la de los buenos hábitos y, más importante aún, la de aprender a aceptarse y quererse.

—Me miras como si estuviera dando vueltas en un asador de pollos y te pones como un cerdo cuando me comes, que me falta ponerte una servilleta y darte cuchillo y tenedor. ¿Y no soy tu tipo? —pregunta.

—Bueno, a ver, en la intimidad estamos bien, yo querría seguir así.

—Ya. Sin riesgos de pillarte, si es que no lo has hecho ya, no vaya a ser que un día tengas que presentarle esta gorda a tus familiares y amigos, ¿verdad?

—Sandra, no lo veas así, de verdad.

Ella suspira y depone su actitud pasivo-agresiva. De nada le va a servir. Ni siquiera agrega que todos los kilos que él ve son de dignidad y amor propio. El ambiente ya está lo bastante enrarecido, así que él se viste y se va.

Días después, un amigo le pregunta:

—¿Qué tal con la chica con la que estabas quedando? Te gusta, ¿no? Porque como hablas de ella, se diría que sí.

—Qué va, tío, no era mi tipo —contesta él.

Lo que no dice es que se ha abierto un perfil falso en Instagram para seguir viéndola, aunque tenga que conformarse con lo virtual.